lunes, 4 de agosto de 2014

HUMBERTO AK'ABAL, POETA DE DOS LENGUAS Y UN MUNDO

Humberto Ak'abal y Francisco José Cruz en la Plaza de San Fernando, conocida popularmente como Plaza de Arriba. Carmona, octubre de 2011. ©R.Acal
En junio de 2001, Humberto Ak’abal dio una memorable lectura en la Biblioteca Municipal de Carmona para presentar el nº 16 de Palimpsesto, en cuya colección editamos el volumen Todo tiene habla, una representativa antología de sus poemas hasta esa fecha. Desde entonces, el poeta guatemalteco nos ha visitado varias veces más y ha colaborado en la revista asiduamente con versos y prosas de diversa índole. Esta entrevista es, pues, el lógico resultado de tan estrecha convivencia y, en cierto modo, la culminación del conocimiento humano y literario de un hombre cordial, de fácil trato, atento y comedido, cualidades que se corresponden con su amplitud de miras y el espíritu acogedor de su poesía.
      Cuando Chari y yo, leímos hace ya casi tres lustros unos pocos poemas suyos, muy breves, en un número de la revista colombiana Casa de Poesía Silva, no sospechamos, ni por asomo, que eran en realidad autotraducciones del maya k’iche’ y que adquirían su cabal sentido en el conjunto de una obra arraigada con tenaz ahínco en los mitos, costumbres y tradiciones de su cultura indígena, al punto de convertirse –pese a su delicada intimidad– en la voz y la memoria de un pueblo zarandeado por los violentos vientos de incesantes avatares históricos. Sin embargo, no debemos confundir la condición étnica de Humberto Ak’abal –como por desgracia le sucede a una parte de la crítica con demasiada frecuencia– con los valores estéticos de su escritura. Aquélla nos interesa sólo en la medida en que nutre el lenguaje y los temas más propios de este genuino poeta de dos lenguas y un mundo.

―En «Ausencia recuperada», breve y conmovedor texto autobiográfico, incluido en Todo tiene habla (2000), confiesas que la pobreza de tus padres te dejó sin niñez. A los seis años ya ayudabas a tu padre a cargar leña y muchos poemas tuyos, con una desnudez que habla por sí sola, muestran las consecuencias individuales y colectivas de esta situación, como «Cansancio», «Sin puertas», «Sal negra», «La esclava» o «Lejanía». Este último reza así: «En este país pequeño/ todo queda lejos: // la comida, / las letras, / la ropa…» ¿Qué sentimientos albergabas entonces ante tantas carencias? ¿Cómo te defendías de ella y en qué aspectos han marcado tu vida?

―Cuando yo era pequeño no tenía conciencia de nuestra pobreza, para mí era normal andar remendado o roto. Al entrar a la adolescencia y juventud me enfrenté a nuestra realidad. Fue duro ese encontronazo, me dolió, sí, me dolió mucho. Desgraciadamente, mi padre había caído en el alcoholismo y eso contribuyó a que nuestra situación fuera aún más difícil. Experimenté un choque de sentimientos, frustración, vergüenza, inseguridad. Y aquí mi madre fue un ejemplo y bastión de dignidad. Ella me infundió el amor a los oficios y me incentivó a mirar la vida con la frente en alto. Sacando fuerzas de no sé dónde, no me refugié en la amargura ni en la envidia. Trabajé la tierra al lado de mi padre, fui tejedor de cobijas elaboradas con lana de oveja y obrero. Me acomodé a mis limitaciones económicas. Después del trabajo del día a día, buscando cómo paliar mis horas libres, me propuse aprender a tocar guitarra con la ayuda de un amigo tejedor. Acordes elementales, nada complicados, pues en el pueblo no había escuelas de música, todo se hacía al oído. Eso fue una gran liberación, yo andaba por el pueblo con ella al hombro, cantando, dando serenatas y haciendo algunos amigos. El hecho de cantar y tocar me ayudó a agarrar seguridad.
      Aparte de la guitarra, los libros fueron un fuerte apoyo y vinieron a ocupar un lugar fundamental en mi vida, ayudándome a superar paso a paso mis inseguridades. Desde entonces, me acostumbré a la vida sencilla. No tengo lujos, mi casa es modesta. Aprendí que la felicidad no depende de la pobreza ni de la abundancia.
      Recuerdo que en una ocasión una de mis traductoras francesas, que me conoció cuando yo aún era obrero, me dijo: «usted siempre habla de su pobreza, pero yo le veo bien vestido». Había una razón detrás de esa observación porque yo trabajaba en fábricas de ropa. Después de haber comenzado como barrendero, aprendí a usar máquinas industriales y, finalmente, llegué a diseñador. En las fábricas siempre había sobrantes de telas y esos sobrantes los vendían a precio simbólico o nos lo regalaban. Con ellos diseñaba y confeccionaba mis pantalones y camisas, y de allí que anduviera «bien vestido», como diría mi traductora. Lo irónico era que mis ropas eran de telas finas y yo andaba con zapatos viejos y sin un centavo en los bolsillos. Esta circunstancia hizo que no se advirtiera mi pobreza.
      Pero las paradojas me siguen. Ahora hay gente que cree que tengo mucho dinero porque se entera que viajo a diferentes países, invitado para leer mi poesía y hablar de ella. Cada vez que aparece alguna noticia sobre mí en la prensa, piensa que me pagan un dineral por esas notas. Qué difícil es explicar que no es así. Hasta un funcionario de cultura, hace ya algunos años, casi a gritos me preguntó que cuánto dinero estaba yo recibiendo de la comunidad europea. Pero aún hay cosas más absurdas o ridículas: uno de esos políticos ignorantes me dijo que por qué no le dejaba yo un recuerdo al pueblo, por ejemplo, que empedrara una calle; y otro, que por qué no construía un teatro… Como ves, no ha sido fácil mi transitar por estos caminos. Y eso se debe en gran parte a la pésima educación que tenemos en el país y a la falta de cultura de lector.

