jueves, 14 de marzo de 2013

HASTA EL ÚLTIMO HUESO por Alberto Hernández

1
El lector, ese prestigio o amago de intenciones, entra en una poética. Levanta la mirada más allá del paisaje y regresa a la «materia» de lo escrito con la venia de quien lo trazó en el papel y en el adentro:

Siempre hay que recordarle al poema
que tiene que ayudarnos a escribirlo.

      Esa confianza en el sujeto poema nos resigna a estar más cerca de la angustia que de la celebrada felicidad de los conformes. El poeta de esta «travesura», el sevillano Francisco José Cruz, concita el encuentro gracias a la antología Hasta el último hueso (Poemas reunidos 1998-2007) que publicara el otro@el mismo (Mérida, Venezuela, septiembre 2007), dirigida por Víctor Bravo, y que ha propiciado tantas sorpresas agradables a los lectores de éste y del otro lado del hemisferio de habla castellana.

      El autor de estos poemas, vidente de todos los mundos de la palabra, se anuda a la imagen que lo ha hecho decir en una entrevista: «Procuro que sea el lector el que ponga los sentimientos ante lo que se le muestre». Y así lo ha dejado sentado en el prólogo del volumen antológico el poeta venezolano Eugenio Montejo.

El poema no aguanta aquí sentado
y a los pocos renglones ya desobedece,
trazando con los pies
los garabatos que le van saliendo
a la vez que se acerca hasta la orilla
del folio y allí naufraga,
como un niño advertido del peligro
que implica no hacer caso a quien lo cuida.

      «El travieso», el poema/niño, el poema/rebelde, el desobediente, el que se suelta de la mano del padre y desbarata el mundo, dialoga con su creador, lo silencia y hasta lo conmina muchas veces a callar. Esta sensibilidad la encontramos en toda la poesía de Francisco José Cruz (Alcalá del Río, 1962): se trata de un creador que vibra con su propia libertad. Andaluz al fin, se regodea en su ambulante imaginación. Gitano de los sonidos, canta su poética, la acomoda a la gracia de saberse sujeto a riesgos y aventuras. El poema –qué bien suena en Cruz– es un juego: suerte de maravilla que se agita en las manos del niño que lo inventa. Juguete, la palabra se hace visible a través del mundo que el poeta re-crea, instruye con el fraseo diario de la inteligencia, de una especial sensibilidad, cuyo referente está en la «perplejidad de quedarnos un instante entre lo que fue y lo que podría ser».

2
Tres son los libros que aparecen en esta selección: Maneras de vivir (1998), A morir no se aprende (2003) y El espanto seguro (2007). En ellos, según palabras del mismo Cruz, ha quedado el paso del tiempo, lo que ha dejado en su discurrir. Más que el tiempo, sus sobras, los poemas, pero sin aspavientos, sin adornos que los hagan más cercanos, más hechos del barro con que es moldeado el ser humano. No tanto la tradición de que se vale, más de esa prosodia que tanto nos ha hecho andaluces a los que vivimos, soñamos y morimos en esta herencia llamada Hispanoamérica. Se trata de una poesía que se pasea por los laberintos del autor y logra salir luminosa, limpia de las sombras del cuerpo y del alma. Sus referentes no tienen fronteras: todo tema se hace transparencia, poema para consumir, para danzar con la inflexión de cada sonido. Podemos decir que bailamos con esta lectura, que nos sacudimos la timidez y nos hacemos lectores desengañados. Cada poema de Francisco José Cruz es la inauguración de una sorpresa. No es la sorpresa per se. No; se trata de la víspera de lo que nos espera, de lo que nos dará el poema con el primer encuentro.

3
Quiero quedarme en un texto que «piensa», que nos imagina como sujetos de experiencia, porque todo lector al ser invitado a compartir el ágape, algún diálogo genera un espacio, el trozo de silencio que ocupa un lugar y forma parte de atracciones y rechazos. Digo: me quedo con este poema, «La mesa», para regocijarme con este Francisco José Cruz que sabe verlo todo, que viaja por la luz y por la sombra, por las señas de identidad de los objetos renovados, hechos al gusto con los insumos de la imaginación, sin recargo de «belleza innecesaria»:

Si una cosa de las que tiene encima
le dijera que siempre no fue mesa,
que sus patas fueron antes raíces
aunque las tenga lisas, torneadas,
lo negaría con todos sus clavos,
barnices y molduras a pesar
de las vetas o venas que la cruzan.

