viernes, 10 de mayo de 2013

LAS MANERAS DE VIVIR DEL POETA FRANCISCO JOSÉ CRUZ por Ramelis Velásquez


La poesía es un asumir la vida desde miradas que no se pliegan a nada ni a nadie. La poesía es autónoma, libre, insubordinada incluso a lo inútil. Tal como es justo concebirla, hacerla y sentirla, constituye una filosofía que interroga y nombra los elementos más simples, los más pequeños, los que no se pueden asir tanto como los que ocupan inmensas sombras en el universo. Se hace poesía para retener algo, para procurar darle alguna forma temporal, efímera, aunque se tenga la certeza de que todo lo que existe contiene en sí mismo lo amorfo, el rechazo, la desmemoria y el olvido. Es innegable que la poesía representa un reconstruirse constante del hombre ante el ineludible desvanecimiento de lo que ya se ha vivido. En palabras de María Zambrano «el hombre no es tan siquiera una criatura incompleta, sino simplemente encubierta, envuelta en los velos del olvido. La verdad, desgarrando sus velos le devuelve a la unidad su origen, le reintegra». La poesía reintegra al hombre a la luz, es su única verdad, lo hace pleno por instantes, pero luego le restituye su orfandad, sus carencias, sus sombras o su estar en ellas. El poeta, que es un ser incompleto, pugna en la búsqueda que le dará su unidad y en ese tránsito otorga materia a lo inmaterial, sonido a lo que calla, sentir a lo inerte, hurga en la memoria y salva a deudores, y a sí mismo, con su propia palabra. Dice José Gorostiza que «el poeta se adueña de los poderes escondidos del hombre y establece contacto con aquel o aquello que está más allá». Se adueña del verbo que ha hecho al hombre, inalcanzable en la monótona tarea de decantar el día. Es el poeta quien activa las fuerzas ocultas del idioma y, como un encantador de serpientes, que sueña con abolir el libre albedrío de la naturaleza, intenta hacer que el lenguaje se subordine a él, se incline y le obedezca (Paz, 1973). Nada ajeno a la palabra de Francisco José Cruz en el libro Hasta el último hueso (2007), editado bajo el sello El otro@el mismo, una hermosa edición al cuidado del escritor Víctor Bravo y con prefacio del poeta Eugenio Montejo. Como es evidente, la poesía desde diversos ángulos hace posible que lleguen a nuestras manos libros como éste del poeta sevillano Cruz con poemas que pertenecen a un lapso comprendido entre 1998-2007.
      La obra de Francisco José Cruz nos ubica ante un mundo donde el sentir de cada elemento cotidiano es un asunto vital, de respiración, de pulsación. En toda su poesía domina una visión irónica del equilibrio, de esa estacionaria manera de vivir o de construirse la existencia, casi una condena absurda, pero necesaria e ineludible como el poema «El funambulista», que nos sugiere la imagen del día destejiéndose en la cotidianidad de los otros, en la mujer que tiende su vida en los cordeles del patio, en esa tensión que si se pierde deja sólo el vacío, una búsqueda interior profunda e infinita. Sin duda, el equilibrio es propiedad de las cosas acabadas. Por lo tanto, nada en el espacio nombrado por la voz poética contiene esa cualidad, nada se apega a la quietud ni al reposo. Ni siquiera el poema en «El travieso» que debe hacer presencia en su propia creación para trazar las señales en el hacer poético o ser el lazarillo de quien se empeña en imprimir sus huellas. Si fuese así, si el poema apareciese sólo porque la voz poética lo pide, lo interpela, sin piedras, ni obstáculos, aceptando lo impuesto por sublime y amoroso que fuere, nada tendría sentido. El poema no acepta riendas y naufraga en el intento por ser para dar paso a otro comienzo, a otro nacimiento. Hay, pues, un acto violento en la creación poética, una lucha del poeta por dotarse de palabras y una resistencia del poema por definirse totalmente. Por eso intenta escurrirse, como lo advierte Paz, cuando habla del desarraigo de la palabra, su desprendimiento del «equilibrio» común en la lengua y su dramático regreso convertida en otra cosa. Se trata de un desdoblamiento doloroso, el momento más fuerte, más tenso para el poeta: ¿Cómo capturar la palabra? ¿Cómo obligar al poema?
      Francisco José Cruz aborda con sobrado detalle la quietud del objeto, su signo material, y eleva esa supuesta pasividad de la cosa otorgándole voces y estados de conciencia, vida y razón. Como el barro que sabe de las manos que lo han transformado, que han cambiado su forma y su destino, lo que era y para lo que era, su función originaria, y lo han dotado de una concreción material definida, lo que es, para lo que sirve, un presente finito, en «Habla el barro». O cuando el tiempo ha obligado a las cosas a perder sus nombres, la memoria de su propia razón de vida y las ha confinado a la materialidad de la irónica realidad que suponen, en «Lanza o remo».