―Según cuentas también en el referido texto, los mayores de tu comunidad eran reacios a mandar a los niños a la escuela por temor a contaminaciones ideológicas o religiosas. Para evitar que fueran, incluso los ocultaban. Tu poema «Mi vecino», con la vivacidad del diálogo, expresa la pena y posterior alegría de un muchacho por asistir a la escuela, en la que, por cierto, sólo estuviste hasta los doce años. ¿Cómo encajaste esta experiencia en su momento, pese a la desconfianza de la familia, cuyos valores se asentaban en una cultura ágrafa? ¿Te supuso algún conflicto o contradicción íntima entre el conocimiento heredado y el adquirido a través de la enseñanza oficial?

―En un principio yo tenía mucho miedo, aunque la curiosidad de ver y oír cosas nuevas fue la clave en ese momento. Y, de alguna manera, también la sensación de libertad me ayudó a sobreponerme al temor y mantener así mi interés por la escuela. En este sentido, no tuve ningún conflicto conmigo mismo.
      El problema fue el racismo, discriminación o desprecio porque había un claro favoritismo hacia los no-indígenas. Casi siempre eran los llamados para ponerlos delante de nosotros, eran el rostro de la escuela, y a los inditos (como solían llamarnos con despectivo paternalismo) siempre nos ponían atrás. Aquí fue donde les di la razón a los viejos. Esa experiencia fue difícil, al descubrir de golpe los dos mundos: el de los indígenas y el de los no-indígenas. Y no podíamos quejarnos porque las cosas empeorarían. Las leyes tampoco nos favorecían. Así que los abuelos le temían a la escuela por esas duras experiencias.
      Aparte de esto, los modestos conocimientos que fui adquiriendo me ayudaron a clarear los conocimientos heredados. Lo valioso para mí de la escuela fue haber aprendido a leer y escribir. A partir de allí comenzaron mis búsquedas. El mundo se me expandió y esas lecturas me sirvieron además para leer mi propio entorno, valorar mis raíces y no avergonzarme de mi gente, de mi pueblo, ni de mis antepasados. Inconscientemente quise decirles a los abuelos que la escuela, aparte de sus aspectos negativos con respecto a nuestros modos de ser, perfectamente podría ser aprovechada para reforzar los valores culturales nuestros y para ver con otros ojos la espiritualidad y las ideas de nuestros antepasados. Mi educación escolar terminó con la primaria, pero mi inquietud por los libros no ha terminado. Leo para entender, pero muchas veces he leído cosas que no entiendo y, cuando estoy frente a esas páginas, me recuerdo que mi ignorancia era mayor. Creí en muchas cosas en las que ahora ya no creo y sufro porque algunas personas que me conocen piensan que ya no soy el que era y me aíslan. Y, claro, ya no soy el que era en muchos aspectos, pero en el fondo no he cambiado. Sólo que hoy miro las cosas de otro modo. ¡Qué gran luz han sido los libros en mi camino!

―Uno de los objetivos principales de la escolarización era enseñar castellano a la población indígena. Tu poema «El viejo canto de la sangre», que abre Las palabras crecen (2009), comienza: «Yo no mamé la lengua castellana». Y, más adelante, otro verso reconoce que «esta lengua es el recuerdo de un dolor», aludiendo a los estragos causados por la conquista española. Sin embargo, siempre dispuesto a ver la parte positiva de las cosas –una de las cualidades morales de tu obra– admite que esta lengua impuesta se convirtió en la llave para entrar a otros mundos. Cuéntame cómo viviste esos primeros pasos de aprendizaje y las expectativas, buenas y malas, que te suscitaron, ahora que dominas el castellano.

―La lengua en casa era el k’iche’. Aparte de eso, hablábamos un castellano muy rudimentario para efectos de comunicación con quienes no hablaban nuestra lengua. Como no teníamos educación castellana, nuestro lenguaje era reducido y muy mal pronunciado. Muchos se burlaban de nosotros, y eso se debía a que en lengua k’iche’ no tenemos algunos sonidos, por ejemplo, el de la letra «f». Así que no podíamos decir «fósforos» y recurríamos a un sonido parecido y decíamos «pósporos», o no podíamos decir «final» y decíamos «pinal». Bueno, cosas como ésas provocaban la burla de nuestros interlocutores.
      De allí que recalco lo de las lecturas. Ellas me ayudaron a distinguir los sonidos de una lengua y de otra. Así mismo, a valorar a ambas. Hice la diferencia de las riquezas que me proveía el bilingüismo. Fue un chispazo descubrir que el castellano me impulsaba al futuro porque por medio de él comencé a descubrir el mundo, y, a la vez, comprobar el valor de mi lengua k’iche’ porque ella es mi pasado, mi identidad, mi permanencia, la certeza de mi yo.

―Como ya hemos dicho, a los 12 años abandonaste la escuela para ir a trabajar en condiciones humillantes a la capital guatemalteca, y de los trece a los veinte, de nuevo en Momostenango, tejiste lana de oveja con tu padre hasta su muerte, en que volviste a la capital, huyendo de la guerra. En este ambiente, tan ajeno a los estímulos literarios, tú comprendiste, según escribes en «Ausencia recuperada», que «leer es un acto de humildad». ¿A qué te refieres?

―Creo que es un acto de humildad porque, a medida que uno lee, en silencio comienza un viaje a su interior. Paso a paso va midiendo su estado de ánimo. Cada frase o cada párrafo que uno lee, y que lo impulsa a la reflexión, es también una manera de observar su propia conciencia y entra uno a un estado meditativo. Es como entrar a un espacio sagrado de recogimiento, alejado de todo lo que le rodea…
      Y gracias a la lectura me he hecho una cultura general. Esto me ayudó a comprender y a respetar otras ideas y otras formas de ver y pensar. Así que veo la lectura de los libros como peldaños más altos que yo. Requiere esfuerzo para alcanzarlos. Es irónico esto que digo porque los libros son lo más accesible que hay. Sin embargo, levantar el brazo para tomarlos y leerlos, muchas veces requiere humildad porque es reconocer su ignorancia.

