En el poema que abre Maneras de vivir, titulado «El funambulista», asistimos a una
acción tan ordinaria y al mismo tiempo tan imposible como es el paso del día. Ordinaria,
porque pocas cosas tan comunes como esa, e imposible, porque ¿puede decirse que
los días pasan? ¿Y pasan sobre qué? Y si pasan sobre algo, presumiblemente
sobre la tierra, ¿a dónde van? En otras palabras, ¿existen los días? ¿Cómo
sería nuestra vida si no nos hubiéramos permitido la licencia poética de
otorgar a cada intervalo de luz solar sobre la superficie terrestre un nombre y
una personalidad definidos? De algún modo, parece sugerirnos Francisco José
Cruz, el hombre se hizo hombre cuando incurrió, para bien o para mal, en esta primera
licencia poética; pero, consciente de que es una licencia, en el fondo sabe que
los días no pasan, que no existen, y que los hacemos existir nosotros para
tener la ilusión de que la vida posee un sentido, una progresión y quizá un
progreso. Algo en nosotros intuye que todo está fijo, eterno en cada instante,
aunque a cada instante distinto. El cambio como una condición de la eternidad.
¿Cómo, entonces, conciliar nuestro sentimiento de la inmutabilidad de todo con
la ilusión, tan real y respetable como aquél, de que los días pasan y se
suceden uno diferente de otro? ¿Cómo, en otras palabras, indicar que los días
son tan reales como ilusorios, tan nuestros como de nadie, tan necesarios como
gratuitos? El poeta elige una figura que reúne estos extremos aparentemente
incompatibles: un funambulista, el cual, desde su punto elevado, parece verlo y
poseerlo todo, cuando en realidad apenas se posee a sí mismo, pues a cada
instante está a punto de caerse. Así, el día, por cuya gracia y virtud el mundo
existe, pasa de puntillas «por los altos
cordeles de la ropa», delgado e
inseguro. Incapaz de retroceder, sólo anhela llegar al otro extremo de la
cuerda, donde termina de consumirse. Él, que en teoría todo lo abarca, en
realidad sólo abarca su equilibrio; preocupado por no caerse, sólo percibe
algún proveniente de las casas y la ropa tendida en los patios. Es el gran
dueño sin posesión alguna o, como se nos dice en el poema, un fantasma, un don
nadie: «un don nadie buscando su materia
/ perdida desde siempre en la galaxia».
Es
difícil no caer en la tentación de interpretar este poema en los términos de un
autorretrato, sobre todo por su colocación al principio del libro. El día, ¿no
es el mismo poeta, dueño de todo y de nada; poseedor de la mirada más
abarcadora, pero obligado, por esa mirada, a mantenerse en equilibrio como un
funambulista, con lo que debe contentarse de recoger a su paso sólo algún
brillo fugaz, alguna iluminación aislada?
El
poema siguiente se titula «El visitado» y aborda un tema clásico de la poesía,
el del espejo. Sin embargo, quien rompe a hablar en el poema no es el sujeto de
carne y hueso que se refleja en él, como era de esperarse, sino la imagen reflejada,
el «visitado» al que alude el título, que es tal porque se materializa cada vez
que alguien asoma al otro lado del cristal. Este ser que espera pacientemente
su momento de acudir a la cita con la realidad para dar comienzo a su compleja
mímica de apariencias, ¿no es en el fondo otro equilibrista, otro doble del
poeta, el cual nada posee, justamente, excepto una capacidad de entrega
absoluta, de exteriorización total? Así, a través de los dos primeros poemas de
su libro, Francisco José Cruz nos entrega su poética, esto es, ante todo, una
idea de tránsito, de inestabilidad y de equilibrio precario. El término funambulista podría aplicarse a todos
los seres y las cosas que aparecen en su libro, que luchan por mantenerse en
equilibrio, obligados a representar un papel siempre efímero. No sorprende que
una sutil brisa anárquica recorra estos poemas, proclamando por lo bajo que la
plenitud radica en la indefinición, quizá en la disolución misma. Así, en el
poema que se titula «Lanza o remo», un objeto largo y delgado de madera, de pie
en la vitrina de un museo, se presenta al público con un letrero que plantea la
incógnita de si se trata de una lanza o de un remo. ¿Para qué servía? ¿Era un
arma para matar o un instrumento de navegación? El tiempo lo ha pulido hasta
otorgarle su intrínseca perfección, su «claridad oculta», pero al precio de
convertirlo en un objeto inútil, que no es ni lanza ni remo. Cuando más
existimos, parece decirnos Cruz, cuando más plenos y reales somos, nuestro
sentido y nuestro papel se diluyen, nos volvemos irreconocibles y, más aún,
inservibles. Es un mensaje escalofriante o liberador, según lo veamos.
