sábado, 16 de julio de 2016

ALONSO RUIZ ROSAS, POETA TENTACULAR

Francisco José Cruz y Alonso Ruiz Rosas
en la sede del Instituto Cervantes de Madrid. 
© R. Acal
Desde que conocí a Alonso Ruiz Rosas en mayo de 2015, durante unas jornadas dedicadas a su compatriota Carlos Germán Belli en la capital de España, he tenido más trato con sus versos que con su persona. Aunque en aquellos gratos días madrileños conversamos muy poco, tuve la impresión de estar ante un hombre afable, recatado y de avispada discreción, que no deja entrever siquiera al poeta expansivo, agónico y visceral que lleva dentro. Pese a ello, la cordialidad del ambiente nos animó a intercambiar algunos libros. Confieso que recibí los suyos con esa rara mezcla de gratitud, expectativa y precaución, habitual en mí cada vez que descubro antes al autor que a su obra. Sin embargo, después de algunas semanas del estimulante homenaje a Belli, cualquier asomo preventivo se convirtió en entusiasmo y admiración en cuanto empecé a leer la poesía de este arequipeño, cuyo insólito despliegue formal y temático, siempre en tenso diálogo con las diversas herencias artísticas que la nutren, hace de él un poeta tentacular, a quien, gracias a sus atentas llamadas telefónicas durante el tiempo de elaboración de esta entrevista y a sus ponderadas respuestas, salpicadas de anécdotas personales, he ido conociendo algo mejor hasta establecerse entre ambos, por su finura, su comedimiento, una corriente afectiva, cuya primera chispa cordial saltó en el fugaz encuentro de Madrid.

¿En qué medida, dentro del clima más familiar de un niño, ha influido en tu vocación literaria el hecho de que tu padre, José Ruiz Rosas, sea poeta y, durante un tiempo, librero en Arequipa, tu ciudad natal? En este orden de cosas, ¿de qué aspectos te sientes cerca de su obra y de cuáles has debido tomar distancia para encontrar la tuya propia?

―De niño pasaba horas en la librería de mis padres, pero no sentía especial interés por las novelas o los cuentos. Me gustaban más los libros de historia, incluidos los que usaba mi hermana mayor en el colegio. Oía también con mucho gusto algunos poemas como «Los motivos del lobo» u otros muy eufónicos que a veces mi padre o mi madre nos leían en voz alta. Escribí mi primer poema luego de jugar durante horas con un batallón de soldados de plomo, cuando tenía unos doce o trece años. Me di cuenta que todos los soldados habían muerto y les garabateé un conato de elegía. Me ha interesado siempre la actitud de mi padre frente a la poesía, porque es ante todo una actitud frente a la vida. Le debo también la devoción por los poetas clásicos españoles y por algunos poetas peruanos como Martín Adán. Nuestras vidas, claro, han sido muy distintas, tuve también otras influencias y creo que eso se puede advertir en los poemas.

Hay en todos tus libros abundantes referencias mitológicas, históricas y religiosas, que funcionan a modo de infalibles espejos en los que se reflejan la miseria y la grandeza humanas. Háblame de tu interés por estos ámbitos culturales y cómo nacen en tu escritura.

―El tema religioso y mitológico me ha rondado desde que era niño. Solía jugar a la procesión con unas imágenes que había en la casa de mis abuelos y sentía fascinación por su apariencia y sus significados. Creo que esa ha sido sobre todo una influencia de mi madre, aunque los temas mitológicos, especialmente los griegos y también algunos mitos andinos, flotaban en el ambiente.

Tu obra está recorrida de cabo a rabo por un sentimiento de desengaño –donde la ironía y la compasión se entremezclan– ante el ser humano y su destino trágico. Se genera así un doble movimiento contradictorio: la aspiración hacia lo alto y la irrevocable caída en el barro. En esta tensión irresoluble entre lo celeste y lo terrestre, ¿qué papel juegan en ella tus creencias religiosas?

―La poesía busca conectar las soledades de los individuos y conectar al pobre ser mortal con el universo inmortal o inabarcable y en eso se acerca mucho a lo religioso. Mis poemas tienen también algo de plegarias.

