miércoles, 20 de marzo de 2013

LAMENTO DE LÁZARO


                  Cristo dijo a Lázaro: Levántate y anda. Tal vez
                              hubiera sido preferible que le dijera: levántate y habla.
                                                                              Roberto Juarroz

Qué desgracia, Jesús,
que tú así te dejaras
llevar por el inmenso
dolor de mis hermanas.

Ahora, en el fondo, nadie
desea estar conmigo
y a ellas mismas les doy
un vago escalofrío.

Te olvidaste de mí
ante la maravilla
de levantar mi cuerpo
e infundirle la vida.

Tu maldito poder,
ay, cómo me condena
a morir otra vez.


Publicado en Sibila, revista de arte, música y literatura, nº 40 (Sevilla, octubre de 2012).

jueves, 14 de marzo de 2013

HASTA EL ÚLTIMO HUESO por Alberto Hernández

1
El lector, ese prestigio o amago de intenciones, entra en una poética. Levanta la mirada más allá del paisaje y regresa a la «materia» de lo escrito con la venia de quien lo trazó en el papel y en el adentro:

Siempre hay que recordarle al poema
que tiene que ayudarnos a escribirlo.

      Esa confianza en el sujeto poema nos resigna a estar más cerca de la angustia que de la celebrada felicidad de los conformes. El poeta de esta «travesura», el sevillano Francisco José Cruz, concita el encuentro gracias a la antología Hasta el último hueso (Poemas reunidos 1998-2007) que publicara el otro@el mismo (Mérida, Venezuela, septiembre 2007), dirigida por Víctor Bravo, y que ha propiciado tantas sorpresas agradables a los lectores de éste y del otro lado del hemisferio de habla castellana.

      El autor de estos poemas, vidente de todos los mundos de la palabra, se anuda a la imagen que lo ha hecho decir en una entrevista: «Procuro que sea el lector el que ponga los sentimientos ante lo que se le muestre». Y así lo ha dejado sentado en el prólogo del volumen antológico el poeta venezolano Eugenio Montejo.

El poema no aguanta aquí sentado
y a los pocos renglones ya desobedece,
trazando con los pies
los garabatos que le van saliendo
a la vez que se acerca hasta la orilla
del folio y allí naufraga,
como un niño advertido del peligro
que implica no hacer caso a quien lo cuida.

      «El travieso», el poema/niño, el poema/rebelde, el desobediente, el que se suelta de la mano del padre y desbarata el mundo, dialoga con su creador, lo silencia y hasta lo conmina muchas veces a callar. Esta sensibilidad la encontramos en toda la poesía de Francisco José Cruz (Alcalá del Río, 1962): se trata de un creador que vibra con su propia libertad. Andaluz al fin, se regodea en su ambulante imaginación. Gitano de los sonidos, canta su poética, la acomoda a la gracia de saberse sujeto a riesgos y aventuras. El poema –qué bien suena en Cruz– es un juego: suerte de maravilla que se agita en las manos del niño que lo inventa. Juguete, la palabra se hace visible a través del mundo que el poeta re-crea, instruye con el fraseo diario de la inteligencia, de una especial sensibilidad, cuyo referente está en la «perplejidad de quedarnos un instante entre lo que fue y lo que podría ser».

2
Tres son los libros que aparecen en esta selección: Maneras de vivir (1998), A morir no se aprende (2003) y El espanto seguro (2007). En ellos, según palabras del mismo Cruz, ha quedado el paso del tiempo, lo que ha dejado en su discurrir. Más que el tiempo, sus sobras, los poemas, pero sin aspavientos, sin adornos que los hagan más cercanos, más hechos del barro con que es moldeado el ser humano. No tanto la tradición de que se vale, más de esa prosodia que tanto nos ha hecho andaluces a los que vivimos, soñamos y morimos en esta herencia llamada Hispanoamérica. Se trata de una poesía que se pasea por los laberintos del autor y logra salir luminosa, limpia de las sombras del cuerpo y del alma. Sus referentes no tienen fronteras: todo tema se hace transparencia, poema para consumir, para danzar con la inflexión de cada sonido. Podemos decir que bailamos con esta lectura, que nos sacudimos la timidez y nos hacemos lectores desengañados. Cada poema de Francisco José Cruz es la inauguración de una sorpresa. No es la sorpresa per se. No; se trata de la víspera de lo que nos espera, de lo que nos dará el poema con el primer encuentro.

3
Quiero quedarme en un texto que «piensa», que nos imagina como sujetos de experiencia, porque todo lector al ser invitado a compartir el ágape, algún diálogo genera un espacio, el trozo de silencio que ocupa un lugar y forma parte de atracciones y rechazos. Digo: me quedo con este poema, «La mesa», para regocijarme con este Francisco José Cruz que sabe verlo todo, que viaja por la luz y por la sombra, por las señas de identidad de los objetos renovados, hechos al gusto con los insumos de la imaginación, sin recargo de «belleza innecesaria»:

Si una cosa de las que tiene encima
le dijera que siempre no fue mesa,
que sus patas fueron antes raíces
aunque las tenga lisas, torneadas,
lo negaría con todos sus clavos,
barnices y molduras a pesar
de las vetas o venas que la cruzan.

