lunes, 26 de noviembre de 2012

FRANCISCO JOSÉ CRUZ: VOLVER A LA MIRADA por Blanca Luz Pulido


Leer Maneras de vivir, del sevillano Francisco José Cruz, publicado hace un par de meses por Trilce Ediciones, nos introduce en un mundo poético trazado con sabiduría e intuición muy precisas. La realidad aparece vista desde ángulos inéditos, en versos que se despliegan alejándose en todo momento del énfasis innecesario o de la inocua cotidianidad. El poeta sevillano, en estas páginas, nos descubre la naturaleza íntima y las sombras de lo que, al ser observado, experimenta un nacimiento o renacimiento en el poema. Como si el reto fuera (y es) adentrarse en lo más profundo de la materia y luego volver a la superficie, es decir, al poema, con todo lo encontrado.

Lo que no vemos
Ya desde «El funambulista», el primer poema del libro, asoma la realidad vista desde un ángulo inusual, desde el techo del mundo visible urbano que son las azoteas. Desde ellas el día «lento pasa / de puntillas al lado que no vemos». (Por cierto, podemos encontrar poemas sobre esta visión de las azoteas como miradores de los puntos ciegos de nuestra cotidianidad en algunos poetas de este lado del mar, como Antonio Deltoro, Fabio Morábito y Eduardo Hurtado). Ese día que, aunque no lo sepamos, se encarga de mantenerse en equilibrio para que nosotros no perdamos el nuestro y descubramos que «el cuerpo del día es un fantasma / un don nadie buscando su materia». Entre lo que vemos o no vemos y lo que acaso no alcanzamos a intuir, late todo el espectro de posibilidades de relación con el mundo: así, en «El visitado», se entabla un diálogo de ciegos entre la imagen reflejada en el espejo (el visitado) y el espejo mismo, en sus momentos de soledad, mientras atraviesa los «intervalos secretos en los que no me mira» el propietario, por así decirlo, de la imagen, o al menos de la posibilidad de reflejarla.
            El poeta se pregunta constantemente por la naturaleza de la mirada, y sus palabras, que son sus instrumentos de visión, llegan a cualquier espacio o edad: el descubrimiento de una niña de lo que son y para lo que sirven las puertas, y lo que pueden esconder («Manera de jugar»); la percepción de la naturaleza rebelde del poema («El travieso»); el tronco ya seco que no crecerá, aunque siga hundido en la tierra («A palo seco»); la mesa que ha atravesado generaciones e historias familiares para terminar en un rincón de la memoria y de la casa («Manera de envejecer»). En los versos de Francisco José Cruz se realizan transformaciones, procesos donde vemos a la materia del mundo pasar de un estado a otro, de un tiempo a otro, con suavidad o abruptamente: el barro es una voz que vive mediante las manos que la trabajan y le dan un cuerpo; la mesa y el árbol comparten no sólo la materia de que están formados sino conductas e intenciones. De la misma forma, en los animales que en estos poemas nos miran desde el aire muerto de los zoológicos podemos ver retratos no muy lejanos de la condición humana, atrapada entre la intemperie y la mudez:

Casi todos los días deambula por la calle
                              un grito
llevando de la garganta a un hombre,
exponiéndolo al sol y a la lluvia,
al tráfico sin tregua,
                           y dejándolo
en el centro de su misma intemperie
cada vez que se calla.
                                                    «Ido»

El rastro de la presencia
La mirada del poeta, así, restituye el tránsito y los lazos entre vivos y muertos («Mis padres»), entre el bosque y el erial («Maneras de desarbolar»), la noche y el día («La costurera y el mendigo»), la memoria y el olvido («Manera de decir»). La entrevista al poeta que se incluye en las últimas páginas del libro, realizada al alimón por Antonio Deltoro y Fabio Morábito nos muestra a un creador con una clara conciencia de los aspectos y procesos de la realidad que le interesa mostrar en su obra: «Más que recordar que el tiempo pasa, busco mostrar lo que deja a su paso o la interrupción brusca de su paso apenas iniciado, como si no fuera el tiempo el que destruye, sino el azar, algo ajeno al tiempo. Se crea así un estado de perplejidad, no de nostalgia. Trato de dar una presencia a cuanto ya no la tiene».
            A nosotros, lectores, nos toca sumergirnos en la iluminada, felizmente compleja superficie de la escritura de Francisco José Cruz, y deletrear, con sus luces y sombras, las nuevas maneras de decir (y de vivir, por consiguiente) que el poeta nos propone.

