martes, 2 de mayo de 2017

LA EVIDENCIA PALPABLE DEL MISTERIO. Entrevista a Francisco José Cruz por José Ángel Leyva

El poeta Francisco José Cruz nació en Alcalá del Río, Sevilla, en 1962. Fue codirector de la revista de creación Ritmo de viento (1986-1989) y dirige en Carmona, desde su fundación en 1990, la revista y la colección de poesía Palimpsesto. De Fran Cruz nos llama la atención su fiel apego a las formas clásicas y al mismo tiempo a su precisión lírica, que no siempre responde a la exigencia formal, pero sí siempre a la concisión de la imagen y el sonido, a la eficacia del significado y a la suerte de una taumaturgia de fundamento lógico. Sobre él han escrito autores como el venezolano Eugenio Montejo y el mexicano Antonio Deltoro. Es además un atento lector de la poesía latinoamericana. Muestra de ello son las antologías que ha preparado para dar a conocer en España nombres como Pedro Lastra, José Manuel Arango, Carlos Germán Belli. También ha dado a conocer su obra poética en Venezuela Poemas reunidos 1998-2007, y en Colombia Con la mosca detrás de la oreja (antología personal, Bogotá, 2011) y Un vago escalofrío (Bogotá, 2015). Comenzamos.

—Estimado Fran, al leer el prólogo que el mexicano Antonio Deltoro escribe para tu libro colombiano Un vago escalofrío, él insiste mucho en la presencia de un miedo valiente ante lo inevitable en tu poesía y a la resurrección como manera de volver a la experiencia, digamos, del sonido, la vida. En ello me parece está la oscuridad. ¿Qué significa para ti y en tu poesía el ámbito de lo sombrío?
«Yo me dejo, qué remedio,
cambiar de forma a capricho,
como si en verdad yo fuera
solo el fantasma del frío.»
               («Monólogo de la nieve»)

—Los versos que citas abordan el tema ―recurrente en mi escritura desde diversos enfoques― de la condición fantasmal e ilusoria de todo, aunque los espejismos del presente tiendan a convencernos de lo contrario. Para mí, la poesía no es conocimiento ni, mucho menos, revelación, sino tenaz testigo de nuestra precariedad e ignorancia intrínsecas. Y, al serlo, el poeta está obligado a no engañarse, a no escamotear con paños calientes sus experiencias vitales ni sus emociones más recónditas, como el temor ante la certeza de que va a morir contra su voluntad. Así, pues, lo sombrío equivale en mí al desconocimiento desconcertante que nos constituye. La poesía, con su belleza, nos da conciencia de ello a la vez que nos consuela.

—En esa misma dirección, Deltoro elogia sobre todo tu capacidad esclarecedora y la concentración semántica, estructural de tus versos. Eso nos hace pensar que optas por una poesía apegada a la tradición ante la posibilidad de una musicalidad y una formalidad despreocupada de la medida y la melodía, e incluso de una sintaxis sin sorpresas. ¿Qué dirías ante esta segunda opción de análisis?
«He venido a agradecerte
tu defensa de la rima»
Ante la tumba de Joseph Brodsky»)

—Siento, en mi fuero interno, que la dudosa importancia de lo que dicen mis poemas, me inclina a confiar en viejas estrofas para justificarlos y disimular la pobreza de su mensaje. Además, al cabo de los años, la práctica de la poesía me ha convencido de que la métrica clásica brinda al poeta, con sus múltiples combinaciones rítmicas y estróficas, más posibilidades creativas que el empleo exclusivo del llamado verso libre, tan dominante en nuestra época, el cual, a mi juicio, en muchas ocasiones, limita la capacidad expresiva en vez de liberarla. La libertad no es un concepto estético, sino la condición sine qua non para ejecutar cualquier obra de arte, sea un soneto o un poema en prosa. Las estrofas tradicionales, modificadas o no a mi conveniencia, me ayudan a fijar con nitidez el contorno de los versos, a hacerlos memorables y a decir solo lo necesario. En este orden de cosas, las formas heredadas de la tradición, vistas a la luz del verso libre, sin dejar de ser las mismas, se vivifican hasta sonar como recién nacidas.

