miércoles, 23 de enero de 2013

MANERAS DE VIVIR por Antonio Deltoro


Recientemente me ha dado por escribir más de poemas que de poetas, entre otras cosas, para probar de qué manera un poema solitario y sin cartas de recomendación nos transforma como lectores; sería, pues, para mí, un garbanzo de a libra encontrarme uno tan desconocido como una persona de la que no tuviéramos más indicios que su mera presencia. Tal cosa es prácticamente imposible cuando conocemos a otras criaturas del mismo padre, pero si nos concentramos en un poema lo podemos captar en su individualidad, olvidarnos por un tiempo de los otros, irnos únicamente con él, como con un único amigo. Para eso es bueno copiarlo, sacarlo del libro, dejarlo en la hoja solo, como una muestra de un tejido bajo la mira de un microscopio. Lo curioso es que entonces no necesita nada para adquirir movimiento saliéndose del papel a la memoria. Así lo llevamos a las calles y al sueño y aparece y desaparece en fragmentos, hasta que su presencia tiñe sonoramente la presencia visible de lo que nos rodea. A lo largo de los años he hecho esto con no pocos poemas de Francisco José Cruz: copiarlos para memorizarlos. Todos han resistido esta prueba: han adquirido, por la temporada que mi frágil memoria los ha llevado, vida independiente y exclusiva, después han vuelto a su país de origen para enriquecer con su individualidad el conjunto plural de las maneras de vivir. Hoy quisiera tomar uno de esos poemas que llevé en la memoria solitario como punto de partida:

Esturión en un acuario

Viene del origen del mundo, por eso habita
en el fondo del mar, que es el fondo del tiempo.
Atravesó los siglos bajo el vidrio cambiante
de las aguas, para reproducirse
y atender el reclamo de lo eterno,
hasta llegar aquí:
espacio en que el final
del mundo ha levantado paredes de agua fija.
Quizá busque salir porque tantea
con sus barbillas táctiles.
El cristal es un agua que no tiene retorno
y así la transparencia no es más que un espejismo.
Extinguida su especie en esta cuenca
de largas amalgamas, sobrevive
en el agua estancada del destiempo.
Por ella sube y baja, sube y baja,
resignado tal vez al cautiverio
sin fin que lo condena
a no volver al mar y a no morir.
Su destino, por tanto, sigue siendo
nadar contra corriente,
aunque ya no remonte ningún río
y tan sólo se adapte
a estar fuera del mundo.
Hoy lo vemos flotando en un futuro
que no le corresponde
y, a salvo de la vida, vive aún.