 Publicado en Milenio, México, 5 enero de 2005

martes, 20 de noviembre de 2012

Presentación de LOS CANTOS DE JOSEPH UBER de Rafael Adolfo Téllez

De izqda. a dcha., José Losada (alcalde de Cañada Rosal), Rafael Adolfo Téllez y Francisco José Cruz

LOS CANTOS DE RAFAEL ADOLFO TÉLLEZ
por Francisco José Cruz

Pocas tareas tan gratas en mi trayectoria literaria como la de acompañar en su propio pueblo a este viejo amigo, entre otras razones, porque casi nadie es profeta o poeta en su tierra y, sobre todo, porque la poesía de Rafael Adolfo Téllez está íntimamente ligada a ella. Vaya, pues, por delante mi profunda gratitud al Ayuntamiento de Cañada Rosal por distinguir a tiempo, o sea, en vida, la labor creadora de este querido poeta y permitirme presentar ante sus paisanos su último libro de poemas hasta la fecha, Los cantos de Joseph Uber, atestiguando de paso nuestra entrañable amistad, que ya dura más de un cuarto de siglo.
      Han pasado tantos años que no estoy seguro si fue el poeta Juan José Espinosa quien nos presentó una noche, camino de La Carbonería, el bar donde entonces Rafa trabajaba de camarero o se trata de un espejismo de mi memoria, contaminada por esos otros espejismos que surgen de su poesía, a la que sin duda conocí al mismo tiempo que a su autor. Ya en aquel presunto encuentro por las enrevesadas callejas del Barrio de Santa Cruz, Rafa me recitó sus poemas como si no fuera la primera vez que nos juntáramos. Luego, me di cuenta de que esto lo hace con todo el mundo porque es su manera de abrir la puerta de su dolido corazón y ofrecer a los demás su afecto. Pero, en el fondo, qué más da cuándo nos conocimos. El caso es que nuestro cariño viene de lejos, hecho de momentos felices y fatales.
      Hablar de un nuevo libro de Rafael Adolfo Téllez supone hacerlo involuntariamente de los anteriores, tanta fidelidad guarda su poesía a los ámbitos y seres de su infancia como él a sus familiares versos. Muchos de los cuales podrían pasar de un poema a otro sin que la composición se resintiera por la falta de conectores discursivos de corte lógico y la recurrente liviandad de las imágenes. A ellas vuelve una y otra vez, con renovados hallazgos y matices, no tanto por la insatisfacción de no haber expresado aún lo que quisiera, sino por la agónica necesidad de no irse del todo de su casa ni de su calle, aunque sean ya otras o no existan. Así, Joseph Uber, personaje al que alude el título de este libro, es a la vez un oscuro antepasado suyo y un trasunto de su propia memoria, mediante el cual nuestro poeta, como un espectro más, se asoma a esa época anterior a su nacimiento que linda con su niñez para hacerla también suya y ensanchar el mítico pasado de sus lares, donde su madre sigue siendo esa niña que «regresa a diario de la escuelita rural / saltando sobre piedras / sin que sus sandalias rocen las aguas del arroyo bronco».
      Según Octavio Paz, «la poesía no busca la inmortalidad, sino la resurrección». Si esta idea pudiera no convenir a cualquier obra, a la de Rafael Adolfo Téllez le viene como anillo al dedo. En ella, más que sentir cómo pasa el tiempo, descubrimos de golpe que ya ha pasado. De ahí su acusado carácter atemporal y, por lo tanto, nada anecdótico, a pesar de que los seres queridos ya muertos aparezcan en el poema con sus nombres, sus gestos más propios y dentro de un inconfundible ámbito familiar de calles, casas, patios, tapias, gallos, lluvias… Con ellos, el poeta parece recobrar un precario y fugaz contacto. Digo parece porque la nítida concreción de las imágenes no oculta ni un ápice su irreductible condición de fantasmas. En realidad, ellos deambulan como aislados en un aire de soledad remota, ajenos a todo y a punto de ser de nuevo polvo a cada verso. Así pues, estas amadas presencias, paradójicamente, subrayan las huellas que sus ausencias definitivas dejan en el lenguaje y en el corazón. En este fatal contraste residen el escalofrío, la ternura y la piedad de esta poesía.
      La dimensión de lo ancestral la aprende Rafael Adolfo Téllez de sus maestros iniciales: Borges, Vallejo o Félix Grande, y la ahonda gracias a los posteriores como Eliseo Diego, Eugenio Montejo y Jorge Teillier, en quienes descubre un modo abierto, no lineal, de concebir el tiempo. De ahí que la infancia, el amor y la muerte –las tres heridas sin cerrar de su poesía– conformen un único temblor hasta contagiarse mutuamente.
      Pero si Rafael Adolfo Téllez encuentra sus antecesores poéticos al otro lado del Atlántico, el misterio elemental de sus imágenes surge de lo más profundo de su memoria, cuya finura lírica pertenece a esa zona de nuestra tradición andaluza, más recogida, esencial y delicada. Es en esta sencillez de las cosas y hábitos primordiales donde reconozco lo más singular e intransferible de estos poemas, que tanto deben a Cañada Rosal y su comarca, donde nuestro poeta vivió de niño y vuelve a vivir hoy.
Gloria García (concejala de Cultura) obsequia a los poetas con los tradicionales huevos pintados de Cañada Rosal.
De izqda. a dcha.: Francisco José Cruz, Agustín María García López, José Julio Cabanillas, José Manuel Vinagre, Rafael Adolfo Téllez y Juan José Espinosa.
De izqda. a dcha.: Inés Luna, Juan José Espinosa, José Manuel Vinagre, Charo Prados, Rafael Adolfo Téllez, Francisco José Cruz, José Julio Cabanillas, Agustín María García López, José Luis Alonso y Benito Pla.
Concierto Lazos, con el pianista Michel Suárez y la cantante Emma Alonso.