—¿Cómo concibes la unión de la imagen con el sonido del poema? Me explico: Antonio Gamoneda afirma que en su caso la poesía brota como la sustancia musical del pensamiento. ¿Cómo sucede en ti?
«Gallo que en versos de Eugenio Montejo
es un eco remoto de la infancia»
                                     («Cantos de un triste gallo»)

—Para componer un poema, necesito tener claro su asunto, aunque mientras lo hago, sus derroteros sean imprevisibles. Sin una idea, imagen, suceso o situación concretos, ninguna música me inspira. Sin embargo, hasta que no decido el tipo de metro, estrofa e incluso rima, si la llevase, no puedo empezar a escribirlo. Busco, en definitiva, adecuar la forma al contenido, con tal de que aquella intensifique el nivel semántico del poema y exprese esos guiños o sensaciones recónditas que escapan al significado de las palabras.

—Volviendo al tema del miedo, o como lo refieres en el título de tu libro El espanto seguro, parecería que la muerte y lo sobrenatural es lo que justifica la palabra miedo o terror, pero, ¿no es acaso la vida la que nos causa ese sentimiento, esa necesidad de nombrar lo invisible conocido ante lo ignorado inevitable? ¿Miedo a la realidad tangible?
«Rematada la faena,
tranquilos ya, estoy seguro
de que ella pasó más miedo
que todos nosotros juntos.»
                                        («La rata»)

—Ni miedo a la vida ni a lo que haya más allá de ella, sino a su fragilidad, miedo a perderla, a la demoledora certeza ―como dice el hemistiquio de Rubén Darío― «de estar mañana muertos», un mañana que puede ser en cualquier instante. Sin este «espanto seguro» no creo que el hombre hubiera inventado el arte y, quizá, ni siquiera el lenguaje.

—Para escribir sin fe un poema como «Vía Crucis» lo has resuelto de manera muy convincente. ¿Qué lugar ocupan la piedad y el misticismo en tu quehacer poético?
«Siendo así, contraseña
será también tu esfuerzo al levantarte
y seguir tu destino
polvoriento y doliente,
trazado por los hombres o por ti.»
                                                         («Vía Crucis»)

—La visión mística es enteramente ajena a mis ideas y manera de vivir. Soy un descreído incurable, atraído solo por la realidad inmediata. Sin embargo, me interesan mucho las obras artísticas de algunos místicos como San Juan de la Cruz, a quien hago un callado homenaje mediante las liras sin rima que componen el «Vía Crucis», poema de tema religioso escrito por un agnóstico. Esta contradicción se justifica si tenemos en cuenta que surgió de un encargo de la Hermandad de Nuestro Padre Jesús Nazareno en Carmona. Cuando, en su nombre, me lo planteó mi amigo Antonio Calvo Laula, persona de gran sensibilidad estética, lo rechacé instintivamente. Pero Chari, mi mujer, activa e íntima partícipe de mi escritura, fue convenciéndome de las ricas posibilidades creativas de esta experiencia, nueva para mí. Ella me recordó la ópera rock Jesucristo Superstar, que desde nuestra adolescencia no hemos dejado de oír y cuya rebeldía está presente en el personaje de Judas, verdadero antagonista de la obra. Pensándolo bien, la Pasión de Cristo, se sea o no creyente, nos concierne a todos y puede ser abordada desde un punto de vista mitológico. Así que, sin apartarme del propósito fundamental del poema ―que es el de ser leído a los feligreses durante las estaciones de penitencia―, procuré no sentirlo demasiado ajeno. La verdad es que me costó menos esfuerzo escribirlo de lo que suponía, quizá porque, al ajustarme a un tema impuesto, se tiene bastante terreno recorrido. En fin, al margen de cualquier valoración literaria, la experiencia resultó muy enriquecedora y me complace imaginarme como esos músicos y pintores antiguos que pusieron su arte al servicio de las escenas bíblicas. En consonancia con el número de sus estaciones, dividí el «Vía Crucis» en catorce partes, cada una de ellas compuesta de dos liras, siendo siempre la primera una pregunta dirigida a Jesús. En estas interrogaciones, entre otros matices y sobreentendidos, se insinúan mi distancia y mi actitud crítica, pero en el fondo, todo el poema transpira cierto sentimiento compasivo, aunque la piedad no sea un propósito recurrente en mi poesía.