―Publicaste tu primer libro, El animalero, en 1990, a los treinta y ocho años. ¿Tuviste dificultades para editarlo antes o esta demora se debió solamente a la necesidad de madurar tus temas y tonos más propios? Al hilo de esto, ¿qué hechos te ayudaron a encontrarlos y cuándo cobraste conciencia de ser poeta más allá del legado recibido de los cantores y marimbistas de tu rama paterna? En definitiva, ¿qué te inclinó a escribir en vez de cantar como ellos?

―¿Qué si tuve dificultades? Vaya… Había que luchar contra un montón de cosas. Una de ellas era el hecho de que un provinciano tuviera el atrevimiento de presentarse como poeta en la ciudad, y encima «indio».
      Te cuento un par de anécdotas: mi recordado amigo, el poeta Luis Alfredo Arango, apreciaba mi trabajo. Él lo sugirió para que el Departamento de Letras del Ministerio de Educación me publicara mi primer libro, y ya que el maestro lo sugería, dijeron que sí. En esos días, un joven poeta, que trabajaba en ese departamento, tenía en sus manos elaborar una colección de poesía guatemalteca. Por eso se creyó que por allí podría caber un libro mío. Así que le dieron a él mi manuscrito. Una vez me lo señalaron en la calle, ya que yo no lo conocía, y me atreví a saludarlo para presentarme como autor del poemario. Él fue parco en su respuesta: «Ah, vos sos al que le está haciendo propaganda el maestro Arango, vos sos el autor de esas cosas. Pues no te voy a incluir porque yo estoy trabajando la poesía urbana y lo tuyo son cositas rurales…». Y recuerdo que le pregunté: «¿Y dónde comienza lo urbano de Guatemala?...». Allí terminó aquella desabrida conversación. Luis Alfredo se entristeció y me dijo que no me preocupara, que solían pasar esas cosas, que tuviera paciencia. Otro día me sugirió que fuera al Diario de Centroamérica, el periódico del Estado, que dirigía un talentoso joven, para que le llevara algunos de mis poemas y los incluyera en su suplemento literario. Y fui. Ese talentoso joven me vio y me dejó parado en la puerta como una hora y luego me dijo: «¿Qué quiere?». Le respondí que era un poeta de provincia y que traía algo de mi trabajo para ver si era posible que me lo publicaran en el suplemento literario Tzolkin. Le presenté mis páginas en su escritorio, las vio y me dijo: «No escriba mierdas, esto no es poesía y no me quite más el tiempo…». Tuve que esperar ocho o diez años para que finalmente se publicara mi primer libro, El animalero.
      Con respecto a mis propios tonos, creo que ya los traía en la sangre. Mis abuelos eran músicos marimbistas y mis abuelas contadoras de cuentos. Lo demás fue mantener la mirada a mis derredores, a nuestras propias maneras de ser, a los colores y sabores propios de mi pueblo. Allí estaba mi voz. Lo único que hice fue apropiarme de ella y levantar los ojos con dignidad porque creo que la ética de lo que uno es no cambia. No hago diferencia entre mi forma de hablar y mi forma de escribir, en ambas soy el mismo.
      ¿Por qué no fui cantor como mis abuelos? Aquí ocurrió algo de lo que no soy consciente. Mis abuelos fueron músicos al oído, mis abuelas, contadoras de cuentos, echando mano de su memoria. Posiblemente, el hecho de haber aprendido a escribir me guió al placer de leer y releerme, pero no fue algo que yo me haya propuesto. Fue quizá como continuar con la tradición de la familia, sólo que de una manera distinta. Aunque yo sigo creyendo que el sonido de mi lengua materna es musical.

―En «Una poesía de confluencias», prefacio a Las palabras crecen, te sitúas ante el k’iche’ y el castellano y dices que «a estas alturas del tiempo, tengo una cultura mixta», al punto de que las dos lenguas «en algún momento, se funden en mí, alimentándose una a la otra». ¿De qué modo práctico te afecta a la hora de componer? ¿Cómo llevas a cabo la tarea de autotraducirte? ¿Piensas los poemas en los dos idiomas a la vez? ¿Qué ventajas te ofrece el castellano sobre el k’iche’ y viceversa?

―Es curioso, hay cosas que me surgen directamente en castellano, aunque, según yo, con fuerte asidero a mi entorno cultural, pero también hay otras que sólo en mi lengua materna es posible concebirlas. Mis temas y mis preocupaciones me delatan y no creo que ninguna lengua se sobreponga a la otra. Para mí, la poesía debe estar cerca de la gente para entablar una comunicación y, en este sentido, el considerarme totalmente bilingüe me ha ayudado mucho.
      Como no tenemos traductores en nuestras lenguas mayas, la autotraducción es una necesidad para universalizar el pensamiento. Tiene la ventaja de que uno puede jugar con las ideas para moldearlas en el texto y traicionarse con gusto, y quizá la desventaja de que otro te traduzca está en que el texto puede adquirir un carácter distinto. De todos modos, hablar los dos idiomas me ha dado nuevas posibilidades: el castellano, para comunicarme con una gran parte del mundo y el k’iche’ me mantiene cerca de mi gente. Lo más sorprendente para mí es que, desde el idioma k’iche, también puedo ver el mundo con otros ojos y, desde el idioma castellano, ver mi cultura con otra mirada. Soy un poeta bicéfalo.

―En este mismo prefacio escribes que «llevar mi pueblo a un libro es todo mi esfuerzo». Este es uno de los propósitos más evidente de tu obra, al punto de que en ella hay bastantes poemas dirigidos, ante todo, a quienes, no perteneciendo a tu etnia, desconocen la cultura maya, su cosmovisión y formas de vida. Por esto siempre me han parecido estar escritos originalmente en castellano, como «Sombra» o «Ri ja-La casa» («Uchi’ja / (boca de la casa), / puerta. // Ub’oq’och ja / (ojos de la casa) / ventanas.»), donde la intención didáctica se convierte también en un recurso estético. ¿Compartes mi opinión a este respecto? Háblame de este singular fenómeno característico de tu escritura.