Desde los inicios, tu escritura muestra un creciente afán abarcador que encuentra, hasta la fecha, su máximo despliegue en Espíritupampa, tentacular libro de poemas que desarrolla en múltiples direcciones, físicas y metafísicas –mediante un viaje por la geografía y la historia del Perú y otras partes del mundo– tus temas recurrentes: los estragos del tiempo, los desvaríos del poder, el lujo de las imágenes religiosas, el amor, la poesía… Háblame de esta pretensión totalizadora. ¿Qué te inclina a ella? ¿Podría vincularse a ciertas prácticas narrativas?

―Más que a prácticas narrativas diría que a tentaciones historicistas, algo que por cierto es muy recurrente en el Perú. O, en todo caso, a prácticas narrativas en función de ciertas obsesiones vinculadas a la historia que, después de todo, es, según Borges, un género literario. Soy, como decía, un tanto adicto a los temas de historia desde pequeño. Es verdad, sí, que en el origen de este libro está otro que se llamó La conquista del Perú (título ahora de una de sus secciones), que pretendía «narrar» en un tono de parodia épica algunas aventuras ligadas también a mi propia experiencia. El resultado terminó por no satisfacerme y poco a poco lo narrativo se fue transformando y diluyendo para dar cabida a una serie de temas y obsesiones en el esquema del «viaje» al que aludes. 

Tu otro gran poema totalizador, estructurado en un centenar de tercetos encadenados, salvo el breve introito en verso libre, se titula Estudio sobre la belleza, la cual, mediante transparentes abstracciones y fulgurantes imágenes, se nos presenta a la vez escurridiza y omnipresente, como si, al modo de una diosa, ella alentara lo peor y lo mejor de la existencia. Me resulta muy llamativa tu obsesiva indagación sobre la idea de belleza, tan desacreditada, sin embargo, en nuestra época. Háblame de cuanto te comento.

―Soy muy mal lector de ensayos filosóficos y tal vez quise tratar de ensayar una exploración de lo que percibía sobre el manido tema de la belleza, dejándome llevar por una suerte de «pensamiento rítmico» al que se refiere Gamoneda. Sin duda, lo mío es más rítmico que pensamiento, pero en fin. Vivimos en un mundo de multiplicidades y simultaneidades muy especial, que permite ahora pasar vertiginosamente por muchas experiencias y apariencias vinculadas a los procesos históricos de creación y percepción de lo que puede entenderse como belleza. A pesar de su descrédito en medio de los dramas y las infamias del mundo, su enigmática, diversa, abrumadora y muchas veces circunstancial presencia, que aparece (y desaparece) aquí y allá consuela o reconforta ante el sufrimiento y asoma inclusive en una serie de gestos y actitudes.

Quizá tu técnica compositiva más personal y dominante consista en acumular en un mismo discurso poético materiales de muy diversos campos y épocas, donde cierto tono elevado e incluso anacrónico es sutilmente corregido por un fino humor. Todo parece posible de ser reciclado en este proteico estilo. A estas alturas de la historia, ¿es tu poesía, entre otras cosas, la conciencia de un inevitable desgaste creativo o, paradójicamente, una propuesta de renovación?

―Desde que comencé a escribir poemas de modo más sistemático, digamos, empecé a percibir ese «desgaste creativo» pero también a sentir la imperiosa necesidad de la experiencia, en un contexto que siempre es personal y distinto. En esa época, cuando era muy joven, surgían en el Perú grupos de poetas con manifiestos y aspiraciones de poéticas colectivas innovadoras. El talante vanguardista siempre atrae, pero hay que tener cuidado con andar descubriendo la pólvora o creyendo que sólo hay un camino para la creación. Con unos poetas y amigos muy queridos –Oswaldo Chanove, Charo Núñez, Patricia Alba, Misael Ramos– creíamos entonces que había que aventurarse en las búsquedas expresivas poniendo siempre el énfasis en la experiencia personal más genuina posible. Por eso sacamos una revista ínfima, muy modesta, que se llama Ómnibus. Queríamos que cada uno fuera sentado mirando por la ventanilla que le correspondía lo que tenía al frente o lo que tenía adentro. La conciencia del desgaste retórico sin duda conduce a determinadas expresiones.

A esta operación aglutinante contribuye el recurso, habitual en ti, de intercalar versos ajenos entre los tuyos con un sentido distinto o idéntico al que poseen en sus poemas originales, según los casos. Se diría que la gran tradición poética de la lengua, especialmente la peruana, tan rica de matices y acentos, se condensa en tu obra y, sin embargo, al leerte te siento una especie de lobo solitario. ¿Cómo te ves a ti mismo dentro de este incesante intercambio creador?