—El espanto, el miedo, el asombro, la superstición (dice Montejo) concurren en tu poesía a menudo en ese sobresalto que no necesariamente es miedo, pero si perturbación, que se extiende del autor a sus lectores. No obstante la lucidez se impone al delirio o ¿el éxtasis del sueño conduce a la realidad?
«Los versos que recuerden lo que aún no ha ocurrido
podrían dar ideas
al ogro atolondrado del futuro.»
                                                                                      («No me atrevo»)

—No me considero una persona supersticiosa, aunque la esencial incertidumbre de todo me llevara a escribir «No me atrevo», poema al que pertenecen los versos finales que citas. Quizá Eugenio Montejo, gran poeta y lector perspicaz, con quien mantuve una muy estrecha relación, descubrió en mi carácter y, por ende, en mi poesía, ciertos tics supersticiosos, sofocados por la racionalidad, que guía casi siempre mis conductas y mis emociones.

—Juan Ramón Jiménez es una referencia en tus prologuistas, al menos en Eugenio Montejo y Deltoro, pero en el camino de tu poesía llamas la atención con autores como Borges, el propio Montejo, Juarroz, Paz, Sucre, por mencionar algunos latinoamericanos. En Hasta el último hueso reconoces el largo camino de lector para alcanzar la gracia de la poesía. ¿Cómo podrías sintetizar esa digestión bibliográfica para el salto de la escritura, para decirlo en términos flamencos, con duende?
«El poema no aguanta aquí sentado
y a los pocos renglones ya desobedece»
                                                           («El travieso»)

—A estas alturas de mi vida, después de más de treinta años haciendo versos, me resulta muy complejo hablar de los influjos recibidos, pues las afinidades y rechazos, al cabo de tanto tiempo, han sido numerosos y cambiantes, acordes con mi lento proceso de madurez hasta encontrar mi propio mundo, que no es otro que el de expresar con medios adecuados mis obsesiones personales. Así pues, autores que hoy siento lejanos, alentaron en mi juventud mi titubeante búsqueda. En vez de obras completas, alumbran mi camino poemas, narraciones y ensayos determinados, ya sean en aspectos formales o temáticos, e incluso películas como El verdugo de Luis García Berlanga, El viaje a ninguna parte de Fernando Fernán Gómez o Vivir de Akira Kurosawa. Además de los nombres que mencionas y otros como Jorge Manrique, Gustavo Adolfo Bécquer, Antonio Machado, Carlos Germán Belli, José Manuel Arango, Mario Vargas Llosa o Wisława Szymborska, deseo subrayar mi vieja y entrañable deuda con la poesía tradicional, concretamente con la sugestiva sencillez del Romancero y el despojado dramatismo de algunas coplas flamencas. Como dice de sí mismo mi entrañable amigo y admirado poeta Pedro Lastra, soy un «lector de todas las horas» y la lectura también me ha dado conciencia de mis limitaciones. Sin ellas, yo no hubiera escrito nada auténtico.

Palimpsesto no solo es el nombre de una revista que diriges, es también una figura o un concepto que toma cuerpo en tus poemas, la presencia del olvido, la genética en la voz que anuncia el eco de otras voces, la escritura debajo del escrito. Háblanos de esa relación con el trabajo editorial y con la concepción de tu trabajo poético, de eso que subyace en tus versos como resonancias ancestrales o arquetipos.
«Ese que no seré se me adelanta
y se vuelve hacia mí, de vez en cuando,
para ver si yo estoy interpretando
sus huellas, siempre huérfanas de planta.»
                                                         («El testigo fugaz»)

