viernes, 9 de octubre de 2015

A TUMBA ABIERTA por Antonio Deltoro

Me es difícil escribir sobre la poesía de Francisco José Cruz por la adhesión y simpatía que tengo con ella. A tal sintonía cordial, se añade otra dificultad: sus versos dicen lo que dicen con justeza y verdad indudables, y puede uno quedar, si se atreve a una glosa, en ridículo. Por eso he permanecido, salvo alguna excepción, en silencio, escuchando germinar su belleza estricta, que no necesita más palabras que las suyas. Sin embargo, como los editores y el poeta mismo me pidieron el prólogo de Un vago escalofrío, por amor de lector y de amigo, no puedo rehusarme, pero lo haré a condición de que me permitan, cosa que no es usual en un prólogo, transcribir algunos poemas completos. Por otra parte, quisiera hacer una advertencia: me concentraré, casi exclusivamente, en una veta de la poesía de Francisco José Cruz y en la manera en que en este libro se hace más ancha, proliferante y profunda.
      El miedo, que en esta poesía desempeña un papel protagónico y por lo tanto muy característico e incluso estructural, es un miedo, paradójicamente, valiente. Nace de mantener una actitud que encara a la muerte desde la vertical, sin adornarla ni huirle. Esto se manifiesta, aun más allá de los títulos de los libros, en la sobriedad de las formas y en la diversidad de situaciones cotidianas, ordinarias y humanas que provocan sus versos, a los que rodea la muerte, a veces, por ejemplo, convertida en una mosca.
      No conozco otro caso de sequedad mayor, de adhesión a la realidad cruda, a ras de existencia, tan de frente, sin tapujos ni componendas, a tumba abierta, pero con piedad y simpatía, que los poemas de Francisco José Cruz. Sus formas, desde las más técnicas a las más personales, sus maneras de vivir y de enfrentarse al «espanto seguro de estar mañana muerto» llevan rima asonante, en grado humano, no son consonantes, a lo divino: ponen en versos medidos la incertidumbre. La belleza de esta poesía proviene de su humanidad rigurosa, atenida al sentido común, sin ornamentos, que sigue como línea la dignidad, que la hace posible y compatible con ella.
      Pese a que Francisco José Cruz ciñe el verso a la experiencia, logra que el verso nos hable de frente y al sesgo. Al sesgo nos dice una verdad poética; de frente, un hecho. A veces lo que nos dice al sesgo entra tan profundo como un machetazo de belleza; a veces también el hecho, no por cotidiano, es menos terrible. Creo que para él no hay hecho que no tenga su sesgo de misterio y de sueño, a veces de pesadilla.
      Un vago escalofrío se titula este libro. Dos libros anteriores de Francisco José Cruz se llaman: A morir no se aprende y El espanto seguro. En los tres títulos asoma el temor a la muerte y la fascinación ante nuestra predestinación a ella, que vuelve un misterio nuestra vida habitual y, a veces, incluso, un afortunado misterio, que se manifiesta con alegría (véase en este libro, por ejemplo, «Monólogo de la nieve»). El título de un libro anterior a estos dos, Maneras de vivir, parece que mira las cosas con otro fondo, pero en él también está la muerte, claro, vista desde las diferentes maneras de vivir, a través de las huellas que imprime a todo lo que vive.
      El verso del cual Un vago escalofrío toma el título pertenece al poema «Lamento de Lázaro». Quisiera valerme de este poema, que es el penúltimo del libro:

Qué desgracia, Jesús,
que tu así te dejaras
llevar por el inmenso
dolor de mis hermanas.

Ahora, en el fondo, nadie
desea estar conmigo
y a ellas mismas les doy
un vago escalofrío.

Te olvidaste de mí
ante la maravilla
de levantar mi cuerpo
e infundirle la vida.

Tu maldito poder,
ay, cómo me condena
a morir otra vez.

      La conciencia de su predestinación a la muerte le viene a Lázaro reforzada por su resurrección, de allí su terror y el terror de los que lo rodean: Lázaro, en este poema, no es un héroe, sino una víctima, un pobre hombre, un ser como todos, escogido como un ejemplo del «maldito poder». Incluso sus hermanas, que lo querían hasta el grado de provocar un milagro, le temen y le huyen. Hay otro poema, terrible y muy humano en un libro anterior, El espanto seguro, que vinculo con este de Lázaro:

Pesadilla

Mis padres murieron hace doce años.
A veces sueño que vuelven y que tratan
de vivir como si fuéramos los mismos

y desde entonces nada hubiera cambiado.
Cómo explicarles que ya no tienen casa,
que muebles y dinero los repartimos,

naturalmente, entre todos los hermanos.
Nos miramos sin decir una palabra
hasta que me despierto con gran alivio.