      En los poemas no sólo es una constante la relación de identidad necesaria con el objeto o con el elemento lograda magistralmente por Francisco José Cruz. También se observa que intenta sumarse a la esencia del cuerpo que describe como si quisiera sentir el silencio que domina, por ejemplo, a los árboles en «Camino de cipreses» o vivir por un instante la certidumbre que da el orden visible, la aparente simetría que muestra la naturaleza y ese extraño acomodo a lo predecible. Aunque sabemos que la quietud es sólo un espejismo, no tiene caso negarse a la atracción por tenerla con la certeza de que en el fondo a los cipreses los mueve la intranquilidad.
      Hay una construcción de las imágenes en un reiterado juego de contrarios, en una significación dual, paralela, casi al extremo cruel de no mostrar asombro ni incomodidad por ese carácter rutinario de la existencia, que nos recuerda la cíclica ocupación temporal del espacio y el dramático abandono de éste. Tal como la sombra de la rama que queda temblorosa cuando pierde su materia en «Maneras de desarbolar» o la jaula que sólo alberga las alas del viento y se consuela en su vacío en «Muerte de un pájaro», así, en «Revisión», los miembros de dos seres se hacen y deshacen sin tiempo, ocupan y desocupan el umbral en un movimiento constante de construcción y destrucción, de comienzo y final. Ante esa pendulante afirmación y negación de la existencia que el hombre común esquiva, que evita nombrar y sopesar en sus no menos habituales cuentas del día, el poeta se impone con esa doble mirada incisiva y revela que «la realidad poética no sólo es la que hay, la que es; sino la que no es; abarca el ser y no ser en admirable justicia caritativa, pues todo, todo tiene derecho a ser hasta lo que no ha podido ser jamás» (María Zambrano).
      Cada poema enfatiza la distancia entre el hombre cotidiano que vive con indiferencia el olvido, la muerte, la ausencia, el tiempo, el cuerpo, la enfermedad, el vacío, signos de connotación afín e indisoluble, y el poeta que, al estar consciente de ello, se resigna ante lo inexorable, pero sin abandonar el empeño por restituir lo que fue. En este sentido, un dejo dramático subyace al poema «No tenía importancia» al reconocer la voz poética que en esa rutinaria urgencia de vivir y olvidar despojamos de importancia al hecho de establecer diálogo con alguien cercano o prestar la debida atención a eso de lo que adolecemos: «Quedé en llamarlo por la tarde a su casa / pero cuando me acordé ya estaba muerto /… / Quedé en llamarlo por la tarde a su casa, / seguro de que le dolería menos» . La poesía de Cruz se mueve en el medio de la dualidad y a través de ésta indaga honda y minuciosamente en los resquicios de sí mismo, de lo que le rodea e intenta cubrir «con pegotes resecos de memoria», como el abuelo de «Manera de dormir», cada grieta que se abre en su alma. La segunda estrofa del poema «En defensa del tiempo» resume esta idea con una marcada concisión: «A la muerte le da igual / que estemos casi empezando / o a punto de terminar».
      La infancia es un canto, una melodía, que no escapa a la crudeza en los poemas de Francisco José Cruz. Unos juguetes sin la niñez que los tuvo a un tiempo y la imposibilidad de ser animados o destruidos por las manos de otros niños porque fueron confinados por los adultos a una atmósfera fría y aislada, circunscrita a los límites de un vidrio en el poema «Orfandad», nos muestra que la eternidad sin libre albedrío es una condena tan cruel como la quietud y el olvido. La voz de la madre pidiéndole a su niño enfermo que se duerma, pero que no muera, en «Canción de cuna», nos pone una vez más ante la ineludible ausencia que la madre anticipa. En franco diálogo con esta concepción irónica de la vida y la muerte, ante las cuales no hay privilegio alguno por más puro que sea lo creado, se encuentra el poema «Con mi hija» que plantea la pregunta «Papá ¿los niños también se mueren?». La niña parece seguir el canto de la madre que mece al niño enfermo. Es, si se quiere, la voz de todos los niños negándose a la muerte y reafirmando la vida en la idea del juego y la imaginación «Y si no subo al cielo, / ¿qué hago dormida en una caja / todo el tiempo?/ Todo el tiempo voy a aburrirme. / Papi, cuéntame un cuento» (p. 84). En este tejido de imágenes, todos los poemas que nombran la niñez aparentan estructurarse en un solo poema.
      La palabra de Francisco José Cruz nos toma de la mano, nos mantiene en el filo del asombro durante el camino, da certidumbre sobre lo aparente en ese continuo hilar la memoria de lo que somos y dejaremos de ser. Pero, ya sintiéndonos plenos e impactados en esa sublime sensación de certeza que da la poesía, nos abandona a nuestra suerte, nos suelta, nos hace naufragar como el poema que cae en el vacío y que sólo lo podrá salvar la misma poesía. 
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Referencias bibliográficas:
Francisco José Cruz, Hasta el último hueso (Mérida, Venezuela, Ediciones El otro@el mismo 2007).
José Gorostiza, Poesía (México, Fondo de Cultura Económica, 1985).
Octavio Paz, El arco y la lira (México, Fondo de Cultura Económica, 1973).
María Zambrano, Filosofía y poesía (Madrid: Fondo de Cultura Económica, 1993).

Publicado en Poda, Revista Latinoamericana de Poesía, Año 4, nº 6 (Barcelona, Anzoátegui, Venezuela, junio 2008).