      Los dos primeros versos: «Viene del origen del mundo, por eso habita / en el fondo del mar, que es el fondo del tiempo», nos hablan de un tiempo muy largo y de un ser singular que condensa una especie y que, incluso en un acuario, sigue cruzando el mar. En estos versos hay una acumulación de palabras con peso y sin embargo no se van al fondo, quizá porque desde el título sabemos que se trata de algo tan abarcable y tan concreto como un esturión en un acuario y por ese «por esto», que equilibra y vuelve relativa y, al mismo tiempo, evidente la verdad de estos versos. Mundo, tiempo, fondo, son sustantivos muy grandes, muy usados, con un sonido muy hondo, y mar uno de los monosílabos más afortunados de la lengua. El poema nos habla de una criatura que no se morirá si no se reproduce. En la poesía de Francisco José Cruz los muertos vivos son tan cotidianos como nosotros y más creíbles que Drácula: «Hoy lo vemos flotando en un futuro / que no le corresponde / y a salvo de la vida, vive aún.» «Atravesó los siglos bajo el vidrio cambiante / de las aguas» o «el cristal es un agua que no tiene retorno / y así la transparencia no es más que un espejismo». En este poema y en esta época el final del mundo construye jaulas, cárceles, horarios, roles, paredes de agua fija o de cemento. En este pez alargado, físicamente y en el tiempo, que no puede salir del acuario y que no muere porque no se reproduce, hay algo del soltero, del tigre enjaulado, de López Velarde. Muchos personajes, no todos, de Maneras de vivir están enjaulados en un tiempo, en un exilio, que es una tierra de nadie en el espacio y el tiempo del que no están del todo conscientes: quizá el esturión ignora dónde está y piensa que detrás del cristal hay agua, que continúa en el océano o que por fin ha llegado al río. El acuario está lleno del agua estancada del destiempo, como en la jaula los monos de otro poema viven en una tierra ficticia entre el hombre y la selva.
      El esturión se adapta a estar fuera del mundo, vive una sobrevida, como los muertos de un poema van muriendo en la muerte («Ya sabemos, por propia inexperiencia, / que los muertos, poco a poco, se acomodan / en sus tumbas/ y cada siglo que no pasa por ellos, / se sienten más a gusto de ser nadie»). A veces parece que para Francisco José Cruz los tiempos de la muerte y de la vida sean dos gerundios: no se vive, se va viviendo, no se muere, se va muriendo; como otra muestra de lo que digo invito al lector a leer «Revisión». «En el vientre de mi mujer, el hijo / se está haciendo poco a poco»... «En el vientre de su tumba, mi madre / queda, poco a poco, sin su cuerpo». Para el autor de Maneras de vivir: «Dejar de ser algo no siempre significa no ser nada, sino empezar a ser otra cosa». Maneras de vivir podría también llamarse maneras de sobrevivencia, ya lo he dicho: abunda en seres que sobreviven en un estado intermedio entre la vida y la muerte, pero también está poblado por seres que durante su metamorfosis son capaces de colocarse en los dos extremos, pasado o futuro o, que ya transformados, recuerdan su vida anterior, ejemplos de esto son: «Habla el barro» o «La mesa».
      El exilio de los elefantes, de los monos, de los objetos en un museo, el estado de un perezoso en una rama, nos da pistas de nuestra propia manera de vivir, de nuestro exilio. Incluso un grito independizado del hombre que no es ya su dueño deja al hombre a la intemperie, en el exilio, cada vez que se calla, huérfano del grito. Muertos y aún no nacidos, la imagen en el espejo de alguien, los juguetes encerrados en una vitrina, comparten, regresan, cada uno a su manera, una condición intermedia entre el ser y el no ser. El vacío, en la forma del frío, adelantado de la muerte, se cuela en las noches entre los huesos de un anciano. Las cosas pierden y, al perderla, recuerdan su función cuando se las deshecha y se las condena a un limbo. Las voces de los poetas muertos los sobreviven repitiéndose mecánicamente en las grabadoras. Pero todo esto no resta sino que multiplica la realidad y la hace más perceptible y aguda. Nuestro poeta apenas necesita salirse de lo escueto para darle, a lo escueto real, el hierro de un misterio. Parece creer que no hay misterio tan fuerte como el estar aquí, en esta vida, ahora, y no haber estado antes y no estar después. No hay una manera de vivir: tenemos Maneras de vivir y, como nos dice el título de un libro posterior, A morir no se aprende.
      El oído de Francisco José Cruz es un cauce para decir y lo que dice, casi siempre, es un descubrimiento que se desprende de la realidad y de la perplejidad comunes: aquellas que compartimos todos por el mero hecho de existir. En ese cauce su voz transcurre naturalmente: la suya es una poesía desprovista de adornos o de belleza innecesaria, porque para él «no se crea agregando, sino suprimiendo» y «lo que el poema habla está más en lo que calla que en lo que expone». En Maneras de vivir no hay un tratamiento métrico o estrófico uniforme, cada manera, cada poema nace con un rostro distinto, con su métrica propia y estrofas características, con un tratamiento adecuado y hecho a la medida de su sentido y de su forma de estar en el mundo. El vocabulario de cada uno no se distingue del que hablamos todos los días, está apegado a la vida de todos y sin embargo nos dice cosas de mucho calado y nos trasmite una visión muy particular, no sólo propia de su autor sino de cada poema. La poesía de Francisco José Cruz recurre a la personificación y lo hace no para velar o nublar la verdad de las cosas sino para mostrarla, no sólo al pensamiento, sino para que la sintamos creíble y nuestra. Como un ejemplo sutil pongo ese «final del mundo», que levanta paredes de agua fija en «Esturión en un acuario», o los más notorios del día y de la tarde transformados en un funambulista y en una costurera de los poemas «El funambulista» y «La costurera y el mendigo». En el primer poema se dice: «Por los altos cordeles de la ropa / el día hace equilibrio y lento pasa / de puntillas al lado que no vemos, / allí, / donde entonces el mundo se constata».
      En un ensayo dedicado a la poesía de Eugenio Montejo, Francisco José Cruz afirma que el tema central de la poesía de todos los tiempos es el paso de la vida a la muerte, pero tal parece que para él no sea menos esencial el paso de la nada a la vida: ¿dónde están esas formas por venir aún no nacidas?, ¿cómo son esas formas que no están en el tiempo?, ¿nos pueden dar indicios de nuestras maneras de no ser y de ser las cosas que están situadas en el terreno intermedio entre el no ser y el ser? Maneras de vivir, creo, trata de seguir los indicios que nos dan estas formas. Lo no nacido y lo que está muerto viven procesos paralelos, en realidad están naciendo y están desapareciendo, no nacen o se mueren de una vez, son procesos que, aunque inversos, tienen algo en común que transcurre entre el vacío y la materia y entre la materia y el vacío, como quizá, fuera de su continuidad aparente (la materia de nuestro cuerpo cambia por entero cada determinado número de años), también ocurra en nuestras vidas.
      Los poemas de Francisco José Cruz parten de una perplejidad que nos señala que no somos del todo seres individuales sino que estamos conectados con nuestros ancestros y descendientes, no sólo por la vida sino también por la muerte. La perplejidad que deja en los sobrevivientes la muerte de sus semejantes o la transformación de un objeto al cambiar su función o su lugar («Perplejidad de quedarnos un instante entre lo que fue y lo que podría ser»), establece una cadena entre los que vivieron y los que viven ahora y los que vivirán después, una cadena que fundan los gestos comunes, las palabras compartidas y la obsesión por la ausencia de nuestros parientes y amigos, que los hace presentes en nuestras vidas. Una cadena que sólo se manifiesta plenamente en el poema. Pues, para el poeta sevillano: «La poesía es de los pocos reductos humanos donde intimidad y comunicación se nutren mutuamente». «Quizá, el único lugar donde el ser y el no ser de todo se reconcilien sea un poema». En un ensayo sobre el poeta argentino Antonio Porchia, el autor de Maneras de vivir dice algo que también es válido para su poesía: «Si la poesía contemporánea se ha ocupado, con gran variedad y acierto, del problema de la identidad –el hombre contemporáneo es un hombre escindido–, Porchia, asimilando esta misma concepción, ha logrado que esta escisión deje de ser uno de nuestros conflictos capitales para constituir un pasadizo entre el ser y el no ser, lo posible y lo imposible».
      En Maneras de vivir hay poemas que parecen cuentos para niños, sembradores de símbolos y dudas, pero no por ello menos verdaderos y secos. En estos poemas Cruz emplea «la memoria imaginante» que él detecta con lucidez en un poema de Eliseo Diego: «El poeta se dirige a la muchacha de “Retrato de una joven, Antinoe, siglo II” como si en realidad estuviese viva, pero sin ocultar en ningún momento la real inexistencia de ella». Este recurso poético logra que el poeta hable a la vez a la viva y a la muerta, dejando en nuestro ánimo «la fatal conmoción del asombro que produce la inexistencia». Convoco al futuro lector de este libro a que lea en este sentido «Manera de comer».
      Hay muchos versos en Maneras de vivir que se leen ajustados al poema, apegados casi a la literalidad que los sustenta, pero que leídos despacio, en su estrofa, sin pasar al resto del poema, nos suenan a claves de vida aplicadas no sólo a una forma particular, sino a muchas o a todas las formas de vida; no obstante, para el oído de nuestro poeta, cada forma tiene su voz que suena entre otras que suenan, es una forma dotada de lenguaje con un oído que atiende. En «Habla el barro», el barro hecho plato dice: «Me siento circular y hasta profundo» y «Yo no hubiera durado sin ser algo concreto». Toda manera de vivir tiene un lenguaje fuera del coro: habla una camisa, la imagen de un ser concreto en el espejo, un palo, etc. Cada poema, cada manera de vivir tiene su forma de hablar, insisto, su voz, su timbre, su tono, pero logra hacerse entender; la poesía de Cruz está muy lejos de la torre de Babel de gran parte de la poesía de nuestros tiempos. Él pertenece a un grupo minoritario en la actualidad de poetas que creen que es básica la legibilidad de un poema, que es el principio de su credibilidad, y que estas dos cosas están enlazadas, íntimamente, con ese mundo inefable al que, se dice, la poesía roza y cuyo roce delgado es el poema. Que el decir y el no decir se comunican. Esta legibilidad es la base de la que parte: las palabras, el lenguaje, lo compartimos con otros tan diferentes entre sí como el barro y una camisa, que existen como nosotros pero que representan formas más misteriosas, si cabe, que la nuestra, por ser aparentemente criaturas de nuestras manos, a su vez creadas por otras manos: «Unas manos sin cuerpo, / anteriores al mundo / parece que crearon a estas manos de barro / que cuidadosas, hacen con mi forma / una forma distinta de las suyas».
      En Maneras de vivir todo vive un tiempo más largo que su forma, toda forma excede sus límites físicos y temporales, toda forma continúa o antecede a otra; por ejemplo, una mesa: «necesita sentir encima cosas / como si fueran pájaros dormidos, / confiados al ser de la madera».
      Quizá la condición de todos estos seres está en que están, al mismo tiempo, dentro y fuera del mundo y de sí mismos, en una condición de permanente metamorfosis, de detenida metamorfosis, y sea ésta la que les da, paradójicamente, la conciencia de ser. Los monos en el zoológico «Aún no han aprendido / a saltar de una ausencia / a otra ausencia del bosque que perdieron / y por esto sus ojos no miran lo que ven». Poco a poco van deshabitando su mundo pasado, el de la selva, y van entrando a un limbo que no está ni en el zoológico ni en África: «Tal vez han decidido —al menos los ancianos— / no gastar energía inútilmente / y engordar de desidia, tumbados en el suelo, / solos a la redonda, como un reloj parado». El astronauta que flota dentro de la nave a la que rige otro tiempo distinto que el de la tierra dice: «Voy dejando de ser quien hasta entonces era allí abajo ¿abajo? / Estoy fuera del mundo...»
      Aunque un solo poema de Francisco José Cruz puede dejar al lector en un acuario, repitiéndolo en un tiempo sin tiempo, como ya lo dije al principio: el lector ganará al seguirlo de poema a poema y de libro a libro. A Maneras de vivir lo acentúa en el decir callando, un libro de reciente aparición en España: A morir no se aprende. Si se piensa en ambos títulos y en los dos libros en conjunto, la seriedad, la continuidad y el rigor de la empresa o de la aventura de Francisco José Cruz se ponen en evidencia. Quisiera terminar con un poema de este último libro como una incitación para su publicación en México:

A morir no se aprende

Vivir no es una escuela,
ni siquiera un camino,
que ya hubiera borrado la intemperie.