Escalofriante para la vida práctica, pero liberador para la poesía, que se
nutre de claridades ocultas, no de papeles ni de nombres. Cuando éstos dejan de
servirnos, lanza o remo, asta o pértiga, palo o mástil, la poesía se encuentra
en un terreno más propicio.
Acorde
con esta idea de que todo habla, no sólo aquello o aquellos que hablan
tradicionalmente, el poeta se ve, justamente, como alguien visitado, visitado
por la poesía, o por el poema, que es quien habla de verdad, a expensas del
poeta. El poeta recibe el poema ya hecho, y debe cuidar, con las herramientas a
su disposición, de no estropearlo. «Siempre
hay que recordarle al poema / que tiene que ayudarnos a escribirlo», rezan
los primeros dos versos de «El travieso», un poema que continúa de otro modo el
tema de la reflexión especular iniciada en «El funambulista» y «El visitado».
Esas palabras, en efecto, con una ligera variación, podrían estar en boca de
los propios poemas, y sonarían más o menos así: «Siempre hay que recordarle al poeta / que tiene que ayudarnos a existir».
En esa mutua ayuda entre poeta y poema, el segundo es quien tiene más
autonomía y vivacidad. No se limita a ayudar al poeta; hace algo más: «El poema no aguanta aquí sentado / y a los pocos renglones ya desobedece». Y al poeta no le queda más remedio que seguirlo,
porque, acorde con su naturaleza de un ser «visitado», de un sujeto reflejante,
más que un inventor es un seguidor, un mero auxiliar, una comadrona que está
allí para favorecer el nacimiento del poema. De ahí la sensación, leyendo los
poemas de Francisco José Cruz, de leer una poesía que tiende a eliminar las
huellas de la mano que le dio forma, porque aspira a una condición oral y
anónima, de canto o de romance medieval. Al igual que el día, que debe
consumirse para que el mundo se constate a sí mismo, así estos poemas anhelan
acogerse a una instancia anónima que garantice su perdurabilidad. Bajo esta
luz, me parece, deben verse las preocupaciones métricas y rítmicas de la poesía
de Cruz. Cruz utiliza ciertas formas prosódicas tradicionales para atenuar el
volumen de su voz, amortiguar la individualidad de sus poemas y diluir su
originalidad. Esas formas son como disolventes que permiten que cada poema,
siendo absolutamente dueño de sí mismo, parezca deudor de otros o, si no
deudor, evocador, catalizador de otros. Para Cruz, en efecto, la tradición
poética es sobre todo un acervo vivo de ritmos y respiraciones, de sonoridades
y de cadencias. Son éstos, para él, el venero más profundo de cualquier poema.
Podría sorprender que en la entrevista que aparece al final del volumen Cruz se
defina a sí mismo como alguien poco aficionado a la música, siendo tan
importante el papel que juega el oído en su obra. Su oído, sin embargo, parece
a menudo más empeñado en sortear cualquier asomo de melodía que en buscarlo.
Cruz trata de neutralizar con todos los medios cualquier despegue sonoro.
