La poesía es un asumir la vida desde miradas que no
se pliegan a nada ni a nadie. La poesía es autónoma, libre, insubordinada
incluso a lo inútil. Tal como es justo concebirla, hacerla y sentirla,
constituye una filosofía que interroga y nombra los elementos más simples, los
más pequeños, los que no se pueden asir tanto como los que ocupan inmensas
sombras en el universo. Se hace poesía para retener algo, para procurar darle
alguna forma temporal, efímera, aunque se tenga la certeza de que todo lo que
existe contiene en sí mismo lo amorfo, el rechazo, la desmemoria y el olvido.
Es innegable que la poesía representa un reconstruirse constante del hombre
ante el ineludible desvanecimiento de lo que ya se ha vivido. En palabras de
María Zambrano «el hombre no es tan siquiera una criatura incompleta, sino
simplemente encubierta, envuelta en los velos del olvido. La verdad,
desgarrando sus velos le devuelve a la unidad su origen, le reintegra». La
poesía reintegra al hombre a la luz, es su única verdad, lo hace pleno por
instantes, pero luego le restituye su orfandad, sus carencias, sus sombras o su
estar en ellas. El poeta, que es un ser incompleto, pugna en la búsqueda que le
dará su unidad y en ese tránsito otorga materia a lo inmaterial, sonido a lo
que calla, sentir a lo inerte, hurga en la memoria y salva a deudores, y a sí
mismo, con su propia palabra. Dice José Gorostiza que «el poeta se adueña de
los poderes escondidos del hombre y establece contacto con aquel o aquello que
está más allá». Se adueña del verbo que ha hecho al hombre, inalcanzable en la
monótona tarea de decantar el día. Es el poeta quien activa las fuerzas ocultas
del idioma y, como un encantador de serpientes, que sueña con abolir el libre
albedrío de la naturaleza, intenta hacer que el lenguaje se subordine a él, se
incline y le obedezca (Paz, 1973). Nada ajeno a la palabra de Francisco José
Cruz en el libro Hasta el último hueso (2007), editado bajo el sello El
otro@el mismo, una hermosa edición al cuidado del escritor Víctor Bravo y
con prefacio del poeta Eugenio Montejo. Como es evidente, la poesía desde
diversos ángulos hace posible que lleguen a nuestras manos libros como éste del
poeta sevillano Cruz con poemas que pertenecen a un lapso comprendido entre
1998-2007.
La obra
de Francisco José Cruz nos ubica ante un mundo donde el sentir de cada elemento
cotidiano es un asunto vital, de respiración, de pulsación. En toda su poesía
domina una visión irónica del equilibrio, de esa estacionaria manera de vivir o
de construirse la existencia, casi una condena absurda, pero necesaria e
ineludible como el poema «El funambulista», que nos sugiere la imagen del día
destejiéndose en la cotidianidad de los otros, en la mujer que tiende su vida
en los cordeles del patio, en esa tensión que si se pierde deja sólo el vacío,
una búsqueda interior profunda e infinita. Sin duda, el equilibrio es propiedad
de las cosas acabadas. Por lo tanto, nada en el espacio nombrado por la voz
poética contiene esa cualidad, nada se apega a la quietud ni al reposo. Ni
siquiera el poema en «El
travieso» que debe hacer presencia en su propia creación para trazar las
señales en el hacer poético o ser el lazarillo de quien se empeña en imprimir
sus huellas. Si fuese así, si el poema apareciese sólo porque la voz poética lo
pide, lo interpela, sin piedras, ni obstáculos, aceptando lo impuesto por sublime
y amoroso que fuere, nada tendría sentido. El poema no acepta riendas y
naufraga en el intento por ser para dar paso a otro comienzo, a otro
nacimiento. Hay, pues, un acto violento en la creación poética, una lucha del
poeta por dotarse de palabras y una resistencia del poema por definirse
totalmente. Por eso intenta escurrirse, como lo advierte Paz, cuando habla del
desarraigo de la palabra, su desprendimiento del «equilibrio» común en la
lengua y su dramático regreso convertida en otra cosa. Se trata de un
desdoblamiento doloroso, el momento más fuerte, más tenso para el poeta: ¿Cómo
capturar la palabra? ¿Cómo obligar al poema?
Francisco José Cruz aborda con sobrado
detalle la quietud del objeto, su signo material, y eleva esa supuesta
pasividad de la cosa otorgándole voces y estados de conciencia, vida y razón.
Como el barro que sabe de las manos que lo han transformado, que han cambiado
su forma y su destino, lo que era y para lo que era, su función originaria, y
lo han dotado de una concreción material definida, lo que es, para lo que
sirve, un presente finito, en «Habla el barro». O cuando el tiempo ha obligado
a las cosas a perder sus nombres, la memoria de su propia razón de vida y las
ha confinado a la materialidad de la irónica realidad que suponen, en «Lanza o
remo».
En los
poemas no sólo es una constante la relación de identidad necesaria con el
objeto o con el elemento lograda magistralmente por Francisco José Cruz. También
se observa que intenta sumarse a la esencia del cuerpo que describe como si quisiera sentir el silencio que
domina, por ejemplo, a los árboles en «Camino de cipreses» o vivir por un
instante la certidumbre que da el orden visible, la aparente simetría que
muestra la naturaleza y ese extraño acomodo a lo predecible. Aunque sabemos que
la quietud es sólo un espejismo, no tiene caso negarse a la atracción por tenerla
con la certeza de que en el fondo a los cipreses los mueve la intranquilidad.