El tiempo no nos lleva
de la mano: es el aire,
el que arrastra a capricho los papeles.

No se aprende a morir.
Siempre andamos perdidos
en medio de las cosas y la gente.


Publicado en Letras Libres nº 71, noviembre de 2004 e incluido en Favores recibidos de Antonio Deltoro (Fondo de Cultura Económica, México, 2012).

miércoles, 16 de enero de 2013

CONVERSACIÓN CON EDUARDO MENDICUTTI por Francisco José Cruz

Esta charla propone ser un agradecimiento a Eduardo Mendicutti por sus variadas y macizas estructuras narrativas, por su vigor verbal, por su generosa habilidad para entretener, no para distraer.

      Y otro agradecimiento a sus personajes por su viveza expresiva, que es una manera de autorreconocimiento; por su ternura, que, en muchos de ellos, es una forma delicada del coraje; por su sentido del humor, que, más precisamente, es un humor con sentido; por su lección moral, que no margina a la cobardía ni al desvarío; por su necesidad de amor palpable.

Francisco José Cruz y Eduardo Mendicutti en el Hotel Tartaneros.
Sanlúcar de Barrameda, 17 de agosto de 1994 
―Quizás la identidad es el asunto primordial de tu obra y, por consiguiente, la base sobre la que todas tus novelas descansan. De manera muy esquemática, el conflicto de la identidad puede plantearse desde dos situaciones. Una, la del homosexual que lleva, sin aparente esfuerzo, una doble vida y que sólo su comportamiento sexual lo distingue del predominante mundo heterosexual; y otra, aquélla en que la atracción homosexual demanda una transformación total. Es decir, el hombre desea ser mujer y es aquí donde, a mi juicio, la identidad es un verdadero conflicto, acaso una de sus formas más radicales, ya que la inarmonía de este ser se plantea desde su raíz: Sus tendencias psíquicas chocan con la constitución física. El cuerpo se enfrenta al pensamiento y a sus propios deseos. El cuerpo es una contradicción. ¿Este desacuerdo es inherente a estos seres y su única salida está en la aceptación del problema, o se podría resolver de otro modo?

―Es verdad que uno de los elementos básicos de todo lo que yo he escrito es esa búsqueda y esa aceptación de la propia identidad, incluso como contradicción. Es decir, lo que no he querido hacer –y si en algún momento de la lectura de alguna de mis novelas eso se nota, creo que me habría equivocado en algún punto–, es tener que forzar a nadie, ni siquiera al propio personaje, a borrar las contradicciones para imponerse tal y como la identidad soñada quiere ser. Entonces, la identidad es compleja, conflictiva y contradictoria. Pero es lo que es. Lo que mis personajes no quieren, en ningún momento, es mutilar partes de esa identidad para tener una identidad convencional, una identidad aceptable, una identidad opaca o una identidad anémica. Es decir, aceptarse tal como son, con todas las contradicciones, es una de las columnas vertebrales de todo lo que yo he escrito. Por consiguiente, la salida a este conflicto con la propia identidad está –y es la única que yo planteo– en aceptarse tal como se es, sin necesidad de forzar a nadie a aceptarse de una forma idealizada, porque en ningún momento he intentado idealizar la propia identidad de mis personajes, ni mutilar aquellos flecos que puedan se conflictivos, que puedan ser difíciles para definir mucho más diáfana esta identidad. La identidad de mis personajes es voluntariamente confusa y voluntariamente compleja. Mis personajes tienen que aceptarla así porque así es como somos.

En el capítulo de El palomo cojo, «¿Por qué puerta entrará el desconocido?» –también en otros, pero me parece muy significativo en éste–, se ve cómo, de manera oscura, sutil, larvaria, el niño va tomando consciencia de sí mismo. Hay una suerte de búsqueda, todavía no consciente del todo, de su personalidad. Esta toma de consciencia lo lleva, en el fondo, al descubrimiento del otro, como se nota y él reconoce al final del capítulo. Al principio, él creía que el otro venía de fuera, por su temor nocturno, allí en la cama, propio de un niño, magníficamente reflejado, pero después descubre que el otro viene de dentro y viene empujando. De hecho, esto está planteado, desde otro punto de vista en Tiempos mejores, donde se contrastan la juventud y la madurez de Antonio «Maridiscordia» y de Enrique «La Queta». Mientras «La Queta», en su madurez, adopta una postura acomodaticia e hipócrita, trata de olvidarse de su pasado, como se ve en el episodio de la foto, «Maridiscordia» procura conservar lo más posible las convicciones, las ideas y la manera de sentir de Antonio Romero. Lo que sucede es que el paso del tiempo va difuminando sus convicciones, aunque «Maridiscordia» no quiera perderlas. En «Maridiscordia» esto ocurre porque quizás sus convicciones provengan antes del corazón que de una ideología férreamente definida. Por mucho esfuerzo que uno haga por mantener su personalidad, ¿qué queda del que fuimos en el que somos? ¿Una ambigua disposición de ánimo?

―Al plantearme este asunto, siempre he intentado que el individuo sea fiel a sí mismo. Es decir, la dignidad personal en cada momento. Es verdad, tienes razón. El tiempo, las circunstancias deterioran inevitablemente lo que somos. Incluso aquello que somos y que hemos tenido que ir descubriendo; lo que en un momento determinado no sabíamos qué éramos. Incluso eso que no sabíamos que éramos y que luego hemos descubierto, cuando lo descubrimos, ya está deteriorado. Añoramos el no haber descubierto en su momento lo que éramos. ¿Cuál es el último agarradero que yo creo que un individuo debe tener y que intento que mis personajes más positivos tengan? La decisión de ser fiel a lo que uno es en cada momento: no claudicar, no renegar de cosas por conveniencia o por presiones o por cualquier otro tipo de influencia externa. Uno puede perder señas de identidad porque evolucione, no porque los demás lo fuercen. Entonces, mis personajes lamentan, en un momento determinado, haber dejado de ser como eran. Lo que no están dispuestos –es el caso de Antonio «Maridiscordia»– es a dejar de ser, voluntaria, consciente, premeditadamente, algo que son en estos momentos porque alguna presión externa les fuerce a ello.

La promiscuidad es uno de los hábitos que definen al mundo homosexual. Sin embargo, «Maridiscordia» expresa, con cierto ahinco, la necesidad de encontrar una pareja estable que no sólo satisfaga sus deseos físicos, sino también amorosos. No obstante, este anhelo de estabilidad compartida no se logra. Y si se logra, es por poco tiempo y, además, gracias al dinero. Esto último que digo también se da con Daniel Vergara en Los novios búlgaros. ¿Es la promiscuidad, en este mundo, una elección libre, un ejercicio de plenitud o la consecuencia de una soledad profunda?

―En mis personajes protagonistas es la búsqueda constante de un instante de plenitud. Cuando a mí me han dicho, por ejemplo, en algún momento, que Los novios búlgaros es una frustrada historia de amor, no he estado en absoluto de acuerdo con esto. Es una historia de amor plena; lo que pasa es que se acaba. El hecho de que una historia de amor sea efímera, no quiere decir que sea más débil ni más innoble ni más sucia ni más fea… Puede ser una historia de amor fabulosa. Lo que pasa es que tiene un tiempo limitado: tiene un comienzo y un final. Además, normalmente, este tipo de historia de amor es de una intensidad enorme. La búsqueda constante de esa intensidad amorosa lleva a la ruptura constante de historias de amor. Pero esto es una postura ante la vida. Probablemente, algunos personajes episódicos de mis novelas –por ejemplo, se ve bastante en personajes secundarios de Los novios búlgaros–, sí busquen tapar la soledad, amontonando amantes y aventuras eróticas, no amorosas. En cambio, cuando lo que se busca es la plenitud sentimental, el resultado al final, es el mismo. Pero la búsqueda de la plenitud es constante y es lo que lleva a que, en un momento determinado, esto se termine, porque las condiciones que se exigen a esta historia de amor no encajan en el concepto de la historia amorosa larga, estable, equilibrada, apacible. Todos estos valores, que me parecen muy bien en una historia sentimental para toda la vida, no encajan en una búsqueda de la intensidad sentimental fuerte en todo momento. Si tú quieres una relación sentimental fuerte en todo momento, tienes que ir cortando cada una de las relaciones sentimentales porque, si no cortas, entrarían en una etapa lógica de tranquilidad.

