viernes, 9 de enero de 2015

GUSTAVO ADOLFO GARCÉS, ENTRE LO QUE NO SE SABE Y LO QUE NO SE DICE

Una de las tantas satisfacciones que me depararon mis dos visitas a Bogotá junto a Chari, mi mujer, por diversos motivos literarios, en 2003 y 2006, fue conocer y tratar personalmente a Gustavo Adolfo Garcés, de quien había leído tiempo atrás algunos poemas sueltos que ya entonces no me pasaron inadvertidos. Así pues, como me ha ocurrido con frecuencia en mi vida de lector, mi admiración por su poesía es más vieja incluso que nuestra amistad.
      Una palabra cada día mantiene en todo los aspectos creativos la despejada y sutil atmósfera de sus libros anteriores, acordes con las fijaciones sensibles y emotivas de un poeta auténtico que sabe que las experiencias diarias, por mucho que se repitan –o precisamente por ello– nunca se agotan. En este sentido, la división en dos partes del volumen no sugiere, al menos a simple vista, cambio sustancial alguno, salvo, tal vez, un mayor matiz de ambigüedad o de abstracción introspectiva en la segunda, afín, hasta cierto punto, al complejo y escurridizo espíritu de Emily Dickinson, a quién Garcés rinde un discreto tributo al encabezar los poemas de esta parte, a diferencia de los de la primera, con un número aleatorio.
      Las fuentes rastreables de una obra, sin las cuales no existiría, nunca la explican del todo, pero sí nos ayudan a situarla, a ampliar su horizonte y, por ende, a sentir cabalmente, en diálogo con otras de aquí y de allá, de ayer y de hoy, su singularidad y belleza. Las de Garcés nutren una riquísima corriente de ascetismo expresivo y espiritual que, sin salirnos de Colombia, irriga la escritura de José Manuel Arango, en donde calladas aguas de Occidente y Oriente confluyen. De este venero recoge Garcés la actitud contemplativa, la contención verbal y el hecho de que todos los elementos del poema, por insignificante que resulten, cumplan una función necesaria en su organigrama, incluidos los significativos espacios en blanco. Sin embargo, en la poesía de Garcés no hay esa tensión dialéctica ni la flexibilidad métrica de Arango, cuyos versos, sin descartar a veces la prosa, se alargan o se acortan para adaptarse lo más posible al contenido y tono de cada poema. En la poesía de Garcés, al contrario que en la del maestro, los temas se decantan siempre en una misma solución formal, subrayando así su carácter unitario. Los poemas se apoyan en versos encabalgados de arte menor, de medida fluctuante y se distribuyen en secuencias frecuentemente regulares. Estos recursos, al complementarse, favorecen la concentración estática de una idea, una sensación o una imagen para dejarla en primer plano en detrimento de cualquier desarrollo anecdótico. Si el encabalgamiento rebaja la contundencia expresiva hasta lo inaudible, la división estrófica marca el verdadero ritmo interno de los textos. En ellos, cada estrofa delimita un mínimo bloque de sentido. De ahí que, sin necesidad de puntuación, nos dejemos llevar «de uno a otro silencio», atendiendo a la música del significado de que hablaba Roberto Juarroz. En este orden de cosas, es recurrente, pues, encontrar versos aislados entre espacios en blanco, no tanto para destacarlos en la página como para poner la pausa requerida en cada momento.
      Este estricto esquema, basado en escuetas yuxtaposiciones, ya nos avisa de que la poesía de Garcés, sin ser obvia, no da rodeos: su precisión está en su parquedad. Lejos de cualquier idea preconcebida, se diría que, en vez de buscar una concepción del mundo, plantea una lúcida y condescendiente predisposición para aceptar el misterio de la existencia, no exenta, sin embargo, de ramalazos de abierta inconformidad o disgusto. Por esto, como proclama su poema «Poética», «los versos / […] son todo curiosidad / y expectativa». Poesía que encuentra su fértil terreno entre «lo que no se sabe / y lo que no se dice», entre el asombro y la pregunta, donde está «todo / consagrado / tal vez / a ocasionarnos / pequeños / estremecimientos», mediante breves estampas humanas, impresiones anímicas o esenciales imágenes de la naturaleza. La manera de acercarse a estas últimas y dejarlas en el poema, sin más aditamento que su sola presencia, es hermana de la de Nuevas canciones de Antonio Machado. Una de ellas, escrita en Baeza y tocada de nostalgia por Soria, reza así: «Y habrá cigüeñas al sol, / mirando la tarde roja, / entre Moncayo y Urbión». ¿No nos transmite esta coplilla la misma imantación contemplativa que el poema «Águila» de Garcés: «Entre la luz roja / del atardecer // anda y desanda / el cielo»? Quizá la diferencia entre ambos poemas, amén de la rima y el metro, estribe en un mayor grado de entrañable cordialidad del primero, dadas las cautelosas prevenciones del poeta colombiano con el lenguaje, que no en vano es recurrente asunto de sus poemas. Esta suerte de desconfianza expresiva o extrema exigencia me trae a la memoria esta voz del argentino Antonio Porchia: «Cuando digo lo que digo es porque me ha vencido lo que digo».
      Una palabra cada día o, lo que es casi lo mismo en este indeleble mundo poético, un poema cada día para rumiarlo con la demorada atención que merece.

Francisco José Cruz
Carmona, septiembre de 2014

Prólogo a Una palabra cada día de Gustavo Adolfo Garcés (Letra a letra, Bogotá, 2015)