Nunca ha echado de menos una rama
flexible, acogedora. Sin embargo,
siempre dispuesta todo lo recibe
sin quejarse del peso ni del roce.
Necesita sentir encima cosas
como si fueran pájaros dormidos,
confiados al ser de la madera.

4
Leo al desgaire, a placer, con la libertad que me brinda este saludable poeta. A tanto ha dado el tiempo, que deja sobre la misma mesa, bajo el cielo entreverado, las voces de quienes recuperaron la edad en el silencio definitivo. En «Manera de decir» Francisco José Cruz reafirma su condición de heredero del tiempo, de lo que ha dejado en el camino. Toda la poesía del sevillano es una provocación al lector. Él mismo lo admite y así lo recalca: «Intento involucrarme lo menos posible en el poema para crear en el lector, no en mí, ese estado de perplejidad al que aludí antes». El poeta se nos entrega, afirma su presencia con la participación de quien habla con los objetos, como el mismo autor lo dice. Y digo al desgaire para entrar y salir de los sonidos que repetimos en el silencio de la soledad, eco respetuoso de quien trabaja el tiempo acumulado:

Escucho en una grabación antigua
las voces de poetas que ya han muerto.
         Son voces bien despiertas,
ajenas por completo a la ceniza
de las gargantas que las alentaron.

Tiene la eternidad que esas gargantas
ni siquiera soñaron y, no obstante,
         sólo pueden decir
estas pocas palabras que han quedado
al margen del silencio, cuyo cauce

divide para siempre la memoria
del olvido. Las palabras son claras,
         parecen recién dichas,
pronunciadas ahora que las oigo,
como si nunca hubieran conocido

garganta, lengua, labios. Voces solas
hablando decididas de la ausencia
         sin que puedan callarse.
Tal vez están diciendo lo que aquellos
poetas no dirían si volviesen.

5
Si bien poema y poetas vertebran la respiración de Francisco José Cruz, la materia prima, la materia, también se aproxima a los motivos de su pasión por vivir. Dejemos que sea el más adentro de su indagación el que cante, el que nos lleve de la mano al sótano de una mirada cuyo silencio es el mismo poema:

Mis padres murieron hace doce años.
A veces sueño que vuelven y que tratan
de vivir como si fuéramos los mismos
y desde entonces nada hubiera cambiado.
Cómo explicarles que ya no tiene casa,
que muebles y dinero los repartimos,
naturalmente, entre todos los hermanos.
Nos miramos sin decir palabra
hasta que me despierto con gran alivio.
                                                               («Pesadilla»)

Restos del tiempo, de unas vidas que rescatan su espacio en la memoria.
      Uno lleva ventaja cuando oye al autor decir sus poemas. Francisco José Cruz lee «desde adentro”, desde la iluminación de su invidencia, y nos acerca más a ser ángel o demonio, luz o sombra, vida o muerte, verano o invierno, esos contrarios que dice bien Montejo. Por eso, recurro a esta «Canción de sepultura», tan de la tradición de su patio como el limonero en el soleado de Lorca:

Púdrete, amor mío,
que no hay más remedio,
púdrete sin mí,
que aún no me he muerto.

Púdrete, púdrete
dentro de tu sueño,
púdrete aunque yo
sin ti ya no duermo.

Púdrete, amor mío,
que no hay más remedio,
púdrete, púdrete
hasta el último hueso.

      Con este último verso, nos damos por satisfechos. Mortalmente satisfechos, vivamente urgidos por alcanzar el próximo poema, la próxima estación que dice Virgilio Piñera: «Escribimos también lo que no vivimos», citado para dejar claro que entre la vida y la eternidad casi no hay distancia.

Publicado en el blog Historiografías, 4 de julio de 2008.