―Sin embargo, da la impresión de que el dinero juega un papel importante en el mantenimiento y en la duración de ciertas relaciones.

―Es que, claro, yo también soy de la opinión de que el dinero juega un papel importante en la duración de todo, incluso en cualquier otro tipo de relación. Yo he recibido algunos reproches por parte de grupos militantes gays sobre esas novelas, al decir que sólo se pinta un tipo de relación homosexual determinado y se dejan aparte otros tipos de relaciones homosexuales que, evidentemente, existen y que no responden a este tipo. Pero, bueno, esto es una opción de un novelista y, además, es lógico que el novelista busque una situación conflictiva porque, si no, no tendría sentido escribir una novela o saldría una novela rosa, y no se trata de eso. Insisto en que el dinero es fundamental en todo tipo de relaciones. Existe todo el espejismo, y todo el esfuerzo, por conseguir una respuesta por parte de esa otra persona que ha sido, digamos, conquistada por dinero: recibir algún tipo de afecto. Y vuelvo a insistir en lo mismo: en toda relación suele haber uno que quiere y otro que se deja querer. Pero el que se deja querer y manifiesta algún afecto, ese afecto tiene casi tanto valor como el amor desbordante del otro. Es decir, ahí hay una relación a dos y para un homosexual de este tipo, el mito del no homosexual, del heterosexual como pareja sentimental, cualquier gesto afectivo, por parte de esta persona heterosexual, tiene un valor sentimental enorme que, visto desde fuera, parece mínimo, ridículo e, incluso, reprochable porque, supuestamente, no está recibiendo nada a cambio de todo esto que está dando. ¿Cómo que no? Está recibiendo una manifestación de afecto, de cariño, de respeto que –en este caso, para Daniel Vergara de Los novios búlgaros– tiene el mismo valor que podría tener una pareja homosexual que le quisiera con tanta intensidad como él.

―Pero parece que hay una suerte de conformismo por parte de Daniel Vergara, al no poder alcanzar una plenitud mayor, una plenitud definida por la atracción que ejerza sobre Kyril la personalidad de Vergara y su propia capacidad de afecto, sin mediación del dinero. Efectivamente, hay un intercambio de ternura clarísimo, pero también es cierto que Kyril no llega a enajenarse exclusivamente por Daniel Vergara. Y esa ternura, ese afecto dependen, en gran medida, del poder persuasivo del dinero.

―Evidentemente, el dinero, en este caso, es un elemento más

Y Daniel Vergara acepta esta situación, a pesar suyo.

Esto es lo que yo, tal vez, discutiría. Es decir, si tú has entendido en el libro que es a pesar suyo, lo acepto, claro, porque es una lectura. Pero yo no pretendí nunca que el personaje tuviera esa actitud. El personajes es consciente de que eso es así y de que es defendible y es hermoso… Esa es la postura que yo quería transmitir. Hombre, lo que pasa es que Vergara tiene altibajos emotivos y, en algún momento, puede lamentar o echar de menos, normalmente con tono irónico, una situación amorosa idealizada. Pero, al mismo tiempo, es muy lúcido, es muy consciente de que eso no puede ser posible en el tipo de relación que él plantea, y el tipo de relación que él plantea es el que le da las satisfacciones que está buscando.

Lo mismo sucede a Antonio «Maridiscordia» con el portugués, en Tiempos mejores.

―Igual. Incluso con esa última esperanza que, de pronto, le llega. Antonio Romero, al final de la novela, que de pronto decide meterse en otra historia, es perfectamente consciente de que esa historia va a tener el mismo final que las otras. Y, sin embargo, echa para adelante. ¿Por qué? Porque es un tipo de relación afectiva.

Es como si la ingenuidad fuera un ingrediente necesario de la búsqueda de la plenitud.

―Más que la ingenuidad, yo diría el sentido común, que es lo contrario de la ingenuidad. Antonio Romero juega a tope, pero sin perder el sentido común. Es decir, esto da de sí lo que da, y lo que da a él, le resulta satisfactorio y gratificante. Yo creo que es un planteamiento muy inconformista, muy poco convencional. Normalmente, la gente se plantea las relaciones amorosas soñando con una historia intensísima para toda la vida. En cambio, esto no es así. Evidentemente, no es así.

Desde este punto de vista, ¿se podría decir que el mundo homosexual va por delante del heterosexual en este tipo de relaciones y que el heterosexual, además, está despertando a esa realidad y cada vez se está equiparando al homosexual?

―La cosa está muy complicada. Por una parte, está ese tipo de homosexual que se lo plantea como yo lo planteo en mis novelas. Por otra, está el homosexual que sueña con reproducir las relaciones heterosexuales y, por consiguiente, reclama matrimonios, derechos legales… Cosas que a mí me parece muy bien que las pida. Yo apoyo radicalmente a aquellos que luchan por esto, porque ahí está y todo el mundo tiene derecho a tener los mismos derechos. Ahora, si a mí me preguntaran si yo haría uso de esos derechos, lo más seguro es que contestaría que no. Por otra parte, las relaciones heterosexuales, tradicionalmente, han sido desiguales. El hombre ha podido tener, por regla general, satisfacciones amorosas, satisfacciones sexuales fuera del matrimonio y, por consiguiente, ha combinado una situación sentimental estable con otra extraconyugal –o lo podría haber hecho sin grandes conflictos–, y la mujer, no. En cambio, la mujer está ya accediendo a ese tipo de mentalidad amorosa, y esto es un cambio importante. Creo que también es importante, desde el punto de vista de la mujer, el que se esté desligando de todo aquello que rodea a una relación amorosa y que son los derechos, la estabilidad económica… Todas esas cosas están cada vez menos inevitablemente, ligadas al matrimonio. La mujer está accediendo al trabajo… Por consiguiente, la relación amorosa está saliendo del esquema clásico y, desde este punto de vista, las relaciones heterosexuales sí se pueden ir pareciendo a las homosexuales, con lo que llegaríamos a una conclusión un poco llamativa. Y es que el esquema de relación homosexual con muchas historias amorosas que empiezan y terminan, puede ser ideal, a lo mejor, para las relaciones amorosas de cualquier tipo.

―En todas tus novelas, acaso de manera más amortiguada en la última, el humor es un elemento insistente e, incluso, definitorio de algunas. Este humor sale mayoritariamente por boca de los que aquí, en el Sur, llamamos «mariquitas». Si esto no es un tópico, ¿por qué ocurre?