Nunca ha echado de menos una rama
flexible, acogedora. Sin embargo,
siempre dispuesta todo lo recibe
sin quejarse del peso ni del roce.
Necesita sentir encima cosas
como si fueran pájaros dormidos,
confiados al ser de la madera.

4
Leo al desgaire, a placer, con la libertad que me brinda este saludable poeta. A tanto ha dado el tiempo, que deja sobre la misma mesa, bajo el cielo entreverado, las voces de quienes recuperaron la edad en el silencio definitivo. En «Manera de decir» Francisco José Cruz reafirma su condición de heredero del tiempo, de lo que ha dejado en el camino. Toda la poesía del sevillano es una provocación al lector. Él mismo lo admite y así lo recalca: «Intento involucrarme lo menos posible en el poema para crear en el lector, no en mí, ese estado de perplejidad al que aludí antes». El poeta se nos entrega, afirma su presencia con la participación de quien habla con los objetos, como el mismo autor lo dice. Y digo al desgaire para entrar y salir de los sonidos que repetimos en el silencio de la soledad, eco respetuoso de quien trabaja el tiempo acumulado:

Escucho en una grabación antigua
las voces de poetas que ya han muerto.
         Son voces bien despiertas,
ajenas por completo a la ceniza
de las gargantas que las alentaron.

Tiene la eternidad que esas gargantas
ni siquiera soñaron y, no obstante,
         sólo pueden decir
estas pocas palabras que han quedado
al margen del silencio, cuyo cauce

divide para siempre la memoria
del olvido. Las palabras son claras,
         parecen recién dichas,
pronunciadas ahora que las oigo,
como si nunca hubieran conocido

garganta, lengua, labios. Voces solas
hablando decididas de la ausencia
         sin que puedan callarse.
Tal vez están diciendo lo que aquellos
poetas no dirían si volviesen.

5
Si bien poema y poetas vertebran la respiración de Francisco José Cruz, la materia prima, la materia, también se aproxima a los motivos de su pasión por vivir. Dejemos que sea el más adentro de su indagación el que cante, el que nos lleve de la mano al sótano de una mirada cuyo silencio es el mismo poema:

Mis padres murieron hace doce años.
A veces sueño que vuelven y que tratan
de vivir como si fuéramos los mismos
y desde entonces nada hubiera cambiado.
Cómo explicarles que ya no tiene casa,
que muebles y dinero los repartimos,
naturalmente, entre todos los hermanos.
Nos miramos sin decir palabra
hasta que me despierto con gran alivio.
                                                               («Pesadilla»)

Restos del tiempo, de unas vidas que rescatan su espacio en la memoria.
      Uno lleva ventaja cuando oye al autor decir sus poemas. Francisco José Cruz lee «desde adentro”, desde la iluminación de su invidencia, y nos acerca más a ser ángel o demonio, luz o sombra, vida o muerte, verano o invierno, esos contrarios que dice bien Montejo. Por eso, recurro a esta «Canción de sepultura», tan de la tradición de su patio como el limonero en el soleado de Lorca:

Púdrete, amor mío,
que no hay más remedio,
púdrete sin mí,
que aún no me he muerto.

Púdrete, púdrete
dentro de tu sueño,
púdrete aunque yo
sin ti ya no duermo.

Púdrete, amor mío,
que no hay más remedio,
púdrete, púdrete
hasta el último hueso.

      Con este último verso, nos damos por satisfechos. Mortalmente satisfechos, vivamente urgidos por alcanzar el próximo poema, la próxima estación que dice Virgilio Piñera: «Escribimos también lo que no vivimos», citado para dejar claro que entre la vida y la eternidad casi no hay distancia.

Publicado en el blog Historiografías, 4 de julio de 2008.

martes, 5 de marzo de 2013

DOS CARAS DEL CAOS por Francisco José Cruz

No estoy dotado para las grandes abstracciones metafísicas. El término caos, contemplado en su dimensión cosmogónica, desborda mi capacidad imaginativa, al punto de resultarme un concepto inconcebible si no fuera por el afán ordenador de Hesíodo que, a su manera, despejó las abismales nebulosas del comienzo de un mundo que ya dejó de ser el nuestro. Pero, sin ir tan lejos, múltiples manifestaciones del caos –de un caos concreto en diversos grados– afectan decisivamente a nuestra vida, entre ellas, el aliento creador y la enfermedad, temas opuestos y habituales en mi escritura. Dos poemas míos, «Habla el barro» (Maneras de vivir, 1998) y «Delirio» (El espanto seguro, 2010) muestran, sin ambages, estos extremos de la condición humana. Ambos, pese a sus contrarias realidades, se expresan en primera persona, pues, sólo a través del recurso de la empatía se puede dar voz a lo que no la tiene o a quien ya la ha perdido para siempre.
      El primero responde a mi persistente inquietud por la apariencia de las cosas cotidianas y sus cambios de función o aspecto, provocados por el curso del tiempo y las circunstancias. Me lo inspiró una visita que a mediados de los años 90 del siglo pasado hice con mi mujer al museo de artesanía popular de Paco Tito, en la ciudad andaluza de Úbeda. Allí, rodeados de piezas acabadas o a medio hacer, un hombre silencioso se atareaba en su torno, dando forma a algo que aún no la tenía. En el poema, como su título indica, es un trozo de arcilla el que va contando paso a paso, la radical transformación a que lo somete la inmemorial destreza del alfarero desde su informe estado:

Habla el barro

Unas manos sin cuerpo,
anteriores al mundo,
parece que crearon a estas manos de barro
que, cuidadosas, hacen con mi forma
una forma distinta de las suyas.
Estas manos no piensan: es el tiempo
el que infunde a sus huesos el instinto
de salvarme del caos.
Yo no hubiera durado sin ser algo concreto.
Estoy siendo una cosa:
esta masa de dedos indudables
ya se ha impuesto a la mía
y he dejado de ser lo que no era.
Me siento circular y hasta profundo,
después de que el calor de una memoria
me asignó este destino
de plato que ya tengo.
Y me plazco en el cuerpo que ahora estreno,
decidido a durar en este instante
cerrado de materia.

En efecto, su punto de partida está en el caos, pero un caos tangible, abarcable por la sensibilidad humana. Sólo en los versos del comienzo asoma un vago vértigo cósmico que de inmediato desaparece en pos de una paulatina concreción que el presente del poema refuerza. En la suave alternancia polimétrica de los versos sueltos, acompañando como en sordina al monólogo interior, sentimos la manipulación delicada de «esta masa de dedos indudables» –donde la aliteración intensifica por un instante el modelado del tacto– y el placer físico de llegar a ser un plato, ese objeto reconocible y útil que da sentido a la materia informe, originaria, fructífera.
      El segundo poema surge de mi exacerbada conciencia de la precariedad física y, por ende, a la necesidad de revelarme ante dolor ajeno –que en cualquier momento puede ser propio–, imaginando el sufrimiento. De ahí el agudo realismo, casi impúdico, con que afronto este aspecto de mi poesía. Lo escribí como al dictado –cosa rara en mí– a raíz del cáncer agónico que devoró a mi suegro. Entre sus líneas, sin dejarse notar, aún late la humillante impotencia de sus seres queridos durante tantos días al borde de la cama:

Delirio

Se extiende el tumor
por el vientre el pecho
hasta la garganta
se extiende el tumor
se extiende no puedo
ya ni beber agua
se extiende el tumor
se extiende del cuerpo
a toda la cama
se extiende y me hundo en el sopor
de las sábanas
en el colchón
que me traga
y estiro y encojo las patas de mi cuerpo
las piernas de la cama
y me hundo me hundo en este sueño
sin alas
que tornillo a tornillo hueso a hueso
me confunde con la cama
y me duele el colchón
me duelen las sábanas
manchadas de sudor
o de miedo
y me hundo me hundo en el tumor
que me traga me traga
entero

      Si «Habla el barro» va del desorden primigenio a un orden provisorio, «Delirio» muestra el proceso contrario: de la previa armonía vital, ausente en el texto, al desmoronamiento definitivo. Todos los elementos del poema están al servicio de expresar el irremediable deterioro del cuerpo, sin ahorrar detalles de sus demoledores estragos. En arte, paradójicamente, hasta el desconcierto requiere una forma y ésta subraya la última lucidez del enfermo. Los nueve primeros versos siguen un esquema fijo de metro y rima, que otorgan un deliberado equilibrio inicial al poema, pese a la existencia del tumor desde el comienzo. Todos los versos, a partir del décimo, se alargan o se acortan como espasmos, acordes con el desaforado descontrol del organismo, y dicha regularidad se viene abajo. Sin embargo, aunque ya su alternancia es caprichosa, las rimas no se pierden, cuyo ir y venir, no da respiro, como tampoco lo dan el polisíndeton, la obsesivas repeticiones de palabras, de estructuras sintácticas o incluso de versos. Estos procedimientos, unidos a la falta de puntuación, contribuyen a un grado de asfixia cada vez más agobiante y vertiginoso, al punto de que mediante recurrentes metonimias, las sensaciones se confunden en la íntima perorata del moribundo, y los contornos de su cuerpo –esos límites que defienden cualquier forma definida del caos– se borran.
      En definitiva, he recordado dos experiencias que no he vivido en persona, aunque haya sido testigo directo de ellas, y que, gracias al carácter eminentemente comunicativo de la poesía y mi confianza en todos sus niveles expresivos, he hecho propias: una como trasunto de la composición poética y otra como anticipo a esa postración final que, cuando me llegue, no podré dejar escrita. Formas inocentes, pues, de contrarrestar estas dos caras del caos: la que nos precede y la que nos acecha.
                                                                                            
                                                                                                   Carmona, enero de 2013.
Publicado en Luvina 70 (revista literaria de la Universidad de Guadalajara, México, primavera de 2013).