—Movido por el poco estímulo que, salvo excepciones, me daba la poesía española de mi juventud, en 1990 fundé junto a Chari Acal, mi mujer, y Agustín María García López ―quien abandonó el proyecto en los primeros años―, la revista y colección de libros Palimpsesto, patrocinados íntegramente por el Ayuntamiento de Carmona, con el fin de conocer a poetas de otras lenguas y, sobre todo, hispanoamericanos, sin los cuales mi horizonte creador hubiera sido mucho más estrecho. ¿Cómo ignorar el noventa por ciento de lo que se escribe en nuestra lengua? Con el tiempo, hemos afianzado aspectos técnicos, gracias a nuestra diseñadora Carmen Herrera, y afinado los criterios estéticos hasta encontrar un espacio propio dentro de la vorágine literaria del presente. La vida de las revistas de poesía suele ser muy corta, ya por falta de sustento económico, por desavenencias entre sus miembros o por ponerse al servicio de movimientos o escuelas que pronto se agotan. Esta fugacidad, sin embargo, contrasta con la constante proliferación de otras nuevas. Sin estas publicaciones periódicas, no se entendería cabalmente la compleja historia de la poesía contemporánea: una revista, por modesta que sea, hecha con el debido rigor, favorece el diálogo entre poetas de diversos países, generaciones e idiomas, en aras a la imprescindible continuidad del legado poético y, por ende, de la memoria escrita de tantos autores olvidados. Esta ya larga y fructífera labor editorial con Palimpsesto, entre otras cosas, ha fortalecido mi convencimiento de que lo importante no es ser original ni novedoso, sino poseer voz propia, la cual, por muy personal que suene, siempre está hecha de voces ajenas, aunque en mis poemas casi nunca haya referencias explícitas a textos de otros.

—Un mundo animal, una zoología te acompaña en tu poesía. No es rara esta presencia entre los poetas. ¿Cuáles son tus posibles razones?
«Viene del origen del mundo, por eso habita
en el fondo del mar, que es el fondo del tiempo»
                                                      («Esturión en un acuario»)

—Siendo atinada tu observación, te confieso que no me he propuesto deliberadamente desarrollar un bestiario. Cualquier cosa, animada o inerte, real o imaginaria, puede ser motivo de un poema si proyecta con coherencia mi mundo creativo. Desde las pinturas rupestres y las antiguas fábulas, los animales nos han despertado todo tipo de sentimientos y han ejercido en nosotros una irresistible atracción. Ellos habitan la Tierra antes que el hombre y su ancestral compañía nos recuerda que, pese a las máquinas y las cibernéticas, seguimos siendo una especie animal. Cómo no referirme en este sentido, a la sacudida que me produjo en mis años estudiantiles la lectura de Informe para una academia de Kafka y al descubrimiento, algo más tarde, del siguiente haiku de José Juan Tablada, donde late todo el asombro y el enigma ante nuestro pariente más próximo y, sin embargo, tan remoto: «El pequeño mono me mira… / ¡Quisiera decirme / algo que se le olvida!».

—Tus críticos y amigos también apuntan sobre tu filiación con el cante jondo, con el flamenco, con la copla andaluza. Pero el cante jondo ha sufrido fuertes cambios con la incorporación del jazz, del rock e incluso de fusiones con músicas diversas del mundo árabe y de África. Si aceptaras esta familiaridad literaria y cultural en tu poesía, ¿hacia dónde ves tu propia transformación y evolución, como la tuvo García Lorca con Poeta en Nueva York?
«Duérmete, mi niño,
pero no te mueras»
     («Canción de cuna»)

—En honor a la verdad, yo no soy un aficionado al cante jondo, aunque admiro sin paliativos su música genuina, sobre todo la más cercana a sus raíces, cuya desgarrada desnudez ―acompañada o no de la guitarra― congenia íntimamente con el espíritu indefenso que alienta en muchas de estas coplas gitano-andaluza de los siglos xviii y xix, creada, a partir del fondo folckórico español, por hombres analfabetos, solitarios y pobres que consiguieron contagiar al lenguaje de su intemperie y desamparo. La sobriedad, la carga emotiva y la dimensión polisémica de estas viejas coplas, que expresan tanto como callan con una precisión insólita, son para mí lecciones decisivas. Copio aquí dos de ellas: «Esto que m’está pasando / se lo contaré a la tierra / cuando m’estén enterrando». «Toa la noche sin dormí, / sentaíto en una silla, / acordándome de ti». Sin embargo, aunque yo utilice con frecuencia estrofas flamencas como la soleá o la cuarteta asonantada, en ningún caso he pretendido imitar su inconfundible tono o atmósfera. Así pues, dado mi sostenido interés por las simples formas tradicionales para dotar a mis poemas de cualidades mnemotécnicas, siento más bien que mi proceso creador es involutivo.