      Regresar de la muerte a la vida implica un estigma y un desastre, porque lo natural, aunque terrible, es ir de la vida a la muerte: para vivir tenemos que dar la espalda a los muertos (a los padres, sobre todo), desolidarizarnos con ellos y asumir que esto mismo tendrán que hacer los que nos sobrevivan. Hay un poema sobre este asunto en este libro, «Testamento» (que por cierto está escrito en liras, como varios de este libro, entre ellos, el inicial y el final) y recuerdo un poema sobre el mismo tema de A morir no se aprende, «Imaginaciones mías», del que transcribo, como excepción, solamente un fragmento:

Y en el sopor severo
de la siesta, imagino
que he muerto hace unos meses
y que tras el desorden
y el dolor de semanas
incrédulas, absortas,
mi mujer reanuda su vida con la niña
como antes de morirme.

      La vida está irremediablemente aquí, de este lado, y nada ni nadie nos puede decir que pasa, si algo pasa, al otro lado, pero esto no puede dejar de inquietarnos y de ser asunto de especulación y pesadillas. La poesía de Francisco José Cruz abunda en especulaciones y pesadillas de lo que les sucede a algunos seres que sobreviven la existencia a la que estaban destinados y continúan viviendo o muriendo en un nicho, como Lázaro, separados de todos los seres que solo viven y mueren una vez. Hay innumerables poemas y seres de este tipo en la poesía de Francisco José Cruz. Aunque esto sucede de forma especial en Maneras de vivir, también en Un vago escalofrío hay unos cuantos, pero me estoy distrayendo y, de paso, distrayendo al lector.
      En casi todos los poemas de Francisco José Cruz hay una comprensión lúcida y terrible, al tiempo cómplice y piadosa, de lo que significa vivir la muerte en carne viva. En una entrevista, que le hicimos Fabio Morabito y yo, con motivo de su libro Maneras de vivir, a una pregunta sobre la influencia del flamenco en su poesía, citaba una copla anónima de los gitanos andaluces que contiene tanto la perplejidad ante la muerte como la economía de recursos a la que aspira nuestro poeta:

Qué quieres que tenga,
que m’han dicho qu’a tu cuerpo
se lo va comé la tierra.

      Este asombro, del que nunca se acaba de salir, adquiere en Un vago escalofrío una particularidad notable. En sus páginas la muerte acecha a una pareja de amantes y amenaza dejar al que quede con vida en un desamparo incomparablemente mayor que la muerte. En Un vago escalofrío, la condena a una terrible sobrevida, a morir dos veces como Lázaro, a un espantoso paréntesis entre la muerte y la muerte, se condensa en la certeza de que se disolverá el vínculo de por vida entre el poeta y su mujer: solo es cuestión de tiempo.

El abrazo

Este miedo a quedarnos
el uno sin el otro,
a no morirnos juntos

—hagamos lo que hagamos,
aunque estemos absortos
cada cual en lo suyo—

nos trenza en un abrazo
tan carnal y redondo
que da la vuelta al mundo,

como si así los años
no pasaran del todo
mientras seamos uno…

hasta que ya el cansancio
de la vida, a su modo,
desate nuestros músculos

y quede entre mis brazos
tu ausencia sin contorno
o la mía en los tuyos.

      En Un vago escalofrío, desde un punto de vista y de ánimo diferentes, se reitera, en varios poemas, el tema de la separación de los amantes. Pero ya en El espanto seguro hay un poema que lo trata:

Coplilla de amor

Quédate conmigo,
no me faltes nunca,
que me vaya yo antes
por mucho que sufras.

      En este tema, como en otros cuantos, Francisco José Cruz se repite para profundizar. En un mundo que tiende a abarcar, a engrandecerse, a presumir, a hincharse, a desparramarse, a no contenerse, que admira al ambicioso, al hombre que se afana y tiene metas, Francisco José Cruz permanece en sí mismo, fiel a sus afectos, no se mueve demasiado: ¿para qué, si la tierra se mueve y con ella los muertos y los vivos? Tampoco es partidario de cambiarse de máscara:

No te quites la máscara

No te quites la máscara,
confúndete con ella
hasta ajustártela
célula a célula.