―Bueno, evidentemente es un estereotipo. No tiene por qué ser necesariamente  gracioso. Yo conozco montones de homosexuales absolutamente amargados, desangelados. Ocurre que, para mí, el humor es un arma de defensa contra los demás y, sobre todo, contra uno mismo. El humor está empezando a presentarse como un conflicto. Primero, por lo que tú apuntas. Es decir, porque empiezan los reproches e, incluso, los propios reproches a mí mismo, porque el uso insistente del humor acaba definiendo unos personajes estereotipados, divertidos, homosexuales graciosos y tarambanas. Y esto es un peligro evidente. Segundo, viene a ser un conflicto porque el humor puede terminar siendo un sucedáneo, más o menos digno –y voy a decir una palabra fuerte–, de la cobardía. Es decir, yo no enfoco ciertos temas sin humor porque no me atrevo o porque creo que no van a llegar al lector de una manera aceptable y éste los rechazaría, o yo me voy a encontrar incómodo, literariamente hablando, al abordar determinados temas si prescindo del humor, porque no voy a encontrar el contraste que da muy buenos resultados literarios. Hay, de pronto, lo reconozco en mí mismo, una cierta inseguridad a la hora de utilizar el humor en mis libros. Yo sé que todos estos riesgos existen cuando uno utiliza el humor, como existe el riesgo de ser considerado un escritor de segundo nivel, porque el humor –a menos que se sea Cervantes o Quevedo– puede encontrar, por parte de la crítica literaria, una cierta reticencia, en el sentido de que arguya: «Bueno, sí, muy divertido, mucho oficio, pero no hay ambición, no hay profundidad». El humor es un elemento complicado, muy complicado.

De todas formas, el lector lo agradece porque tú lo compaginas muy bien con un derroche de ternura extraordinario, que también define a los personajes.

―Sin duda, sin duda.

Y con una carga de reflexión: personajes que quieren ser conscientes de ellos mismos continuamente, a pesar del humor que derrochan. Tus personajes no son idiotas porque su humor no cae en el estereotipo costumbrista, generalmente. Aunque se le pueda estar bordeando, está expuesto con inteligencia.

―Pero, precisamente, porque siempre procuro no caer en esos peligros, soy consciente de que esos peligros están ahí. Por consiguiente, es muy difícil equilibrar todos los registros: el de la ternura, el de la seriedad, el del humor, el de la angustia, el de la amargura, el de la alegría de vivir… Combinarlos no es nada fácil. La mayoría de mis libros da una sensación de facilidad que no corresponde con la realidad de la escritura. Conseguir dar la impresión de facilidad expresiva cuesta mucho trabajo y, a veces, cuesta trabajo convencer a la gente del trabajo que cuesta lograr esa sensación de facilidad e, incluso, de ligereza aparente.

El hecho de que tus novelas, salvo Última conversación, estén escritas en primera persona, propicia una retahíla constante del que habla que puede resultar engañosa para el lector, porque parece que está dictada por la memoria repentina y ocurrente. Sin embargo, cuando se lee con atención toda tu obra, se descubre, incluso en capítulos leídos aisladamente del resto, una interdependencia rígida de sus elementos más superficiales –imágenes que pueden pasar, a veces, desapercibidas y que, sin embargo, encuentran eco más adelante–. Esta coherencia de fondo sostiene a la retahíla de la superficie. De tal manera que hay un equilibrio tan extraordinario entre humor, ternura, introspección reflexiva… que, por un lado, salva del aburrimiento al lector y, por otro, se consigue así lo que podemos llamar gancho de la novela, sin menoscabo de la calidad de la escritura ni hacer concesiones a la galería. ¿Qué importancia tiene el gancho en la novela, cuando ciertas corrientes narrativas contemporáneas han desdeñado o no han tenido en cuenta el elemento del tirón?

―Has dicho dos cosas que son fundamentales. Por una parte, a mí me horroriza aburrir al lector. Quiero decir, que un señor se ponga a leer una novela mía y que, de pronto, note que aquello se le viene abajo, como se nota en algunas novelas el esfuerzo que ha hecho el escritor por darle a aquello categoría literaria –que es algo que detesto y que suele tener muy buenos resultados de cara a la consideración pública del escritor–, y se diga: «qué bien escrita está la novela», pero note que el escritor está peleándose con las palabras, con el diccionario y con las estructuras, para que aquello sea sólido e importante, me horroriza. Y no sé si es bueno o malo, pero me horroriza. Y por otra parte, yo necesito –y esto es ya es una cuestión técnica y, al mismo tiempo, de concepción del trabajo de escribir– tener la novela perfectamente clara antes de empezar a escribirla. Yo tengo la novela en la cabeza de pe a pa, y sé lo que va a pasar en cada capítulo, y sé el tono que debe tener cada capítulo, y sé cómo empieza y cómo acaba cada uno, y sé cómo engarza con el siguiente. Esto que digo se nota mucho más en Última conversación, que es una novela muy apelmazada, en que el arco que hace la historia está muy unido. Y en El palomo cojo es fundamental la consistencia de la estructura: los seis capítulos de cada una de las partes con el capítulo central, para darle un cierto desahogo a la agilidad narrativa, para que no se precipite y encontrar un cierto fuelle en el centro de cada parte de la novela… Todo está perfectamente en la cabeza.

Incluso, dentro de cada capítulo, los elementos formales y temáticos para emocionar al lector y no al que escribe, están dispuestos de una manera sagaz, inteligente.

―Sí. La pura verdad es que yo no sé si eso es un poco decepcionante cuando se sabe, pero yo lo tengo perfectamente premeditado. No soy de las personas que empiezan a escribir a ver lo que sale o a ver con qué le sorprenden los personajes… A mí no me sorprende nada. Lo que pasa es que procuro que esto no se note y trato de compensarlo con una agilidad narrativa, con una apariencia de naturalidad que borre los perfiles de esa estructura férrea que yo procuro mantener en cada uno de mis libros.

―Entonces, tu método de trabajo para ir equilibrando todos esos elementos –ya has dicho que tienes todo en la cabeza–, ¿consiste en ir tirando de la memoria, teniendo presente todos los elementos narrativos y su disposición, o trabajas sobre una especie de puzzle, uniendo las piezas después de haberlas escrito por separado?

―La verdad es que pienso mucho cómo debe ir todo. Suelo hacer una especie, como te diría yo, de guión raro de cada una de las partes y capítulos de la novela, guión que voy completando, si hace falta, para que no se me olvide lo que tiene que tener eco más adelante, conforme voy escribiendo cada parte. Procuro que nada se me orille y se quede ahí muerto. En algún caso, algo se me quedará, evidentemente, porque uno tiene sus fallos como todo el mundo. Y el discurso narrativo está, en todo momento, envolviendo un esqueleto muy seguro, muy definido. El enfoque, el lenguaje, el tono coloquial, el registro de cada personaje… son los elementos que le dan viveza literaria al texto, pero la solidez que pueda tener depende de un armazón clarísimo.

El oído del novelista, ¿qué papel juega a diferencia del oído del poeta?

―En mi caso, y en el caso de los novelistas que hacen el tipo de novela que yo hago, es un papel fundamental. Quiero decir: todo lo que la novela pueda tener de elucubración o de reflexión procuro compensarlo con la máxima carga de verosimilitud, y un porcentaje altísimo de esta verosimilitud viene del lenguaje. Es decir, de que el lenguaje suene verdadero. Sobre todo, en un tipo de novela donde lo coloquial tiene un peso tan grande. Esto, en ningún momento, debe sonar como impostado, sino como escuchado, traducido directamente del oído al papel. Es verdad que tengo otro tipo de novela –Última conversación, El salto del ángel– donde hay una prosa más literaria, en el sentido de menos coloquial. Ahora, uno de los desafíos típicos que me he propuesto, a lo largo de mis novelas, es incorporar, con naturalidad, el lenguaje coloquial al lenguaje literario. Esto es muy evidente en Última conversación. Quizás sea menos evidente en otras novelas. También lo he intentado en Los novios búlgaros.

Hasta el punto de que lo que dicen los personajes a veces influye en lo que hacen. Al menos, es la impresión que a mí me da.