—Tanto Deltoro, Morábito y el propio Montejo encuentran un cierto coloquialismo rector en tu obra, y lo hay, pero solo en una parte. En una buena proporción hallo una escritura compleja, depurada hasta el hueso y la artesanía del hueso como flauta. Aunque reconoces no ser muy afecto o erudito en la música, es también clara la precisión del sonido, su efecto físico y semántico en las palabras como notas, en su juego de paradojas y equivalencias, de metonimias y sinécdoques, de reflexiones y concreciones. Supongo, no lo sé, que además de lecturas metódicas de poesía, habrá también un ejercicio filosófico, no lo sé...
«El ruido tosco y seco
que hacen sus teclas
acaso está en el fondo
de mis poemas.»
       («Mi vieja máquina»)

—Me honra mucho tu precisa y bella observación con la que me identifico por completo. En efecto, mis poemas, regidos casi siempre por la rima, metro y estrofa regulares, no admiten propiamente el tono conversacional, sino más bien, la claridad y la sencillez, cualidades que favorecen, a mi juicio, la emoción limpia y la hondura de pensamiento. Procuro que el verso no se contagie demasiado de la prosa ―algo muy común en ciertas corrientes de la poesía moderna― con el fin de que el ritmo prevalezca sobre el discurso y sea el elemento encantatorio que, en el fondo, convenza al lector de cuanto expresa el nivel semántico del poema. Te confieso, además, que mi formación filosófica es deficiente, pues me cuesta desenvolverme en el mundo de las abstracciones. Mi poesía, como ya he referido anteriormente, se nutre de la realidad inmediata, la única que soy capaz de percibir y que me recuerda a cada paso que en la evidencia palpable de las cosas está su misterio.

—Por último, ¿para qué poetas?
«pues vivir no es más que esto:
mantener el equilibrio
entre el esfuerzo y la inercia
sin salirme del camino.»
                                         («En bicicleta»)

—Para el placer de quienes los lean o los escuchen. Incluso ante la falta de lectores y oyentes, la labor poética mantendría su esencial sentido. No se olvide que el primer lector de un poema es su propio autor, alguien, hasta cierto punto, distinto ya de quien lo compuso. Los versos que escribo, si están logrados, me son útiles en cuanto los paladeo de memoria, al margen de las personas a las que pueda llegar tarde o temprano. Como ha ocurrido tantas veces a lo largo de los siglos, poemas sin lectores hoy, pueden encontrarlos mañana. La marginalidad de la poesía ―situación compartida por otras muchas actividades humanas― ha suscitado, especialmente en nuestra época, innumerables justificaciones teóricas de todo pelaje sobre su valor, como si después de servir al hombre durante miles de años, fuera necesario protegerla de algo ajeno a ella. Su única defensa radica en hacerla con el mayor esmero posible, porque sus verdaderos enemigos son el desaliño, la banalidad, la verborragia delirante, el hermetismo caprichoso y, por ende, la paulatina pobreza de recursos retóricos en que demasiados poetas actuales incurren, urgidos por la notoriedad. El peligro, pues, consiste en la irreversible pérdida de claves fundamentales para realizar y recibir la expresión poética, sin las cuales no podríamos revelarnos contra la muerte, que es la razón de ser de la poesía desde sus remotos orígenes.

Ciudad de México-Carmona, marzo de 2017

http://www.laotrarevista.com/2017/04/francisco-jose-cruz-espana-1962/

Publicada en La Otra, revista de poesía+Artes visuales+Otras letras, nº 121 (Ciudad de México, mayo de 2017)