Centro de Interpretación de las Nuevas Poblaciones, finca municipal La Suerte, Cañada Rosal, 10 de noviembre de 2012.

martes, 13 de noviembre de 2012

MI VIEJA MÁQUINA


Desde la adolescencia
ya me acompaña
fijando mis silencios
y mis palabras.

Así que en ella he escrito
todos los poemas,
todos sin excepción
hasta la fecha.

Cuánta paciencia tiene
mi vieja máquina,
pues aún la aporreo
con torpe maña.

El ruido tosco y seco
que hacen sus teclas
acaso está en el fondo
de mis poemas.

Esta maciza Perkins
todo lo aguanta
menos que yo la cambie
por otra máquina.

Y cuando al fin le falte,
qué será de ella,
tan anticuada e inútil
para cualquiera.

© Chari Acal
Publicado en Sibila, revista de arte, música y literatura, nº 40 (Sevilla, octubre 2012) e incluido en Un vago escalofrío (Bogotá, 2015).

lunes, 5 de noviembre de 2012

SUR - ES. Encuentros Interdisciplinarios de Civilización y Naturaleza

El encuentro, convocado por el Parque del Alamillo de Sevilla y creado por José María Sousa, consistió en la invitación de un grupo de escritores y artistas que, durante siete días, visitó el Coto de Doñana y la cuenca baja del río Guadalquivir. La experiencia personal y la estimulante convivencia entre unos y otros, recogiendo todo tipo de información, propiciaron que cada uno de los autores, como conclusión de su visita, aportara su propio trabajo al Cuaderno de Bitácora.

PARTICIPANTES
Jesús Aguado (poeta)/Vicente del Amo (fotógrafo)/Pedro Bacán (guitarrista flamenco)/Antonio Calvo Laula (escritor)/Félix de Cárdenas (pintor)/Francisco José Cruz (poeta)/Miguel Delibes de Castro (biólogo)/Juan Fernández Lacomba (pintor)/Chantal Maillard (poeta y filósofa)/José Ramón Moreno (arquitecto)/Juan Francisco Ojeda (geógrafo)/Alejandro Sosa (fotógrafo)/Antonio Sosa (escultor)/José María Sousa (creador del Encuentro)/Antonio Zoido (director del Parque del Alamillo)

Viaje por el río Guadalquivir: Francisco José Cruz, el guitarrista flamenco Pedro Bacán, el fotógrafo Alejandro Sosa y, al fondo, de espalda, la poeta y filósofa Chantal Maillard.
Viaje por el río Guadalquivir: Francisco José Cruz, Alejandro Sosa y el poeta  Jesús Aguado.
Viaje por el río Guadalquivir: Fran Cruz y José María Sousa, creador del Encuentro
Viaje por el río Guadalquivir: Jesús Aguado, Francisco José Cruz, Chantal Maillard y el biólogo Miguel Delibes de Castro. 
Coto de Doñana, chozas de las marismas: con el escritor Antonio Calvo Laula.
Coto de Doñana, chozas de las marismas.
Coto de Doñana, chozas de las marismas: Chari Acal, Fran Cruz y José María Sousa.
Coto de Doñana, dunas: con José María Sousa y Jesús Aguado
Coto de Doñana, ojo de las marismas
En la orilla del mar: con el escultor Antonio Sosa y el pintor Félix de Cárdenas
Fran y Chari rumbo a Sanlúcar de Barrameda
Sanlúcar de Barrameda, Casa Bigote: con Antonio Calvo Laula
De nuevo en el río, rumbo a Sevilla: con el pintor Juan Fernández Lacomba y Jesús Aguado.