Resignado a varar el poema en brazos de la música, se dedica a defenderse de
sus embates, un poco como esos pescadores que, unidos indisolublemente al mar,
se enorgullecen de no saber nadar, y de esta resistencia surge el temple de sus
poemas, que parecen dichos a media voz, o sin voz propia, más dictados que
escritos y más recordados que dictados. Comparemos a tantas voces
contemporáneas que se montan sobre un soneto o una décima con el triunfalismo
de los practicantes diestros y comparémoslas con la suya, que se desliza incómodamente
en la horma que le otorga la tradición y trata por todos los medios de salirse
de ella, de casi no ocupar el espacio que se le otorga, de no aprovecharse de
ninguna oportunidad musical y retórica. Lo que resulta equivale, en el plano
estilísitco, a esa misma disolvencia, por llamarla de algún modo, que el poeta
detecta agudamente en su entorno físico, donde todo parece ocupar su forma de
manera pasajera. Pero la música, acallada y todo, está allí, y la voz del poeta
se somete a ella, secundándola finamente hasta crear la impresión que es ella
la que dicta las palabras, pues tal vez la música es el único modo de superar
el antagonismo de las formas, el único lugar donde la oposición entre una lanza
y un remo deja de ser tajante y permite vislumbrar otra forma de ser que, sin
negar las diferencias, logre reunirlas. La música nos permite acomodar nuestras
pisadas en las huellas de otros que nos precedieron, haciéndonos virtualmente
invisibles. Entonces, el poeta alcanza ese estatuto de fantasma, o de
funambulista, que para Francisco José Cruz es tal vez la condición inherente al
poeta. Decir que el poema «desobedece» al poeta es sólo una forma de decir que
el camino del poema ya está parcialmente trazado cuando el poema arranca y que
si el poeta no pone obstáculos con su vanidad y su torpeza, el poema hallará
por sí solo su camino, su «manera de vivir». Esta afirmación, que puede parecer
osada, debe acompañarse inmediatamente de otra, que es la siguiente: todo es
antiguo, y la música, justamente, es la expresión más patente de esta verdad.
La música (y, por extensión, la poesía) no puede surgir sino de esta certeza;
brota espontánea cuando esta certeza nos embarga; es la respuesta que provoca
en nosotros el sentimiento de que todo lo que nos rodea ha perdurado y
perdurará sin límites. El poeta, en cierto modo, es el gran rastreador de lo
antiguo en todo lo que toca; es quien nos recuerda que a la vida no le falta
nada, que estamos vivos porque nada nos falta, pero también porque somos los
últimos, los recién llegados, los herederos universales de todo lo que existe.
Como dice Antonio Deltoro, un poeta próximo a Francisco José Cruz en más de un
aspecto tanto temático como formal, vivir es estrenar el mundo. Precisamente
porque quienes vivimos lo estrenamos, somos inseguros y, aunque conscientes de
nuestra antigüedad, ésta nos abruma. La poesía, al revelarnos la claridad
oculta de las cosas, o sea la necesidad que hay detrás de toda forma, nos
alivia de ese peso abrumador. Hay un poema de Francisco José Cruz que expresa
de manera particularmente hermosa esta estrecha unión entre forma y necesidad:
La mesa
Si una cosa de las que tiene encima
le dijera que siempre no fue mesa,
que sus patas fueron antes raíces
–aunque las tenga lisas, torneadas–,
lo negaría con todos sus clavos,
barnices y molduras a pesar
de las vetas o venas que la cruzan.
Nunca ha echado de menos una rama
flexible, acogedora. Sin embargo,
siempre dispuesta todo lo recibe
sin quejarse del peso ni del roce.
Necesita sentir encima cosas
como si fueran pájaros dormidos,
confiados al ser de la madera.
