Mientras una parte considerable
de la nueva poesía latinoamericana dispersa sustrae tanto el sentido como la
realidad –con el fin de
crear una concreción no concreta–,
un número apreciable de los poetas españoles de los últimos años ha ensayado un
lenguaje directo y claridoso, a veces fresco y con buen humor; y otras –hay que reconocerlo– trivial y aburrido.
En una parte de la mejor poesía
latinoamericana, la imaginación –donde
existe, como dice Vicente Huidobro, lo inhabitual–
y el valor autónomo de la palabra –centrado
en el goce del modus vivendi del
texto– ocupan un lugar
principal. En cambio, en la poesía española más novedosa de los noventa, el
poema busca atrapar –a
través de la narración o de un realismo individualista– la mayor cantidad posible de mundo. En el
primer caso, bajo el influjo sobre todo de Huidobro o de Lezama, el poema
adopta asociaciones inesperadas, crea acumulaciones o trata de llevar al límite
el poder expansivo de la fantasía. En el segundo caso, bajo la poética
machadiana de «lo que pasa en la calle» y la divisa de Juan Ramón Jiménez «Inteligencia
dame / el nombre exacto de las cosas», el poema trata de aproximarse a lo
conocido sin el recelo de caer en lo común, el poema intenta tocar lo visible
sin el miedo de que la hermosura del objeto verbal trasluzca la hermosura del
objeto no verbal.
En América Latina, la exigencia de
invención y la necesidad de reconocer la especificidad del hecho poético ha
permitido producir poemas esenciales. A quién le cabe duda. Pero también ha
engendrado una vaga escritura muy complaciente bajo el prurito de un rigor
verbal también muy discutible. La poesía no sólo es un placer por y para el
lenguaje; es también un despejamiento en la conciencia y en el propio mundo. En
contraste, cuando leemos la poesía española, sobre todo la más reciente –más o menos en oposición al
esteticismo de los poetas novísimos y
en consonancia con Jaime Gil de Biedma, que nació «en la edad de la pérgola y
el tenis»–, observamos
una búsqueda de esencialidad y de aceptación de la historia en la forma de la
biografía personal, pero también sentimos una exageración del punto de vista de
las experiencias del yo –dominado
por un lirismo de bajo voltaje en contacto con el lenguaje coloquial, la
expresión directa de emociones y la alusión constante a los objetos más
corrientes. Esta exageración avasalla, en ocasiones, al poema.
Maneras
de vivir (Renacimiento, Sevilla, España, 1998, 56 págs.) de Francisco José
Cruz (Sevilla, 1962) puede darnos la impresión de que pertenece a la poesía de
la experiencia. Los temas sencillos (el elefante o la mesa), la expresión de
sentimientos alrededor de situaciones o personajes familiares (el padre, la
madre o la hija) y el sonido de un verso entonado (combinaciones libres pero en
general armoniosas de acentuaciones pares) de entrada nos hacen colocarlos en
una dimensión perfectamente definida desde el punto de vista temporal y espacial.
Nos encontramos en un sitio y una fecha determinados, aunque no estén apuntados
los nombres de las coordenadas. El título mismo del libro, Maneras de vivir, nos encamina en esa dirección, nos hace pensar no
sólo en un lenguaje que expresa fórmulas del habla, sino en distintas actitudes
de afrontar la existencia y en las variadas formas de mirar la corriente de la
vida. Sin embargo, al terminar de leer Maneras
de vivir caemos en la cuenta de que la experiencia, en más de uno de los
poemas de este pequeño libro (32 poemas), se transforma en los mejores momentos
en la compresión de un hecho inmediato. Francisco José Cruz habla de sí mismo
no para hacer un retrato de su yo entusiasmado o atribulado, según sea el caso,
sino como una forma de ir al meollo de una situación. En este acercamiento, las
relaciones entre el hombre y las cosas se precisan haciendo evidente su
utilidad, no menospreciándola. El poema «Maneras de jugar», tal vez uno de los
mejores del libro, muestra bastante bien este procedimiento. En esta pieza, la función
referencial y pragmática de las palabras y el cuchicheo del yo biográfico
sirven para mostrarnos el carácter insólito y en constante elaboración de la
presencia del hombre. El poema dice: «Mi hija ha descubierto / que las puertas
se mueven / sin irse de los sitios. // No sabe que es el aire / quien las abre
y las cierra a su capricho». Y dos estrofas más adelante continúa diciendo: «Mi
hija, a su manera, / ya percibe que el mundo / es fronterizo: // entra y sale
de todo, / pero aún no distingue / si ha entrado o si ha salido. // Y no sabe,
además, / que tras alguna puerta / se esconde su destino». Es muy interesante
notar que el aspecto utilitario (abrir y cerrar) de un objeto (la puerta) es
precisamente lo que permite saltar hacia afuera del lado vulgar de ese objeto.
El yo biográfico (el padre de una niña) a través de la reflexión transforma la
experiencia y nos deja ver cómo una operación práctica se desdobla, cuando
afirma «ya percibe que el mundo / es fronterizo», mostrándonos un pliegue
espiritual. En distintos poemas de Francisco José Cruz encontramos esta
capacidad de esencializar en la concreción, como cuando –muy, pero muy cerca del poema «Árboles» de Juan
Ramón Jiménez– dice:
«En medio de estas dos filas / de cipreses, la mirada / con la lentitud intima.
// A ninguno se le ocurre / apartarse de su fila: / el orden da certidumbre. //
Acaso están esperando, / con infinita paciencia, / que yo también me haga
árbol». Por aquí y por allí, el lector podría hacer algunos reparos: versos
cacofónicos o malas aliteraciones («sin irse de los sitios»), un soneto con
rimas dudosas con tres gerundios, algunos versos cojos cuando todo viene con un
ritmo controlado y frases un tanto cuanto bobas como: [los bueyes] «se tragaron
el tiempo hace ya muchos tedios y son por eso montes». Pero se trata, sin
perder de vista la autenticidad de la búsqueda, de pequeñeces. Tiene sentido
apuntar estos reparos para evitar en un nuevo libro estos tropiezos. Frente a
los numerosos hallazgos conseguidos gracias a la linealidad del significado,
quizá sería muy interesante hacer conciencia de que ha comenzado a surgir una
nueva poesía de las cosas, de la realidad y hasta un realismo individualista o
sucio donde el lenguaje cobra un nuevo matiz.