Hay una
construcción de las imágenes en un reiterado juego de contrarios, en una
significación dual, paralela, casi al extremo cruel de no mostrar asombro ni
incomodidad por ese carácter rutinario de la existencia, que nos recuerda la
cíclica ocupación temporal del espacio y el dramático abandono de éste. Tal como
la sombra de la rama que queda temblorosa cuando pierde su materia en «Maneras
de desarbolar» o la jaula que sólo alberga las alas del viento y se consuela en
su vacío en «Muerte de un pájaro», así, en «Revisión», los miembros de dos
seres se hacen y deshacen sin tiempo, ocupan y desocupan el umbral en un
movimiento constante de construcción y destrucción, de comienzo y final. Ante
esa pendulante afirmación y negación de la existencia que el hombre común
esquiva, que evita nombrar y sopesar en sus no menos habituales cuentas del
día, el poeta se impone con esa doble mirada incisiva y revela que «la realidad
poética no sólo es la que hay, la que es; sino la que no es; abarca el ser y no
ser en admirable justicia caritativa, pues todo, todo tiene derecho a ser hasta
lo que no ha podido ser jamás» (María Zambrano).
Cada
poema enfatiza la distancia entre el hombre cotidiano que vive con indiferencia
el olvido, la muerte, la ausencia, el tiempo, el cuerpo, la enfermedad, el
vacío, signos de connotación afín e indisoluble, y el poeta que, al estar consciente
de ello, se resigna ante lo inexorable, pero sin abandonar el empeño por restituir
lo que fue. En este sentido, un dejo dramático subyace al poema «No tenía
importancia» al reconocer la voz poética que en esa rutinaria urgencia de vivir
y olvidar despojamos de importancia al hecho de establecer diálogo con alguien
cercano o prestar la debida atención a eso de lo que adolecemos: «Quedé en
llamarlo por la tarde a su casa / pero cuando me acordé ya estaba muerto /… / Quedé
en llamarlo por la tarde a su casa, / seguro de que le dolería menos» . La poesía
de Cruz se mueve en el medio de la dualidad y a través de ésta indaga honda y
minuciosamente en los resquicios de sí mismo, de lo que le rodea e intenta
cubrir «con pegotes resecos de memoria», como el abuelo de «Manera de dormir»,
cada grieta que se abre en su alma. La segunda estrofa del poema «En defensa
del tiempo» resume esta idea con una marcada concisión: «A la muerte le da
igual / que estemos casi empezando / o a punto de terminar».
La
infancia es un canto, una melodía, que no escapa a la crudeza en los poemas de
Francisco José Cruz. Unos juguetes sin la niñez que los tuvo a un tiempo y la
imposibilidad de ser animados o destruidos por las manos de otros niños porque
fueron confinados por los adultos a una atmósfera fría y aislada, circunscrita
a los límites de un vidrio en el poema «Orfandad», nos muestra que la eternidad
sin libre albedrío es una condena tan cruel como la quietud y el olvido. La voz
de la madre pidiéndole a su niño enfermo que se duerma, pero que no muera, en «Canción
de cuna», nos pone una vez más ante la ineludible ausencia que la madre
anticipa. En franco diálogo con esta concepción irónica de la vida y la muerte,
ante las cuales no hay privilegio alguno por más puro que sea lo creado, se
encuentra el poema «Con mi hija» que plantea la pregunta «Papá ¿los niños
también se mueren?». La niña parece seguir el canto de la madre que mece al
niño enfermo. Es, si se quiere, la voz de todos los niños negándose a la muerte
y reafirmando la vida en la idea del juego y la imaginación «Y si no subo al
cielo, / ¿qué hago dormida en una caja / todo el tiempo?/ Todo el tiempo voy a
aburrirme. / Papi, cuéntame un cuento» (p. 84). En este tejido de imágenes, todos
los poemas que nombran la niñez aparentan estructurarse en un solo poema.
La
palabra de Francisco José Cruz nos toma de la mano, nos mantiene en el filo del
asombro durante el camino, da certidumbre sobre lo aparente en ese continuo
hilar la memoria de lo que somos y dejaremos de ser. Pero, ya sintiéndonos
plenos e impactados en esa sublime sensación de certeza que da la poesía, nos
abandona a nuestra suerte, nos suelta, nos hace naufragar como el poema que cae
en el vacío y que sólo lo podrá salvar la misma poesía.
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Referencias bibliográficas:
Francisco José Cruz, Hasta el último hueso (Mérida, Venezuela, Ediciones
El otro@el mismo 2007).
José Gorostiza, Poesía (México, Fondo de Cultura Económica, 1985).
Octavio Paz, El arco y la lira (México, Fondo de Cultura Económica, 1973).
María Zambrano, Filosofía y poesía (Madrid: Fondo de Cultura Económica,
1993).
Publicado
en Poda, Revista Latinoamericana de
Poesía, Año 4, nº 6 (Barcelona, Anzoátegui, Venezuela, junio 2008).