De
entrada, las dos estrofas en que se divide el poema, cada una espejo de la
otra, sugiere que no es una mesa la que habla, sino dos: una que nada sabe del
árbol. Es el dilema mismo de la madera, la cual, libre de savia, jubilada de
todo humor y proceso bioquímico, conserva a través de sus vetas y nervaduras un
vínculo con su pasado salvaje. Pero no voy a analizar el poema, sólo quiero
llamar la atención sobre los últimos tres versos, que me parecen reveladores
del modo de hacer poesía de Francisco José Cruz:
Necesita sentir encima cosas
como si fueran pájaros dormidos,
confiados al ser de la madera.
Acorde
con el animismo que recorre todo el libro, la mesa no está ahí simplemente para
que pongan cosas encima de ella, sino que necesita sentir el peso de algo que
encuentre en ella un soporte y un descanso. Podría concluirse, siempre en
consonancia con el animismo del poema, que lo hace porque recuerda su ser de árbol, que prestaba sus ramas al descanso de los
pájaros. Pero el poema, sin negar esta posibilidad, apunta a otra dirección,
porque para el mundo de las formas, de las maneras de vivir, las mesas son tan
antiguas como los árboles, y por eso, si alguien le dijera a una mesa que sus
patas fueron raíces o troncos antes de ser patas, «lo negaría con todos sus clavos, barnices y molduras a pesar / de las
vetas o venas que la cruzan». Porque ser una mesa es un asunto serio. Como
lo es, por cierto, ser un árbol. El poeta se toma seriamente el mundo, y lo
hace otorgándole a las cosas un estatuto de eternidad y, de acuerdo con esto,
se pone en su lugar, redescubriendo el mundo desde su particular punto de
vista. Así, lo que llamamos prosaicamente un reflejo o una imagen virtual, en
la poesía es el universo de los visitados, que esperan pacientemente su turno
al otro lado del espejo. La mesa también ha esperado pacientemente su turno de
mesa, como el árbol ha esperado su turno de árbol. Y como una mesa es en parte
un árbol, porque, «siempre dispuesta,
todo lo recibe / sin quejarse del peso ni del roce», así el árbol es una
mesa involuntaria, una mesa silvestre, que al renunciar a la fácil efusión
horizontal del pasto y disciplinarse en un duro aprendizaje de elevación, se ha
constituido en un mueble de la naturaleza, útil para la necesidad de descanso
de todos los volátiles. Me parece que estamos ante un ejemplo inmejorable de
poesía de los objetos, que nos descubre, a través de un fino animismo, ese tipo
de claridad que sólo la poesía puede descubrir, donde lo físico conduce
naturalmente a lo metafísico. La mesa no recuerda ni defiende su pasado de
árbol y, sin embargo, se somete por instinto a servir de apoyo a lo que sea,
como si sus genes arbóreos se lo ordenaran. Podríamos ir más allá y suponer, en
un enfoque platónico, que servir de apoyo, de descanso es la función
arquetípica de la madera, que ella cumple sirviéndose indistintamente de las
mesas y de los árboles. Es una lectura que tampoco invalida el poema. Pero lo
que más cuenta, lo que tienen de revelador y emocionante estos pocos versos
ordenados en dos estrofas, es que nos abren un universo de asociaciones donde
podemos vislumbrar la eternidad de las mesas y de los árboles y olvidar el dato
histórico de la procedencia de unas con respecto a otros. Nos liberamos de los
nombres y accedemos al alma de las formas. El poema elude la dicotomía
árbol-mesa desde el momento que se niega a ver la mesa como un reflejo o una
variación del árbol, y nos sugiere, para ello, incluso lo contrario: el árbol
como una protomesa, como el primer ensayo exitoso de emancipación del suelo
bruto y, al descubrirnos lo que de mesa tiene todo árbol, nos permite ver los
árboles bajo una nueva luz, que es la de ser, por así decirlo, los titanes del
pasto, los genios del herbazal, los fundadores de la espiritualidad en la sosa
república de los vegetales. Nos descubre, en resumen, no una esencia inmutable,
sino un cuerpo contaminado por los otros cuerpos, que lucha contra ellos y de
ellos aprende; siempre en precario equilibrio y siempre en busca, como todos
nosotros, de una manera de vivir.