―Aunque parezca pensado o escrito originalmente en castellano, es todo lo contrario porque, justamente, sabiendo cómo nombramos las partes de una casa en nuestra lengua maya, viéndola con seriedad como si fuera una persona, mentalmente me preguntaba si no cobraría otro carácter al traducirla. Y, efectivamente, descubrí que producía otro efecto. Aproveché ese recurso para intercalarlo en los versos. Y como necesariamente hay que hacer el poema bilingüe, me pareció que era como poner a dialogar las dos lenguas. Eso me gustó y he repetido la experiencia. Creo, además, que esos poemas muestran cómo salto de una lengua a otra. Los versos van traducidos simultáneamente en un breve texto, donde se expresan dos culturas lingüísticas. No sé si es demasiado atrevimiento esto que digo, pero es algo que se me ocurre así, sobre la marcha.

―«Ritos, mitos, costumbres y tradiciones entrelazo en mis versos, con el miedo de que estas manifestaciones en el futuro ya no estarán más». Extraigo esta frase de tu texto «Un fuego que se quema a sí mismo» (Palimpsesto nº 21, 2006), anterior a otros dos, uno en verso y otro en prosa («Y llegó el Oxlajuj Baqtun» y «Reflexiones de un poeta maya», Palimpsesto nº 28, 2013), en los que lamenta sin paliativos la ignorancia que de tu cultura tienen las generaciones actuales de mayas y su falta de interés en reavivar ciertos valores espirituales. Jóvenes en terreno de nadie, tan fuera de su mundo nativo como mal integrados en el occidental. Ante este panorama, ¿cómo preservar las tradiciones propias sin estancarse, de manera que sigan dando respuestas útiles a quienes vienen de camino? ¿Dónde está el secreto para no caer ni en la nostalgia estéril ni en el contagio indiscriminado de creencias y hábitos foráneos?

―El amor y la claridad. Amor a mis raíces, a nuestros caracteres particulares. La capacidad que tuvieron mis ancestros de crear un calendario lunar y un calendario solar, el descubrimiento de los números y su creación de un conteo vigesimal y una particular espiritualidad, entre otras cosas, son la respuesta permanente de el porqué una mirada hacia atrás es necesaria para reafirmar nuestros pasos hacia el futuro.
      Y claridad para ver más allá, valorando lo nuestro sin menospreciar los aportes de otras culturas. Nunca he pretendido encerrarme para evitar contaminaciones extranjeras. No quiero decir que esto ha sido fácil. He tenido mis tropezones, sin embargo me he esforzado para mantener el equilibrio. Decir que todo ha sido llano, sería engañarme. Pero, para poder tomar lo que el buen juicio nos permite de otros, sólo es posible en tanto tengamos en alta estima nuestros valores.

―Este sentimiento de pérdida alcanza también a los espantos, que determinaron tu sensibilidad de niño y, por ende, constituyen la misteriosa atmósfera emocional de tu poesía. Los espantos, en forma de ruidos, sombras, extrañas visiones, intuiciones inquietantes… son indicios premonitorios, energías positivas o negativas, según los casos, que alteran la normalidad de la vida. Como muy bien explicas en «El otro que está allí», epílogo en prosa al largo poema narrativo El pájaro encadenado (2010), ellos son «maneras de comprender lo inexplicable con su contexto de símbolos». Sin embargo, en el mismo texto, reconoces que «ya no hay espantos en este tiempo», desde que apareció la luz eléctrica y acabó con su ambiente más propicio: la oscuridad y la separación entre las casas que imponían los campos de cultivo. Ahora, según indicas también, «el terror ha destruido la capacidad de asustarse». ¿Cómo valoras esta transformación y la ausencia de espantos en tu comunidad? ¿Qué los sustituye para defenderse de lo incomprensible?

―Eso de que por la luz eléctrica ya no aparecen los espantos fue una respuesta de mi madre, no mía. Aunque pareciera que por la demografía y la luz eléctrica los espantos hubieran desaparecido, tengo que reconocer que no es del todo cierto porque de una u otra manera subyacen. También por otros medios se ha querido desplazarlos: por las religiones que se han propagado o por los estudios académicos que se han extendido. En algún momento, uno se sobresalta frente a ese «algo que aparece allí», como si su inconsciente guardara alguna reminiscencia de esas sensaciones que nos unen a nuestras creencias.
      Desgraciadamente, la violencia que vive nuestro país en la actualidad ha endurecido el corazón de muchos y, a pesar de eso, frente a lo incomprensible, no se puede permanecer impávido.

―«Los espantos fueron mis maestros de poesía […] La poesía del miedo inocente y la inocencia del miedo», escribes en el introito a El pájaro encadenado, poema que narra sin ahorrar detalle el paulatino desquiciamiento de un hombre poseído por los espantos. Pero más allá del riquísimo poder simbólico y la belleza que éstos proyectan sobre tu obra, ¿no corre el lector actual el riesgo de considerarlos meras supersticiones, desprovistos ya, como hemos visto antes, de su razón de ser? Pienso, por ejemplo, en los poemas «El guacal de agua», «Plática», «El toquido»… y en los cuentos «La chilca», «Las canas del árbol» o «El tecolote dormido», testimonios de las variadas formas de provocar a los espantos y protegerse de sus apariciones.

―Pues, claro, que es un riesgo, pero es algo que viene muy ligado a mis vivencias y no puedo ignorarlas. Ya están en mis libros y no me arrepiento porque amo lo que escribo. Yo respeto la posición que tome el lector frente a mis textos, pero yo escribo como soy. En todo caso, se vea como se vea, para mí son un testimonio de mi tiempo y una reminiscencia de mi niñez. De hecho, mi poesía está alimentada y ligada a los recuerdos, estrechamente agarrada a ese niño que llevo dentro. Seguramente, en otras culturas estas cosas ya no tendrán sentido. Sin embargo, para mí sí lo tienen porque forman parte de mi formación.
      Y en otro contexto, en el mundo sigue habiendo cosas inexplicables sobre las que aún no se da la última palabra.

―Tu obra está imbuida de una dimensión sagrada en la que todo tiene habla y los seres animados e inanimados encuentran su sentido en el tejido polícromo que el pasado, el presente y el futuro urden en una cosmovisión circular del tiempo, llena de señales. Los pueblos mayas han entrado hace poco en una nueva era. ¿Qué cambios cualitativos en esta rueda de repeticiones distinguen unos periodos de otro y cómo inciden en la vida espiritual de la gente?

