martes, 8 de septiembre de 2015

HOMENAJE A EUGENIO MONTEJO

© Mª Esther Almao

Algunas palabras sobre Eugenio Montejo
por Francisco José Cruz

Me resulta tan grato como difícil hablar de Eugenio Montejo, maestro y entrañable amigo durante sus últimos dieciséis años, en los que la admiración y el afecto se hicieron uno dentro de mí. Al evocarlo, me embargan la emoción por su ausencia y el temor de no estar a la altura de su recuerdo. Ausencia y recuerdo, esos dos vasos comunicantes de su indeleble obra poética, donde la vida y la muerte borran sus fronteras en un acto de compasiva rebeldía contra el paso del tiempo, haciéndonos sentir, mediante una honda memoria afectiva, parte de un todo que gira confiado con la Tierra.
      Compartí con Eugenio Montejo vicisitudes de toda índole para darme cuenta del estrecho correlato existente entre su poesía y su vida, alimentándose la una a la otra sin solución de continuidad. En este orden de cosas, me viene a la memoria la primera vez en que Chari y yo –meses después de recibirlo en nuestra casa de Carmona junto a Aymara, su mujer y a su hijo Emilio– lo visitamos en la suya de Lisboa, ciudad donde, a finales de 1992, aún ejercía de consejero cultural en la Embajada de su país. En aquellos familiares días en los que nuestra amistad iba arraigando, comprobé el celo con que llevaba a cabo sus tareas diplomáticas, difundiendo la excelencia artística venezolana con el mismo esmero con que leía a un poeta querido o cuidaba de sus propios versos. Siempre relacioné este fervor natural suyo –tan afín a la idea del trabajo gustoso defendida por Juan Ramón Jiménez– con esa suerte de discreta habilidad que empleaba para sembrar nuevas amistades entre unos y otros.
      Así, Eugenio me habló del proyecto musical de Chamario conforme iban surgiendo las canciones del Taller de los juglares, mucho antes de que yo escuchara y apreciara sin paliativos la loable labor artística de Andrés Barrios y Bartolomé Díaz Sahagún, a quienes, gracias a Aymara Montejo, conocí precisamente en el apartamento donde vivió con ella nuestro añorado amigo. Allí fructificó la semilla del cariño que siento hoy por estos entusiastas músicos.
      Según una nota de Eduardo Polo, «escribir para niños es algo perfectamente serio». Esta atinada frase afianza mi idea de que los lúdicos poemas del Chamario, con sus invenciones verbales –siempre dentro, sin embargo, de moldes clásicos– y su tierno humor, reflejan a la vez la rigurosa libertad creadora de Eugenio Montejo y su abierta predisposición al misterio del mundo, cualidades humanas opuestas por completo al monolítico discurso del poder, incapaz siquiera de una broma. Se diría, leyendo o escuchando las ingeniosas historias del Chamario, que el amor por la vida nace de su atrevido juego de palabras, mecidas por viejos y sencillos ritmos.
      ¡Cuántas veces he deseado saber la opinión de Eugenio Montejo sobre este o aquel libro y contarle cualquier circunstancia de mi vida diaria! Desde su muerte, imagino con frecuencia sus respuestas y sus prudentes consejos, como el que me dio en un momento en que me notaría demasiado intransigente con algún error mío: «Fran, tienes que ser más cordial contigo mismo». Es esa cordialidad machadiana la que animó mi trato personal con Eugenio Montejo, cuyo ejemplo moral y estético procuro no olvidar nunca.
      En diciembre de 2011 escribí «Cantos de un triste gallo», poema aún inédito en que el carácter claustrofóbico de mi poesía se da la mano con la condición fantasmal de la suya. Quizá mejor que esta titubeante semblanza, mis versos expresen hasta qué punto me acompaña su magisterio:

Cantos de un triste gallo
  
Cantos de un gallo llegan hasta aquí
desde cualquier azotea cercana,
cantos de un triste gallo que enjaulado
ni tendrá espacio para abrir sus alas.

Lo imagino sin hembras ni corral,
haciendo de su canto una plegaria
a quien pueda escucharla como yo
o acaso solamente a la mañana.

Canto febril de un gallo solitario
que en estas calles no me lo esperaba,
calles donde lo propio es ya el ruido
de los coches y las motos que pasan.

Gallo que en versos de Eugenio Montejo
es un eco remoto de la infancia,
cuyo canto se enreda en las antenas
de ciudades insomnes o sonámbulas.

Cantos de un gallo como agudos gritos
llegan intermitentes a mi casa,
gallo sin grito cuando al fin lo maten
para esta Nochebuena,
                                              si lo matan.

Texto leído en el acto de homenaje
por Bartolomé Díaz Sahagún

© Rafael Hernández
Andrés Barrios © Mª Esther Almao
© Rafael Hernández
Bartolomé Díaz Sahagún © Rafael Hernández 
© Rafael Hernández
© Mª Esther Almao
La guitarra Aixa © Mª Esther Almao

Biblioteca Los Palos Grandes, Sala Eugenio Montejo, Caracas, 2 de julio de 2015