―Alguien ha dicho que el verdadero protagonista de El palomo cojo es el lenguaje. Ahí hay un niño, unos personajes, una casa… Pero quien, de verdad, construye la novela es el lenguaje. El lenguaje con todas sus veleidades, sus matices, sus altibajos y recovecos.

―Un lenguaje que, además, está lleno de carnalidad, de nervio lírico, de flexibilidad, hasta el punto de que, para mí, el verdadero erotismo de tus novelas no está en la temática, sino en ese tratamiento jugoso del lenguaje. Hay páginas de una intensidad poética extraordinaria, sin caer en la decadencia ni en el empalagamiento. Hay, también, imágenes que son casi símbolos o puntos de referencia anímicos, como el mar en Última conversación.

―O la luz en El palomo cojo.

Claro, y el mismo palomo. Bueno, como dije antes, hay párrafos de una admirable densidad poética, muy ceñidos, apretados, perfectos. Entonces, por cuanto estamos comentando, ¿consideras a tu obra inserta en una especie de tradición de escritura andaluza, en la que tú te puedas reconocer? ¿O tus novelas van mucho más allá, y esto de la tradición andaluza es un tópico?

―Siempre he dicho que la tradición literaria que más reconozco es la tradición fuerte de la literatura española: la picaresca. Es decir, la que puede arrancar del Lazarillo, pasar por Quevedo, Valle-Inclán y acabar, incluso, en Cela. De pronto, Cela es una especie de bicho malo para los escritores jóvenes y yo estoy en contra de esta teoría. A mí, Cela me parece un escritor de una vez, un escritor como Dios manda. Bueno, pues, en principio, yo me identifico con esta corriente literaria. Luego, dentro de una corriente literaria en la que el lenguaje, efectivamente, tenga un valor más que comunicativo, tenga un valor expresivo, es decir, que irradie algo más de lo que es comunicar lo que pasa, que la palabra procure transmitir mucho más de lo que dice.

El lenguaje pasa de ser un mero instrumento a ser un objeto casi carnal.

―Sí, esto se ve muy fácil en Siete contra Georgia, que es una novela erótica, pero que yo me planteé como un ejercicio de estilo fundamentalmente.

―Claro, cada personaje tiene un discurso que lo diferencia de los demás.

―Y una manera de hablar diferente. Y el erotismo que transmite es distinto, aunque se cuenten, al fin y al cabo, las mismas cosas, porque los episodios carnales son limitadísimos y son siempre los mismos. En cambio, la verbalización de esos episodios hace que el erotismo sea diferente, la actitud ante lo sexual y ante el placer sea completamente distinta de unos personajes respecto a otros. Y esto está confiado, por entero, al lenguaje. El lenguaje es el encargado de que esto sea así. En cuanto a lo que se refiere a la tradición andaluza, es verdad que es un cierto tópico que, además, yo tengo que cargar con él cada vez que salen críticas literarias: «Bueno, estupendamente escrito, con la facilidad que se supone a los escritores andaluces». ¡Y una leche! A los escritores andaluces se les podrá adjudicar una cierta familiaridad con una manera determinada de hablar de la gente con la que han vivido, pero reflejar esto por escrito no es escuchar a un señor por un magnetófono. Tú tienes que recrear, trabajar eso. El andaluz no tiene una especial facilidad para escribir; a lo mejor, para expresarse, sí. La expresión normal y coloquial es distinta de la expresión literaria, aunque uno elija recrear el tono coloquial.

―En esa misma tradición andaluza, ya desde el plano temático, hay algunos escritores, como Caballero Bonald, que se han acercado a una alta burguesía en decadencia e, incluso, en descomposición. El interés por esta clase social es el otro tema fundamental de tu obra y, aunque está más disperso por toda ella, más diseminado que tu interés por el mundo homosexual, se localizan en tu obra focos centrales, como en Última conversación y El palomo cojo. ¿Qué queda hoy de esta burguesía y en qué aspectos se sigue notando su influencia en la actual Sanlúcar de Barrameda?

―Sí, uno de los temas fundamentales de mis novelas es ese y, además, es clarísimo, incluso, en Los novios búlgaros, que parece no tratarlo directamente. Yo siempre he pensado que el mundo se puede salvar por las aportaciones que sean capaces de hacer lo popular. Por eso, me da mucha rabia que la cultura popular se esté contaminando y estereotipando por los lenguajes audiovisuales, por el comportamiento de la publicidad… Todo esto está atrofiando la capacidad de revitalización del país y, por consiguiente, de Andalucía y Sanlúcar. Ahora bien, la alta burguesía andaluza en general, y la de esta ciudad en concreto, tuvo un papel muy importante, papel que, en estos momentos, no tiene en absoluto. Están quedando unos residuos que, si lo ves con benevolencia, resultan ridículos o, incluso, graciosos y, si lo ves con malevolencia, resultan grotescos y patéticos. Aquella gente, dentro de la burguesía, que ha sido capaz de incorporarse a una concepción diferente de la sociedad, tanto a una concepción de izquierdas como de derechas, pero diferente del estamento burgués tradicional, es la que está más preparada para salir adelante. Aquellos elementos de esa burguesía que tratan, por todos los medios, de ser fieles a una concepción del mundo, a una concepción de los negocios, de la moral, de la estética burguesa tradicional, están quedando como reliquias, que acabarán sin encontrar herederos en esta ciudad ni en ningún otro sitio.

―De todos modos, creo percibir en tus libros una crítica benevolente, pero crítica al fin y al cabo. No hay una complacencia en el dibujo de la burguesía que tú realizas. Muchos de estos seres que nos presentas son anacrónicos, llenos de rigidices morales, de caprichos exacerbados…

Sí, pero creo que ya son inofensivos. Por consiguiente, sería ridículo atacarlos porque resultaría desproporcionado.

―Insertos en este mundo de la burguesía sanluqueña están unos personajes atrapados en sí mismo, como esta burguesía está atrapada entre un tiempo que se le escapa y otro que llega y al que no puede adaptarse: idos, dementes, maniáticos. Personajes parecidos en ciertos comportamientos como el tío Ricardo y Lola Porcel, personajes todavía más enigmáticos y herméticos como Borja. ¿Estos personajes vienen dados por la atmósfera asfixiante y absurda de dicha burguesía o tu interés por ellos tiene otro origen?

―Son las dos cosas. Para mí suponen la representación más evidente del callejón sin salida en que está desembocando esta burguesía. Es decir, o se llega a situaciones deplorables, como es tratar de mantener ciertas formas de vida que no tienen ningún sentido o se busca, inconscientemente, la salida noble del desvarío. A mí la locura siempre me ha parecido un tema absolutamente estremecedor. Por esto está en todas mis novelas. Lo último que yo quisiera ser en esta vida sería loco. Lo siento mucho, pero prefiero perder cualquier otra cosa menos la razón y este temor está ahí desde pequeño. La fascinación del niño ante el tío Ricardo es una cosa muy personal. Por esto, este asunto está en todos mis libros y me temo que seguirá estando en los que escriba. Entender la locura como zona sagrada, como una especie de bendición de los dioses que salva al hombre de las miserias mediante la locura, me parece inadmisible.

―Viendo en conjunto todas tus novelas, me da la impresión de que forman todas ellas un organigrama muy coherente, una especie de friso. Esta mirada global que propone tu obra, ¿tenías previsto desarrollarla desde el comienzo de tu trabajo literario? ¿Fue un proyecto a largo plazo o se te ha ido imponiendo conforme encarabas la redacción de cada novela?