―Mis principales referentes conceptuales vienen de la poesía, son versos y estrofas que retumban en la conciencia de modo recurrente. La poesía, dicen los estudiosos, es expresión, evocación, invocación y, sin duda, conocimiento. Su capacidad de síntesis puede resultar asombrosa. En cierto modo uno vive también en diálogo constante con esas otras expresiones que recuerda o encuentra en el camino.

Tu labor poética oscila entre ciertas formas clásicas, sin renunciar a la rima, y el verso libre o, más exactamente, la calculada descomposición de metros regulares. De ahí el frecuente empleo del encabalgamiento abrupto, basado en preposiciones a final de verso. ¿Qué te hace optar por una u otra estructura a la hora de escribir un poema? ¿Qué buscas básicamente en dicha desintegración métrica, que no rítmica? Al hilo de esto, ¿qué razones te animan a eliminar la puntuación y las mayúsculas en tus poemas a partir de tu libro Museo?

Museo tenía en su primera edición puntuación y mayúsculas pero siento ahora que ambas sobran, que añaden a esos poemas un peso innecesario. Lo mismo pasa en los libros que siguen. El encabalgamiento abrupto al que te refieres puede producir una ligera sensación de vértigo que tal vez acentúa o potencia lo que se dice. A la hora de escribir un poema uno no sabe muy bien qué está haciendo, uno observa mejor esos detalles a la hora de corregir.

A este gusto por la estrofa cerrada responde tu libro de carácter heteronímico La enfermedad de Venus, cuyos poemas amorosos testimonian el romance de su desconocido autor con Carmela Docampo a finales de los años veinte del siglo pasado en la entonces provinciana Arequipa. El conjunto, de apretado y ambiguo simbolismo, se compone de veintiún poemas de nueve versos heptasílabos y endecasílabos con un esquema de rima consonante fijo. A cada uno de ellos, Vicente Hidalgo, su supuesto descubridor, añade una nota explicativa en prosa donde la observación crítica y el dato biográfico se entreveran hasta hacer de sus exhaustivas elucubraciones una parodia del alarde erudito. ¿Por qué recurriste a la máscara para escribir este libro? ¿Fue el temor de que lo tacharan de arcaizante lo que te llevó a redactar los comentarios? Háblame de su proceso creativo. Ya tu padre, en 1969, escribió, dentro de esta misma tradición heteronímica, Dizires rimados, cuyos poemas recrean fielmente el lenguaje y las formas estróficas medievales.

―Escribí los poemas de un tirón, en un momento de abatimiento. Luego sentí que esos poemas podían ir envueltos en unos celofanes donde se reflejaran algunas viejas historias de amor (o desamor) que conocía y donde pudiera tomarle un poco el pelo a la erudición académica. Que me tacharan de arcaizante es algo que, con franqueza, no me preocupaba entonces ni me preocupa ahora. Leí después un libro –Pálido fuego de Nabokov– con el que tiene tal vez cierta afinidad. Es cierto que, como otros autores, mi padre había hecho también una incursión interesante por la heteronimia, aunque en otra dirección. En este libro vuelvo también a la conciencia del desgaste a la que aludías y acaso también se trata de mostrar la tensión que hay siempre entre la intensidad pasajera de la vida y la formulación de la poesía.

Uno de los temas que reaparece a modo de leitmotiv a lo largo de las páginas de Espíritupampa es el de la poesía que, lejos de la reflexión teórica –pese al reiterado título de «Arte poética»–, apela al consuelo fugaz, pues como recuerdan estos versos tuyos de Estudio sobre la belleza, «en medio del caos siempre hay / una canción». ¿Qué piensas de la presencia de la poesía en nuestro mundo, tan desconcertante y confuso? En definitiva, ¿qué buscas en ella como lector y creador?

―La poesía es como una luz que parece destellar al final de todos los túneles del mundo. A estas alturas, resulta una suerte de práctica casi religiosa del ser que vive en una búsqueda continua y libre de comunión o vinculación con el prójimo y con el absoluto. En la raíz de la poesía se encuentra siempre lo esencial de lo humano y lo divino.


Carmona-Lima, enero de 2016

Publicado en Palimpsesto 31 (Carmona, 2016)