―Hagamos un breve resumen, retrocediendo en el tiempo, para encontrar una respuesta a tu pregunta. Las formas de contar el tiempo, los calendarios, se han mantenido gracias a los rituales que los acompañan. Por eso, creo que las ceremonias han ejercido un papel didáctico fundamental. Si éstas desaparecieran, tal vez los calendarios también perderían vigencia o, quizá, quitando los ritos, se verían con más claridad que la base de todo es el número, la exactitud.
      A lo largo de quinientos años han sufrido desgaste estos rituales: por las sucesivas persecuciones de las religiones católica y evangélica, por la época del conflicto armado y, en la actualidad, por el internet, la radio… Sin embargo, siempre hubo personas que fueron inamovibles en sus creencias que, no importándoles los acechos y los acosos, mantuvieron la vigencia de los calendarios y los rituales. Aparte de esto, la antropología ha jugado un importante papel, porque, si no fuera por ella, muchos datos quizá se hubieran perdido para siempre. Sus investigaciones han sacado a luz valiosas informaciones y han atraído la mirada del mundo.
      Así que ese despertar que trajo la nueva era, por lo menos, atrajo la atención de algunos jóvenes. Es una generación que se acerca con interés de aprender de los pocos viejos que nos quedan. Creo que se está retomando esa espiritualidad con nueva mentalidad. Ya no se le ve simplemente como una ceremonia cíclica, sino que se aprovechan las ciencias matemáticas que están inmersas en ella, la preocupación por la tierra, «la madre tierra», los valores morales de nuestras culturas… Claro, no es que esto sea un sacudón para que ponga a temblar a medio mundo –ojalá así fuera–, sino que sigue siendo mínimo. Según cálculos, es apenas el 1% de la población de casi 15 millones de habitantes del país.

―Uno de tus abuelos fue chamán o sacerdote indígena. ¿En qué aspectos te sirven aún sus enseñanzas y prácticas mágicas y de cuáles, al cabo de tantos años, integrado en la vida occidental, digamos, eres escéptico? Te lo pregunto al margen del testimonio que tu poesía nos da del sentimiento religioso de tu pueblo.

―Hubo un periodo de mi vida en que sepulté dentro de mí todo lo relacionado con las cosas de mis abuelos. Sin embargo, inconscientemente, fui volviendo a aquellas enseñanzas, sobre todo a la observación del comportamiento de los fenómenos físicos, de los animales y la interpretación de los sueños. Mi asombro es que siguen siendo exactas las respuestas como en el tiempo de mis abuelos. Así que no puedo sino creer en estas cosas, aunque no practique rituales ni ceremonias. No lo hago porque no es cuestión de que quiera o no, sino porque quienes ofician ceremonias son personas seleccionadas para ese fin, son «iniciadas». Y esto no me impide que me relacione con la vida «occidental». Mantengo un diálogo intercultural. Lo que yo soy está dentro de mí y, vaya a donde vaya, no lo puedo borrar así como así. Yo soy yo entre amigos de otras culturas o países.

―Juan Guillermo Sánchez, en su tesis Poesía indígena contemporánea: memoria e invención en la obra de Humberto Ak’abal (2008), rastrea en los elementos de la naturaleza más presentes en tu poesía –como la piedra en el poema «Tum Ab’aj»– aquellos signos o significados de cariz sagrado, ocultos al lector profano. ¿En qué aspectos formales y temáticos el Popol Wuj o Los señores de Totonicapán condicionan tu escritura?

―Es muy difícil para mí ver esas cosas en mi poesía. De pronto, en algunos de mis poemas quizá, se sienta un aire que remita al Popol Wuj, pero no es consciente. Creo más bien que se debe a que hablo la misma lengua en la que fueron escritos esos libros, el idioma k’iche’.
      Por otra parte, nuestras comunidades no conocen el Popol Wuj como lo conoce el mundo a través del libro impreso. Hay que acotar que el mayor porcentaje de analfabetismo se encuentra en las poblaciones indígenas. Los cuentos de la mitología de la creación se manejan sueltos, en la oralidad, casi siempre recreados por nuestros abuelos. Cuando yo leí el libro, de alguna manera fue nuevo para mí porque yo lo conocía de modo disperso, fragmentado. Fue también una sorpresa descubrir un libro que contuviera nuestros mitos. De allí que algunas personas no-indígenas aprovechan para decir maliciosamente que los mismos indígenas no conocen su libro. Claro que no lo conocemos en el orden en que está impreso, pero eso no quiere decir que seamos ajenos al contenido. Así que, quizá, por eso se sienta el aliento popolwújico en mi poesía. Todo esto lo digo aventurando, no consciente de causa.

―«El predicador» es el título de un cuento y de un poema tuyo. Ambos, desde perspectivas y técnicas distintas, muestran con la sola exposición de los hechos la intromisión de los cristianos en las creencias mayas y el efecto ridículo que en los conversos puede producir la mala asimilación del nuevo credo, como se comprueba en los siguientes versos del mencionado poema, cuya parodia, surgida del mismo lenguaje, me hace pensar que está compuesto originalmente en español: «Hermanos, vamos a leyer /en la pistola de San Pablo / a los ebrios…». Háblame de tu experiencia personal con este fenómeno y de sus consecuencias en tu comunidad.

―Como ves, el predicador, justo por no saber hablar correctamente el castellano, da un discurso jocoso, pero jocoso para quien lo escucha y lo hable bien. El que predica lo está haciendo con seriedad; así que esa tergiversación del lenguaje demuestra la realidad tal cual es: que no se tiene idea clara de lo que la religión occidental quiere transmitir porque, sin proponérselo, el predicador hace una recreación graciosa, dando como resultado que no está transmitiendo nada y que no ha comprendido nada. Yo sólo aprovecho ese recurso para darle carácter poético.
      Quizá debiera agregar algo más. Según mi apreciación, desgraciadamente las religiones mantienen a la población con la mentalidad de la edad media, esa que trajeron los frailes en el siglo XVI, porque se insiste y se le da más énfasis al hecho de creer que al de pensar. Con la fe se mantiene al pueblo lejos del camino de la racionalidad. Por esos vericuetos encuentro algunos elementos que alimentan mi poesía. De allí esos poemas entre humor e ironía.