No te la quites
ni en soledad siquiera,
para que olvides
que la tienes puesta.

No te quites la máscara
aunque suenen huecas
a veces tus palabras
a través de ella.

No te la quites nunca
ni pruebes otras nuevas,
confórmate con una,
la que mejor te queda.

      De aceptar la máscara, en su búsqueda de unidad y duración, de congruencia con sus modos y maneras, Francisco José Cruz adopta solo una. Lo caracteriza la identidad con él mismo durante, que yo sepa, toda la vida, exigiéndose una conducta, una forma de ser que vive el binomio poesía y verdad como vive el amor, la pareja protagonista de su libro, o de por vida.
      Así como todos sus libros están dedicados a su mujer, en todos se rinde tributo al romance: al «romance, río de la lengua», como diría Juan Ramón Jiménez, presencia tutelar de la relación amorosa que está en el fondo de este libro. En Un vago escalofrío hay muchos romances (como hay muchas liras y canciones), entre ellos uno, cuyo título es el que sigue: «A Jaume d’Olesa, quien en 1421, siendo estudiante en Bolonia, copió el romance más antiguo que se conserva». Conjeturo que, escritos para durar, para permanecer en la memoria, algunos de los poemas que contiene este libro, al igual que el romance copiado en el siglo xv, perdurarán, quizás anónimos, dentro de seis siglos, inmersos en el río de la lengua.
      Los poemas de Francisco José Cruz, generalmente pequeños, con rimas asonantes, distribuidos en estrofas, tienen una estructura muy sólida, bien pensada. Están sentidos con mucho tiempo, con una actitud que practica la congruencia y la fidelidad, a la que asombra, sí, la diversidad, pero sobre todo que cada uno sea uno. Cada poema de Francisco José Cruz, de igual manera, aspira a ser uno, con contornos, con rasgos, con una ley y una manera de ser. Me asombra en esta poesía su capacidad para darnos un mundo complejo y poblado, con seres que se pueden individualizar, al mismo tiempo que son productos de una perseverancia en la verdad que rechaza sin contemplaciones la mentira: los versos de Francisco José Cruz nos sueltan verdades muy fuertes, justo porque son las que todos los hombres enfrentamos; las expone encarnadas y amargas, sí, pero en poemas muy bellos, cada uno con su materia y su sueño.
      La idea que Francisco José Cruz tiene del poeta es la de un ser responsable, por eso es reacio a la pose o a la presunción en el poema o fuera de él. Le bastan las personas y las cosas mas próximas, habitantes de una geografía sentimental de radio pequeño, pero sentida y pensada con profundidad, que toca al lector para siempre. Le bastan también unas pocas formas que mezcla con maestría. Todo lo que escribe revela al andaluz seco, no florido, cuyo aspecto es el del junco bien plantado en medio de una corriente de agua; por mucho que se mueva siempre vuelve a la vertical y no pierde la compostura. A Francisco José Cruz esta posición le viene, en gran parte, de la conciencia de que esta única vida, que irremediablemente está destinada a un final, hay que salvaguardarla con honor para hacerla muy digna. Este honor, que no es el del señorito, sino el del hombre que sabe que va a morir y se comporta, es el que le exige las formas, al mismo tiempo sobrias y musicales, que su poesía practica.
      Ya a punto de terminar este texto me doy cuenta de que he bordeado una idea que no me he atrevido a decir plenamente y en pocas palabras: Un vago escalofrío es, fundamentalmente y por encima de todo, un libro de amor, de un amor no simultáneo, sino único, a una mujer y a la poesía:

Desde entonces

Como leemos juntos
desde hace tanto tiempo,
ya tu voz son mis ojos
y al oírte hasta veo
los espacios en blanco
y la pausa final de cada verso.

Así, de línea en línea,
como en lúcido sueño,
nos fundimos en uno
durante todo el texto
hasta oírme en tu voz
y tú callarte en mi absorto silencio.

Una noche de agosto,
frente al mar sanluqueño,
sacaste de tu bolso
un librito de versos
de Juan Ramón Jiménez,
cuyas hojas aún las mueve el viento.

Me leíste —leímos—
un rato en el paseo
marítimo. Esa noche
la carne se hizo verbo
o el verbo se hizo carne
y desde entonces vivimos completos.


Ciudad de México, febrero de 2015

Prólogo a Un vago escalofrío de Francisco José Cruz (Editorial Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, 2015).