―La verdad es que el mundo literario de un escritor, por lo menos el mío, se va haciendo poco a poco. Y es un proceso en el que uno se va reconciliando con una serie de cosas que tiene en el fondo y que, en una primera etapa de escritor, no es capaz de sacar a flote. Yo tuve una primera etapa en que lo que escribía era, no voy a decir falso, pero sí cauteloso. No atacaba frontalmente los temas que, poco a poco, he ido descubriendo y que son los que de verdad me interesan: aquellos temas que hemos ido tratando y que son perfectamente identificables en todos mis libros. Ya te digo que, poco a poco, te vas reconciliando con esas cosas que te afectan y las vas reflejando en los libros, y las vas desmenuzando, dándoles vueltas, y les vas buscando las caras diferentes que tienen, enfoques distintos, matices… Hurgas y hurgas. A veces, te detienes, pero sabes que seguirás, en algún momento, registrando en esa dirección. A partir de Siete contra Georgia, los asuntos son los mismos que ya estaban en Última conversación, pero desgajados, vistos de modo particular y desde perspectivas distintas. Y así se va construyendo un mundo narrativo. Yo sé que voy a insistir siempre en los mismos temas y la preocupación que tengo es encontrar una estructura, un argumento, unos personajes y unos conflictos que, insistiendo en los mismos temas, no sean repetitivos. Creo que este aspecto lo tengo cada vez más centrado y, sin embargo, también soy consciente de que no he llegado todavía al fondo de las cosas a las que puedo llegar.

―Sí, porque la variedad de estructuras formales que hay en tu obra marca una variedad de enfoques sobre los mismos temas, que puede hacer pensar en que estás acabando un ciclo y que la novela que siguiera a Los novios búlgaros pudiera abordar otros intereses no tocados por ti hasta ahora. Acabas de decirme, sin embargo, que vas a insistir en los mismos asuntos.

―No estoy seguro. Pero es una cosa bien vista, porque cada vez que publico una novela, tengo una cierta sensación de haber llegado a un fondo de saco. Bueno, ya he dicho lo que quería decir y, a partir de ahora, tendré que buscar nuevos caminos. Pero acabo siempre en los mismos caminos, aunque espero que la novela siguiente aporte alguna novedad a la anterior. Yo tardo mucho en empezar una nueva novela y no es por pereza, precisamente. Es por desconcierto, inseguridad, es por tratar de encontrar qué voy hacer. Esta especie de indecisión se corta cuando el tema que me ronda en la cabeza es capaz de convencerme de que merece la pena el esfuerzo de escribirlo.

―Ha habido en los últimos años, a mi juicio, un boom exagerado de la joven novela española, en el que todo ha cabido por la manga ancha de ciertas editoriales, que han lanzado novelas primerizas como si se trataran de obras maestras y han dado a sus autores la sospechosa categoría de la consolidación. En contraste con este espejismo, con esta situación triunfalista y facilona, hay un grupo de escritores, donde tú estás, que ha sido descubierto por grandes editoriales cuando ya empezaban a tener una sólida obra a sus espaldas, obras que, como algunas de las tuyas, pasaron totalmente desapercibidas para la mayoría de tus lectores actuales, por haberse publicado en ediciones muy reducidas de tirada. Estas obras, al reeditarse en editoriales fuertes, han encontrado la aceptación que demandaban. ¿Cómo has vivido esta experiencia, sabiendo que tu trabajo era, desde hace años, tal vez desde Última conversación, riguroso?

―Yo tengo una tremenda falta –y esto es un defecto– de pretensiones sobre mí mismo. Mi primera actitud ante lo que hago es decir: «Bueno, procuro que esté bien, pero, probablemente, tampoco sea como para que la cultura española sufra una barbaridad si mis libros no aparecen». Esta actitud de arranque, quizás excéntrica, a lo peor, es mala para lo que hago, no para mí, porque así no me amargo la vida ni me llevo unos disgustos de muerte o sofocones horribles. Nunca me he llevado disgustos o sofocones al comprobar que la obra que he ido haciendo no tenía la repercusión que, probablemente, merecía en comparación con otras que sí tenían una repercusión grande. Pero resulta muy satisfactorio –y yo, entonces, lo tengo que ver desde ahora– comprobar que, poco a poco, ayudado por una editorial que, de pronto, cree en ti y te apoya, aquello se va imponiendo y va teniendo un reconocimiento. Esto, además, es muy tranquilizador. Es espantoso lo que les ha pasado a algunos escritores, como Landero o Almudena Grandes: tener un éxito desmesurado nada más salir y tener que enfrentarse a este éxito, el éxito de unas novelas, que son excelentes, pero innecesariamente glorificadas. Este tipo de éxito obliga a ser genial en todo momento y esto es muy malo para un escritor, además de ser absurdo. Es mucho más confortable lo que me ha pasado a mí, aunque, en un momento determinado, puedas aburrirte, diciendo: «no sigo adelante». Yo, esto último, nunca lo he pensado por esta especie de coraza de escepticismo. Ahora bien, yo sé que la aceptación de mis libros está dentro de unos límites nada excéntricos. Quiero decir que el aprecio de mis libros está en núcleos determinados, que las ventas están muy bien, pero son la que son. Mis libros se han vendido bien, excepto Última conversación y Tiempos mejores. Tiempos mejores porque salió demasiado deprisa, tras Siete contra Georgia y tras la reedición de Una mala noche la tiene cualquiera. Y los posible valores de la novela encontraron, tal vez, al lector agotado de los mismos recursos. Puede que más elaborados, pero los mismos recursos y, por esto, pudo salir en un momento malo.

―¿Y Última conversación?

Última conversación es una novela difícil.

¿Qué consideración le das a esta novela, para mí, la más ambiciosa de las tuyas, desde el punto de vista formal, debido a su vertiginosa estructura de vasos comunicantes, estructura poco frecuente en la novela española, y más habitual en la hispanoamericana?

―La novela, en la edición de Tusquets, ha tenido unas críticas estupendas, incluso algún crítico ha dicho lo mismo que tú: que mi mejor novela es Última conversación.

―Yo creo que junto a El palomo cojo.

―Sin embargo, Última conversación es menos asequible para el gran público, que, normalmente, está acostumbrado a cosas más ligeras.

―El hecho de que este tipo de estructura narrativa sea más compleja para una mayoría de lectores, ¿no te condiciona a la hora de escribir?

―Este es uno de los temas que yo planteo siempre en las famosas reuniones de escritores con una enorme crudeza, porque casi nadie lo reconoce. Vamos a ver. Desde el momento en que mis libros están bien promocionados, la tirada es más que decente, tienen, por tanto, acceso a la gente y se compran suficientemente, te plantea, a la hora de hacer una novela, el hecho de que en todo esto hay unos señores que se están jugando el dinero, que son los editores. Esto no quiere decir que debas claudicar de tus convicciones de escritor por este motivo, pero está ahí y es un elemento a salvar más. Es decir, si tienes dificultades para estar seguro de que lo que vas a escribir te merece la pena, de que el tono y el enfoque que has elegido son los adecuados…, encima tienes otro obstáculo a salvar que es: «¿y esto tendrá alguna posibilidad de lectura para que el señor que se está jugando el dinero no me mande a la porra?» Y esto lo tienes que superar y no es fácil. Tú debes luchar por no darte facilidades: «como este libro ha funcionado bien, voy a repetir la fórmula para que este otro funcione también bien», Pues, no. Hay que luchar contra esta tentación.

―Las referencias culturales que mayoritariamente toman tus personajes, al estar inmersos en la cultura de masas, provienen del cine. Sin embargo, tus estructuras narrativas no son nada cinematográficas. ¿Habría que romper un poco el mito de que el escritor y el cineasta están cerca, que cine y literatura están más lejos de lo que hoy suele parecernos, debido a algunos contagios mutuos y al hecho común de que ambas formas artificiales cuentas historias?