―Tu obra no cuestiona las bases de tu cultura, al contrario que la de muchos autores occidentales con la suya propia, pero sí delata sin tapujos conductas reprobables y más o menos recurrentes como el maltrato a las mujeres. Ejemplos de esto son el escalofriante relato «Grito en la sombra» (cuyo protagonista es un niño testigo de las palizas de su padre a su madre) o el poema «Tiernas y marchitas». ¿Cabe la crítica inconformista, aunque sea desde el plano artístico, en una sociedad no desmitificada, según tus textos nos la presentan?

―Creo que lo que hago es un atrevimiento porque nosotros mismos, los miembros de estas culturas, no queremos ver esos comportamientos nefastos que se dan en nuestro medio. Y los de fuera, muchas veces quieren vernos de manera idílica, pero no es verdad. Por eso, no puedo callarme, no puedo soslayar ni pasar desapercibidas ciertas cosas porque, si bien es cierto que respeto y aprecio muchos de nuestros valores, también es verdad que no soy ciego para no ver los lados oscuros. Así que los voy entrelazando en mis escritos, con la idea de que se nos vea tal cual somos, pero también –y es lo que más quisiera– para que nos veamos nosotros mismos. No es fácil porque, entre quienes me han leído, no reparan en esos detalles, no los ven o, intencionalmente, hacen la vista gorda. Mis textos solo quieren ser auténticos, con sus aciertos y sus flaquezas.

―Tanto en tu obra en verso como en prosa no es raro el tono humorístico. A veces es la mera consecuencia de una estampa costumbrista, pero otras parecen mecanismos de defensa ante situaciones peliagudas o íntimas. Háblame de la importancia que le otorgas al humor a la hora de escribir.

―El humor es algo muy característico del idioma k’iche’. En general, nos reímos mucho de nosotros mismos. Hay, si cabe, casi una irreverencia a todo: al nacimiento, al matrimonio, a la vejez, a la muerte, al hambre, a la tristeza, al dolor, a las enfermedades… En fin, yo diría que lo empleo en mi poesía con naturalidad. A lo mejor ese es uno de los rasgos más k’iche’ que pueda encontrarse en mi obra.
      Con esto no quiero decir que nos estemos riendo todo el tiempo, ni que todo lo convirtamos en chiste. Tomamos con seriedad el trabajo y la palabra es sagrada y, cuando lloramos, lloramos de verdad, sentimos dolor y sufrimos. Así que el humor tiene sus momentos. Depende mucho del grado de confianza y amistad que se tenga entre unos y otros. Y algunas veces es espontáneo. No le faltamos el respeto a nadie, aunque no falta uno que otro patán. Tenemos las mismas debilidades de otras culturas.

―También el sentido del humor alienta algunos poemas amorosos, sobre todo aquéllos que reflejan un malentendido que impide la relación de una pareja. Pero, en general, hay en tus poemas de amor un sentimiento compasivo, infrecuente en la poesía moderna, que va más allá del deseo o la belleza misma, como, por ejemplo, «La luna en el agua»: «No era bella, / pero la sentía en mí / como la luna en el agua». Háblame de los diversos tonos sentimentales en tu obra y en qué medida se necesitan unos a otros: el compasivo, el humorístico, el costumbrista o el propiamente erótico.

      ―Qué difícil es responder esta pregunta porque no me propongo nada cuando escribo. Es algo que surge en algún momento dado. Aunque parezca mentira, fui muy tímido. He trabajado mucho para vencer mi timidez. Creo que influyó mi cojera. Me enamoré siempre en silencio. Años más tarde, comencé a darle carácter poético a algunos episodios de mi juventud y, como creo que los años no pasan en balde, fui viendo con madurez esos recuerdos, trasladándolos al papel, recordando con otros ojos y con otro sentido aquellos años juveniles. Quizá eso influya en los tonos con que se presenta mi poesía amorosa.
      Además, como ya he dicho, el humor es una característica de nuestra lengua y, a veces, recurro a él porque siento que es la vía por donde el poema fluye mejor. Lo costumbrista es inevitable, forma parte también de mi cultura. El erotismo, como quizá se puede entrever en algunos de mis poemas, está manejado algunas veces de manera ritual y otras, de modo sutil, sugerente. Referente a lo compasivo, a lo mejor yo soy especie de crisol de mí mismo.

―Poemas como «Hoy» u «Otra vez la lluvia» expresan la necesidad de olvidar algo que no se revela, a modo de doloroso secreto del que el lector no es partícipe. ¿Cómo ves ese sutil equilibrio que tu poesía mantiene entre palabra y silencio, recuerdo y olvido?

―A veces se me vienen a la memoria sucesos que quizás serían intrascendentes, pero que, en algún momento de mi vida, me afectaron mucho: experiencias tristes y dolorosas que no puedo, no me atrevo o me da vergüenza nombrar, y quisiera olvidarlas. Por eso, cuando las escribo, las dejo en silencio por la necesidad de olvidar ese algo que no se puede olvidar.
      En otros poemas, he planteado mi convencimiento de que el olvido no existe. Me refiero al hecho de que mientras uno tenga uso de conciencia, no es posible olvidar ciertas cosas, aunque en la vejez, se olvide casi todo.
      Además, siento que la poesía está allí en ese silencio. Me parece que dejar flotando al lector, es meterlo dentro del poema.

―El novelista Mario Monteforte Toledo, refiriéndose a tu estilo, señala que la brevedad de tus poemas corresponde a usos de tu cultura ancestral. Sin embargo, la sobria precisión de tus imágenes y su sugerente lirismo, cargadas de significativos silencios, dan a tus versos cierta sensibilidad oriental, como vemos «En el manantial», cuya factura es propia del haiku, pese a que, igual que hizo el mexicano José Juan Tablada con sus composiciones japonesas, no respete la métrica ortodoxa de las diecisiete sílabas: «En el agua quieta, / una libélula de alas coloradas / navegaba sobre una hoja seca». ¿Por qué y de qué manera la brevedad opera en tu tradición? Ya con tu obra en marcha, escribiste Ovillo de seda, conjunto de poemas que recoge tu experiencia por el país nipón. ¿Hasta qué punto recibes una influencia consciente de su literatura?