Los siguientes poemas de Francisco José Cruz, que años más tarde se integraron en su libro Maneras de vivir (1998), surgieron a raíz de este fecundo viaje.


Maneras de desarbolar
  
I

La sombra se le queda
desorientada
después de que un hachazo
lo derribara.
La sombra, de repente,

ya no se alarga
ni se acorta. La sombra,
desarraigada,
espera que también
la trunque el hacha.

II

El viento lo sacude
y lo sonsaca.
No sé qué busca el viento
entre sus ramas
que el árbol no descubre.

El viento asalta
su copa y lo registra
y desarraiga,
hasta que, al fin, lo tumba.
El viento pasa.
  
III

También escucha el árbol
a su manera:
estiradas las hojas,
el tronco alerta
y erguido en su tensión,

porque se acerca
el fuego crepitando
hasta que llega
a su altura. Ni un pájaro
canta su ausencia.

 IV

 A veces, vuelve el tiempo
a tener ganas
de que la eternidad
de un árbol
                caiga
sobre cualquier sopor

de la mañana.
Así, el árbol se deja
caer sin lástima,
sin que ni un solo árbol
mueva una rama.


Manera de comer

Tengo en el plato, ya partido,
un pedazo de carne
de venado que corre por detrás de las dunas
mientras yo lo mastico y lo digiero
tan despacio
que acaso también él se haya parado
en cualquier tronco absorto del camino.

El cuchillo raspando sobre el barro del plato
me chilla que ahora mismo
él escarba en la tierra.
Y el sabor de su carne le va dando
al deleite furtivo de mi lengua
la tensa fruición de la berrea,
que a la noche extenúa con su celo.

La salsa me revela
que acaban de abatirlo en un recodo
implacable del bosque.
Cuando dejan los buitres en la arena
solamente los huesos
esparcidos
sobre un charco de sangre,
el plato está vacío.


Maneras de biólogo

 Ha adoptado la espera de un árbol en medio del invierno.
Sabe quedarse quieto entre los pliegues absorbentes del día
y pedirle prestados a un águila los ojos,
que en la altura contemplan algo que en los suyos no existe.
No busca descifrar la lengua de los pájaros,
porque ha descubierto que los pájaros
jamás necesitaron decir nada.
Ha aprendido a quitarse las huellas de los pies
y pisar de puntillas por la sombra de un lince.
A veces, la belleza es una incógnita del paisaje
y ninguna ecuación es capaz de despejarla.
Casi siempre resuelve en el papel
aquello que en la vida sigue siendo un misterio.
Un asombro excesivo puede desorientarlo.
Se atreve a poner nombres a plantas y a insectos
que acaso no existían por no tener palabra.
Siente mejor que nadie que él es otro animal.
Por esto, fácilmente, se olvida de sí mismo
y por esto le resulta la muerte
la forma más sencilla de que siga la vida.


El ausente

 A Dios le vienen bien las negaciones
que su ubicua inmateria provoca en tanta gente.
Controversias y dudas contribuyen
a que Él siga haciendo tan sólo lo que crea
conveniente, sin tener que cambiar
sus programas de vidas y de muertes,
porque ya casi nadie lo va teniendo en cuenta.

A Dios no le interesa que entendamos sus obras,
sus magnánimos gestos, su visión a distancia.
La ambigüedad de todo así lo salva
de hacer revelaciones engorrosas.
Él prefiere que olvidemos que existe.
Por esto en cualquier sueño puede darle
por bendecir a todos
los que jamás en Él han confiado
y así les agradezca
la inestimable ayuda que le siguen prestando
para dejar de ser alguna vez, quién sabe,
incluso su inmateria.


Esturión en un acuario

Viene del origen del mundo, por eso habita
en el fondo del mar, que es el fondo del tiempo.
Atravesó los siglos bajo el vidrio cambiante
de las aguas, para reproducirse
y atender el reclamo de lo eterno,
hasta llegar aquí:
espacio en que el final
del mundo ha levantado paredes de agua fija.
Quizá busque salir porque tantea
con sus barbillas táctiles.
El cristal es un agua que no tiene retorno
y así la transparencia no es más que un espejismo.
Extinguida su especie en esta cuenca
de largas amalgamas, sobrevive
en el agua estancada del destiempo.
Por ella sube y baja, sube y baja,
resignado tal vez al cautiverio
sin fin que lo condena
a no volver al mar y a no morir.
Su destino, por tanto, sigue siendo
nadar contra corriente,
aunque ya no remonte ningún río
y tan sólo se adapte
a estar fuera del mundo.
Hoy lo vemos flotando en un futuro
que no le corresponde
y, a salvo de la vida, vive aún.

Coto de Doñana y cuenca baja del Guadalquivir, octubre de 1994.