―Cine y literatura son dos cosas absolutamente distintas. Siempre se ha dicho, y yo estoy de acuerdo, que una buena película puede salir de una novela, no voy a decir mala, pero sí esquemática, literariamente hablando. En cuanto los valores de una novela se basan en una riqueza específicamente literaria, más difícil resulta su traslación al cine. Ahora que me he enfrentado al hecho de que Armiñán va a pasar a película El palomo cojo, mi actitud ha sido muy clara desde el primer momento: yo sé que mi sensación, cuando vea la película, si es que ésta finalmente se hace, es que han destrozado la novela. Esta va a ser, inevitablemente, mi primera reacción ante la película. Mi segunda reacción, porque ya la estoy madurando, es la convicción de que una película es completamente independiente de la novela en la que se basa, y que esa película no es mía. Es del director que lo ha hecho. Por consiguiente, es injusto comparar la película con la novela.

―¿Qué puede aprovechar un novelista del cine?

―Quizás, lo que el cine tiene de espejismo. Es decir, el cine consigue transmitir al espectador una sensación de verosimilitud falsa. Y esto es un fenómeno muy interesante: hacer convincentes y verdaderas cosas que no lo son. Esto es lo que el escritor, con las armas de la literatura puede aprovechar del cine. El escritor debe lograr transmitir esa sensación de verdad con algo que es artificio. Porque la novela, como cualquier arte, valga la redundancia, es obligadamente artificio. Lo otro es documental, y no se trata de eso.

―Tú eres colaborador habitual de periódicos. ¿No se ha exagerado, de un tiempo a esta parte, la idea de que el periodismo es importante para el novelista contemporáneo?

―Creo que el periodismo no tiene nada que ver con la literatura. Esto que se está empezando a decir ahora: «la mejor literatura que se hace hoy se escribe en los periódicos…» ¡Qué coño! La mejor literatura que se hace hoy se escribe en los libros. Otra cosa es que un artículo de periódico esté bien escrito, pero la mejor literatura se hace en los libros, no en los periódicos. Y yo soy más radical: creo que la mayoría de quienes escribimos en los periódicos –que somos todos–, lo que escribimos en periódicos suele ser, literariamente mediocre. Puede tener gracia, gancho, agilidad…, pero, literariamente, en la inmensa mayoría de las veces, es mediocre. Y esto no es nada malo. Más aún: el periodismo exige para ser eficaz una cierta mediocridad literaria.

Eduardo, ¿puedes contar algo sobre tu próxima novela?

Ocurre una cosa muy graciosa, y es que, cada vez que digo: «la próxima novela va a ser… », nunca escribo esta novela. Estoy en esa situación que te explicaba antes, de ver qué hago. Tengo tres cosas posibles que, además, llevo arrastrando mucho tiempo. Son cosas que, por una serie de razones, no han ido cuajando. De todos modos, sé que las acabaré escribiendo. Ahora, me tendría que decidir por una de las tres. Cada una representa un riesgo. Una representa el riesgo de cierta ruptura y, seguramente, decepcionaría al lector de Los novios búlgaros, Una mala noche la tiene cualquiera y Siete contra Georgia, no a los lectores de Última conversación. Lo que pasa es que éstos son menos que aquellos. Otra de las opciones corre el riesgo de repetir la fórmula que funciona, con lo que te dices: «¿cómo te vas a dar este tipo de facilidades? No es honesto». Y otra de las opciones debería aprovechar elementos de las otras dos. Es una situación tonta que, contada así, parece ridícula, pero es el proceso para encontrar algo que te convenza de esto, y no de lo otro, es lo que debes hacer en un momento dado.

―¿Ahora mismo no sabes que opción vas a elegir?

―No, pero es probable que de aquí a fin de año, alguna cuaje. De hecho, las tres posibilidades las tengo bastante claras en la cabeza. Es decir, todavía no están en ese momento de rotundidad que, normalmente, necesito para empezar a escribirlas. Pero, al menos, sé lo que haría si ahora tuviera que empezar cualquiera de ellas. Sé de qué tratarían, qué tono tendrían y qué juego lingüístico llevaría a cabo en cada una. Uno de ellos sería un juego basado en el lenguaje de la mística, que es de enorme eficacia y da muchas posibilidades literarias, utilizando el humor, utilizando la doble vuelta que tiene todo el lenguaje místico, incluso su sonoridad.

                                                                                      Sanlúcar de Barrameda, 17 de agosto de 1994



Publicada en Palimpsesto nº 9 (Carmona, otoño de 1994).

martes, 8 de enero de 2013

UN POETA ARISTOTÉLICO por Ernesto Herrera


La poesía de Francisco José Cruz cae en la zona del arte español que celebra la concretud de las cosas. Con sus diferencias en cuanto a la intensidad de la exposición de tema, su actitud no es diferente al universo perezgaldosiano presentado por Buñuel en una conocida escena de Nazarín: en su postrer momento, una mujer en lugar de invocar a Dios, invoca a su hombre.
      Desde el primer poema del volumen que tratamos, «El funambulista», encontramos este afán de pertenencia al lado físico de la realidad: «Por los altos cordeles de la ropa / el día hace equilibrio y lento pasa / de puntillas al lado que no vemos, / allí, / donde entonces el mundo se constata». Cruz es un realista, y como generalmente pasa con estos artistas, al no pretender trastocar nada, se vale de las técnicas tradicionales, lo cual no implica una crítica negativa. En el caso de «El funambulista», la base es la personificación, recurso que se reiterará a lo largo de Maneras de vivir; otro detalle es el uso de la rima, asonante en el poema al que nos referimos. Hablando con Antonio Deltoro y Fabio Morábito a propósito de los hacedores de coplas, Cruz hace observaciones que nos permiten entrar en su propio universo poético: «aquellos hombres, tal vez sin darse cuenta, tuvieron que exprimir al máximo las posibilidades expresivas de la copla, haciendo de su sobriedad algo único. Esta sabiduría creadora, basada en la pobreza de recursos, me ha enseñado a renunciar a lo prescindible y a recuperar en el poema lo necesario». En la poesía de Cruz, entonces, domina más la sencillez y contención popular que el lujo y el despilfarro barroco.
      Aunque sus tópicos vengan de ella, el poeta no es un celebrador de la cotidianidad. Como Aristóteles, el rechaza el mundo de los eidos platónicos y el proceso lógico que sigue su poesía es pasar del no ser al ser. En el poema «Lanza o remo» se ilustra muy bien esta idea: «Lanza y remo, porque el tiempo / es ubicuo cuando la historia muere. / Y perdidos los nombres de las cosas, / las cosas comienzan a vivir a su manera, / sin alma pero con cuerpo, / ya que en el reino material de las cosas / los inmortales son los cuerpos, / no las almas, / y por esto son siempre las cosas más reales / que nosotros».
      Continuando en el terreno aristotélico, para Cruz la causa material no es suficiente per se, ella necesita cumplirse en su nivel teleológico, en su causa final; leemos en «La mesa»: «Nunca ha echado de menos una rama / flexible, acogedora. Sin embargo, / siempre dispuesta, todo lo recibe / sin quejarse del peso ni del roce. / Necesita sentir encima cosas / como si fueran pájaros dormidos, / confiados al ser de la madera».
      Francisco José Cruz no pretende trascender el tiempo, su vida está aquí renovándose constantemente, por ello la muerte no se le aparece como problema. Ni la poesía ni la ciencia agotan el mundo, y él, poeta al fin, prefiere respetar su misterio.
  
Publicado en el suplemento cultural Laberinto del diario Milenio, México, 20 de noviembre de 2004.