―Cuando salió a luz mi primer libro, muchos creyeron ver en él la influencia del haiku y, aunque parezca increíble, la poesía japonesa la descubrí años más tarde.
      La brevedad es otra característica del idioma k’iche’. Muchas veces, para lo que se quiere transmitir, son suficientes dos o tres palabras; así que ese es un recurso que también he aprovechado.
      Cuando tuve oportunidad de viajar a Japón, experimenté una sensación sorprendente porque, aunque no hablo el idioma, me identifiqué inmediatamente con esa cultura. Por ahí, doy crédito a la inmigración asiática a través del Estrecho de Bering, en ese remoto pasado.

―«Lenguaje edénico, de nombración adánica, donde el mundo de los seres y el mundo de las cosas permanecen en estado de comunicación auroral». Estas palabras del poeta brasileño Haroldo de Campos sobre tu poesía resaltan, más si cabe, la presencia de la onomatopeya en tu literatura. Al margen de que esta figura sea proclive en el k’iche’, ¿qué te mueve a usarla tan asiduamente? ¿Cómo la reelaboras en tus textos? Te hago esta segunda pregunta a sabiendas de que se trata de un recurso eminentemente oral y de que poemas tuyos están hechos de cabo a rabo con una calculada sucesión de sonidos puros que son leídos, no solamente oídos en un recital.

―Yo sólo soy un artesano de la palabra. Amo todos los sonidos de mi lengua materna. Las onomatopeyas son recurrentes en el idioma k’iche’. Así que, como es parte de mi lengua, éstas surgen de manera automática mientras escribo. En el Popol Wuj sólo una vez se recurre a la onomatopeya para referirse al sonido que produce el amasado de la masa de maíz sobre una piedra de moler. Eso también fue una luz para mí porque me di cuenta que es un bello recurso poético. Entrelazar sonidos en mis poemas es como ponerle unas notas musicales.
      Y está la cuestión de cómo escribir una onomatopeya. He recurrido a los caracteres latinos, en un esfuerzo por acercarme lo más posible a la idea. Claro, si yo leo el poema, obviamente tiene el efecto deseado porque soy hablante del idioma. Pero, si lo lee una persona no hablante del k’iche’, el resultado es distinto: gracioso en algunos casos y en otros es una jerigonza marciana.

―«La carta», comparado con la parquedad de la mayoría de los tuyos, es un poema extenso que lo dice todo sobre la soledad, la indefensión y la tristeza de una viejecita analfabeta que dicta cartas a su interlocutor para su hijo, enrolado en el ejército y del que nunca recibe noticia alguna. Sin perder intensidad rítmica, el desarrollo de la anécdota, sus diálogos y su coloquial prosaísmo, no exento de emoción, le dan a este poema un carácter narrativo cercano al relato. Se diría que es el punto de unión entre tus poemas y tus cuentos, recopilados en Del otro lado del puente (2006). Según los casos, en unos predomina el recuerdo lacerante, la experiencia sobrenatural, la costumbrista y, en otros, el artículo periodístico, como «El Picasso que me espantó» o «Abuelo amarrado». Considerando que todos ellos amplían tu mundo expresivo y temático, ¿qué te induce a escribir un cuento en lugar de un poema? ¿Qué importancia le das a este género en tu obra?

―Mi madre tiene mucho que ver porque ella era contadora de cuentos de la tradición oral, que a su vez heredó de mis abuelas. Creo que de allí tengo esa pequeña vena que, en el momento menos pensado, me lleva a contar en vez de cantar. Aunque debo reconocer que me cuesta escribir un cuento. Como habrás notado, mis cuentos son lineales, una búsqueda de mi memoria. Sus temas son arrastrados en busca de algo…
      Tal vez, lo que me motiva escribirlos es que puedo incluir algunos detalles que no pueden ir en un poema, guardando siempre el tono de mi identidad. Contando, juego más ampliamente con mi imaginación. El cuento me permite respirar a pleno pulmón. En muchos casos son relatocuentos, verdades conjeturales.

―Sin ser un tema protagónico en tu escritura, no es rara la reflexión sobre el fenómeno poético desde diversos enfoques. Reflexión que en Las palabras crecen adquiere tintes de gran pesimismo y desconfianza en el oficio poético. Pienso en los poemas agrupados en la parte titulada «Xibalbá», como «Lengüetero», «Un parásito» o «Incoherencia» que, con la autenticidad de tu estilo, abren una brecha desmitificadora en tu visión de las cosas y te acercan a ese sentimiento de inutilidad de muchos poetas modernos. ¿A qué apunta esta deriva de tu obra y en qué medida obedece a la necesidad de apartarte de tus tópicos líricos?

―Creo que estos apuntan a mis angustias existenciales, a mis intimidades tormentosas. Son un grito en busca de liberación o un grito de auxilio, una manera de buscar asidero para no hundirme en la desesperación. Y tal vez, inconscientemente, un intento de buscar nuevos derroteros o para decir también que un escritor k’iche’ no vive en el limbo, ni en una cápsula ni en un mundo idílico, sino que comparte con otras culturas tristezas, dolores, alegrías, frustraciones, etc.
      Esos poemas surgieron en un momento de crisis. Fueron como una despedida, una renuncia. Se me obnubiló el pensamiento, me peleé con la poesía. Después de haberlos escrito, me sobrevino un arrepentimiento, como si la hubiera profanado. Tuve la intención de quemarlos, estuve a punto de hacerlo, pero por alguna razón no lo hice y los dejé en una caja. Algunos meses más tarde, los volví a leer. Aunque retrocedí en mis recuerdos, ya no sentí deseos de deshacerme de ellos, por el contrario, creí que debía rescatarlos. Son un testimonio de esos momentos en que uno se desespera porque económicamente anda mal. Me reconcilié con la poesía y, después de esos poemas de «Xibalbá», he vuelto a insistir en lo mío. Tengo claro que el arte de la palabra no es un juego.

―Señala el ensayista Carlos Montemayor que alrededor de los noventa del siglo pasado surgen, de manera simultánea, no coordinada, escritores en las diversas lenguas indígenas, con publicaciones de libros y revistas. Sin embargo, en contraste con este múltiple florecimiento de las literaturas étnicas de América, tú te colocas, según tus propias palabras, «a un lado del camino: independiente». ¿Te sentiste identificado en su momento con el ambiente de estos escritores? Te lo pregunto también a la luz de tu pesimismo sobre el concepto de una literatura indígena, de cuya existencia incluso dudas en una entrevista que te hizo Juan Guillermo Sánchez en 2011. En ella denuncias el estancamiento creativo de los jóvenes y su falta de autenticidad. Al hilo de esto, ¿qué relación mantienes con poetas de otras lenguas minoritarias del continente?

―Francamente, casi no me relaciono con ellos, salvo las veces en que coincidimos en algún festival de poesía, donde he tenido oportunidad de saludar a algunos hermanos de otras culturas amerindias. Y ni siquiera con los de Guatemala porque, en general, los encuentros se dan en la capital y yo vivo en el área rural. Así que a muchos no los conozco personalmente. Y ojalá me equivoque, pero no creo que haya un movimiento de poesía indígena a nivel continental. Esfuerzos individuales, sí: poetas indígenas que de manera independiente dan a conocer su trabajo en radios comunitarias, en algún que otro periódico regional y, con esfuerzo, algún libro, casi siempre en ediciones limitadas. Y de lo poco que sé, en algunos países con más suerte que en otros. Aunque debo añadir que las redes sociales y los medios electrónicos están siendo aprovechados en la actualidad.
      Con respecto a mis apreciaciones, quizá sea yo muy atrevido o celoso, quién sabe. Pero muchas veces sentí que mis colegas manejaban temas más acordes a las coyunturas políticas o a las reivindicaciones sociales –de las cuales no estoy en contra– que a las que conciernen a la poesía. Y otras veces, sólo se limitan a traducir cuentos de la oralidad, lo que me parece más antropológico que poético. En fin, sé que con esto me estoy condenando a la hoguera.
      En otros casos, me temo que aún no se hace la diferencia entre imitación e influencia. Además, es muy fácil caer en la inversión de lenguas, es decir, escribir primero en castellano y luego traducirlo a la lengua materna. Y están también los que perdieron su lengua materna y, no obstante, se identifican con la etnia a la que pertenecen. De allí que se ha dado en llamarles «escritores indígenas de expresión castellana». Y es que escribir en nuestras lenguas indígenas es nuestro gran reto. En Guatemala, por ejemplo, el idioma oficial es el español. A nivel regional, se hacen esfuerzos para que la enseñanza sea de forma bilingüe. El Estado, a través del Ministerio de Educación, apoya esta idea, aunque no proporciona el material necesario para que el bilingüismo sea efectivo. Por lo tanto escribir creación literaria en los idiomas primigenios, salvo honrosas excepciones, es francamente un camino cuesta arriba.

―Has escrito varios libros de versos sobre tus experiencias e impresiones de algunos países a los que has viajado, como España, Italia o Japón. Salvo poemas aislados de cada uno de ellos –como «La campana de Sandaiakushi»–, me parecen apuntes al vuelo, sin más pretensiones, aunque tengan las características de tu estilo. ¿Qué lugar ocupan para ti estos libros de viaje en el conjunto de tu poesía y qué intención te animó hacerlos?

―«Apuntes al vuelo», me gusta como suena esa frase aunque siento miedo porque, tal vez, en mi poesía se encuentren algunos textos circunstanciales, motivados por algún momento particular en mi vida. Soy un sentimentaloide y un mal juez de mí mismo.
      Mis libros de viajes, quizá sólo sean postales para mi recuerdo. Nunca he podido llevar un diario y, tal vez, esos libros intenten serlo en forma de poesía.
      Para mí, la onomatopeya es el corazón de «La campana de Sandaiakushi» porque intento amarrar un mantra en la prolongación de ese sonido. Claro que, al leerlo de golpe o a la ligera, es algo que pasa como el agua entre los dedos. Sin embargo, leyéndolo lentamente, creo que la experiencia es otra.

―Eres un lector empedernido. Prueba de ello son los casi diez mil volúmenes que has reunido en tu biblioteca de Momostenango. Háblame de las obras o autores de otras tradiciones, especialmente de la española, que de un modo u otro han orientado tu escritura.

―Entre los primeros libros que leí, recuerdo mucho El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde. Me apasionó esa lectura, explosionó mi imaginación. Luego, fue Los miserables de Víctor Hugo. Con este libro lloré, me identifiqué mucho con ese mundo de pobreza narrado allí. Otro autor fundamental en mi camino fue Stefan Zweig. Su libro La lucha contra el demonio me sobrecogió. Sus ensayos sobre Hölderlin y Dostoievski me mantuvieron con un nudo en la garganta. Así mismo, Poesía y verdad de Goethe.
      De los poetas españoles, Gustavo Adolfo Bécquer está entre los primeros que leí en mis años de juventud. Recuerdo que memoricé algunos de sus poemas. La poesía de Miguel Hernández me acompañó mucho tiempo. La de Rosalía de Castro me sorprendió porque ciertos poemas suyos hablan y se lamentan de los españoles que emigraban. Es increíble. También Antonio Machado y su «Caminate, no hay camino…». San Juan de la Cruz es uno de los que me subyugó, a él vuelvo de vez en cuando. Otro de mis poetas favoritos es Luis Cernuda y, bueno, Quevedo, García Lorca, el gran Miguel de Cervantes. Y poetas de otros países como Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, John Keats, Walt Whitman, Edgar Allan Poe, Emily Dickinson, Ezra Pound, Dante, Petrarca…, en fin, aquí seguiría una larga lista.

 Sanlúcar de Barrameda-Carmona-Momostenango, agosto-diciembre, 2013

Publicada en Palimpsesto 29, Carmona, 2014.