viernes, 26 de octubre de 2012

PREHISTORIA DE FRAN CRUZ por Jesús Aguado


Hace poco, en este mismo lugar, os leí un poema que le tengo dedicado a Fran y que se titula «Para un poeta ciego». Casi nadie entendió, entonces, que el poeta ciego era yo y no él, y que los ciegos somos todos nosotros mientras no nos demos cuenta de algo que a Fran ya no podemos enseñarle y que, hoy por hoy, constituye una de mis obsesiones: que algún día la luz se dejará abrazar. En los versos de Fran la luz no sólo se deja abrazar sino que, de hecho, nos abraza a todos, nos abarca y nos ofrece su cuerpo perfectamente modelado.
      Ahora lo vais a ver, pero esto es lo que hace Fran: modela, antes de decirlas en voz alta, las palabras, las va dando forma hasta que del barro humedecido de sus silencios va extrayendo nubes de paso, ascuas, remolinos, encrucijadas peligrosas, rostros una y otra vez repasados con las manos. Alguna vez se lo he dicho: lo que tú haces, Fran, es doblemente poesía, porque todo poema está escrito para convertirse en sensación y atacarnos la yema de los dedos, envolvernos la lengua con sabores extraños o alzar ríos y valles sobre nuestra piel. Y por eso, no hace mucho, cuando necesité enviarle un poema lleno de todas estas cosas a una amiga, tuve que pedirle a Fran que me lo transcribiera a braille: sobre el relieve de los puntos podría palparme, como en tantas otras ocasiones, y podría concederme con más facilidad la ilusión de que nunca habíamos dejado de estar juntos.
      Fran, alfarero y demiurgo, es, sobre todo, un gran encantador de serpientes: desde Prehistoria de los ángeles, su primer libro, las metáforas han bailado a su son, frenéticas y dulces a un tiempo, reconociendo en él al hermano telúrico y fiel al misterio que siempre ha sido. Esta, su pasión por el demonio que son las metáforas, es su pecado original, el que le arroja del Paraíso, pero también es su justificación como hombre: con él comienza la historia y deja de vivir en el limbo indeterminado de los ángeles.

                   para un poeta ciego
                                                             a Fran

Esta noche pasada me sumergí en el lago
que hay cerca de mi cuerpo cuando duermo.
No me quedé en la orilla, como hago casi siempre
temeroso del frío y la humedad.
Me zambullí de golpe y en cascada,
quebrando las estrellas y los árboles
que estaban acostados sobre el agua y el viento.
Buceé con los ojos abiertos mucho rato
buscando ese tesoro que es estar detenido
en el centro del mundo exactamente.
Mas me acordé de ti, de pronto, y los cerré.
Mi piel se hizo luciérnaga y un vértigo
se apoderó de mí para arrastrarme
al fondo de otro sueño
donde la luz se mira con las manos.
No sé si tú me entiendes:
con los ojos abiertos me asfixiaba.
Más tarde desperté porque la aurora
no perdona a los hombres sin tinieblas.

Texto de presentación a la lectura que Francisco José Cruz dio en la Universidad de Sevilla, el 28 de abril de 1986.

martes, 16 de octubre de 2012

FRANCISCO JOSÉ CRUZ: EN LAS PROFUNDIDADES DEL PRESENTE por Alicia García Bergua


La poesía de Francisco José Cruz en sus libros Maneras de vivir y, sobre todo, en A morir no se aprende, se pregunta sin ningún ánimo de explicación trascendental sobre la doble naturaleza del tiempo para los seres humanos: el hecho de pensarlo y de vivirlo. En los libros antes mencionados Francisco José Cruz hace posible que el paso del tiempo se nos vuelva visible tan sólo al contemplar con atención los acontecimientos a partir de sus palabras. La concisión, claridad y sonoridad de sus versos iluminan las escenas de manera que podemos fijarnos en detalles significativos que no se pueden percibir a simple vista, y que hacen evidente ese tiempo que está en todas las cosas, que la mayoría de las veces por vivirlo no observamos. Las palabras le permiten demorar los momentos, retenerlos y así recuperar las dimensiones que se pierden cuando sólo pasamos por ellos. Quizá por eso en su poesía la muerte, más que un momento definitivo, parece un extravío, un titubeo, una fisura por los que escapa a mirar lo que pasa, ha pasado y pasará en una misma escena; esos detalles que parecen nimios pero son sustanciales.
No aprendemos a morir porque no vivimos el tiempo como el resto de los seres vivos, quienes parecen conducidos por un trayecto aparentemente lineal pues sus probabilidades están hasta cierto punto dadas de antemano. Nuestras conciencias, en cambio, al hacer conjeturas, juegan con las probabilidades de una forma extralimitada puesto que pueden predecir que una serie de acontecimientos conduce necesariamente a un final momentáneo, y a la vez vivir el presente sin preverlo ni predecirlo. Quizá en esto consista el sentido de aventura para nosotros: en saber y a la vez no saber lo que va a pasar.
Nuestra gran conquista como humanidad es, entonces, para Francisco José Cruz, la posibilidad de detenernos con el lenguaje en los umbrales del presente, en las puertas que, como lo dice en su poema «Maneras de jugar» del libro Maneras de vivir, «se abren y se cierran sin irse de su sitio». Bajo estos umbrales se ve transcurrir el tiempo humano como una serie de momentos que, sin una dirección definitiva, se bifurcan, se repiten, retroceden.
Por ejemplo, en su poema «Orfandad», de Maneras de vivir, donde se habla de unos juguetes antiguos expuestos en un museo, el poeta empieza por la línea: «Se quedaron sin niños los juguetes», para otorgarles el presente que perdieron:

Se quedaron sin niños los juguetes
que están aquí al alcance de los ojos,
dentro de la vitrina.

Llevan ya varios siglos aburriéndose.
Mutilados y quietos, han perdido
su sitio en la alegría.

También en ese mismo libro encontramos, en su poema «Lanza o remo», que el hecho de no saber para qué servía un objeto milenario de la cultura Lambayeque es una suerte de claridad oculta. A través de la cosa podemos percibir un presente que se volvió ubicuo, como dice el poema, porque dudamos de ella y porque quienes la usaron lo hicieron en un tiempo que no iba hacía nosotros; la finalidad del objeto no era permanecer en la vitrina del museo:

Lanza y remo, porque el tiempo
es ubicuo cuando la historia muere.
Y perdidos los nombres de las cosas,
las cosas comienzan a vivir a su manera,
sin alma pero con cuerpo,
ya que en el reino material de las cosas
los inmortales son los cuerpos,
no las almas,
y por esto son siempre
las cosas más reales
que nosotros.

En A morir no se aprende, la poesía de Francisco José Cruz se planta en la fijeza de las escenas y se detiene a mirar esa multiplicidad de direcciones, repeticiones y titubeos que componen los momentos. En este libro vemos, por ejemplo, un ciprés que sin saber que está seco permanece erguido junto a los otros a un lado de la piscina, o a una suicida que piensa en dejar lo que siempre deja cuando llega a su casa sobre el pretil del río.

Los plantamos hace poco
pero uno ya no está verde:

Se ha secado de raíz
y aunque erguido permanece,

justo con la misma altura
de los otros dos, su suerte

ya está echada. Sin embargo,
el arbolito no advierte

(como el sol aún lo dora
y el viento a veces lo mueve)

que nunca dará una sombra que se alargue por el césped
y llegue un día hasta el agua y en el agua se refleje.

A la luz de este sentido del tiempo, la vida cobra los verdaderos relieves que tiene para nuestra conciencia: sus dudas, sus conjeturas, sus incertidumbres, sus miedos. Éstos son la materia con la que avanzamos y están en los detalles que marcan precisamente los contrapuntos de las distintas escenas de los poemas. Por ejemplo, en A morir no se aprende, el hecho de haber visto al jardinero quejarse de un dolor de garganta que parecía inocuo, en el poema «No tenía importancia», hace que su muerte cobre otra dimensión. O la molesta presencia del drogadicto al lado del hermano que se está muriendo en el hospital, en el poema «Mientras agoniza», convierte la agonía en algo más terrible, pues sucede en un escenario donde la vida sigue sin ninguna piedad hacia quien muere:

Mi hermano, desde ayer,
no admite medicinas
ni digiere alimentos.
Ya no sé si me escucha:
casi no abre los ojos
cada vez más ajenos.
Las visitas lo besan,
me acompañan un rato
y se van. El enfermo
de la otra cama tiene,
durante todo el día,
el televisor puesto.
Con tal de que no monte
otro escándalo más
y no pierda los nervios,
aquí nadie se atreve,
como es un drogadicto,
a pedirle silencio.
Si está de buen humor,
baja un poco el volumen
y hasta se pone tierno
para hablarle a mi hermano,
como si lo escuchara,
sobre lo que está viendo.


Para profundizar en cada tema, Francisco José Cruz adecua el lenguaje. Lo aplica con detalle para lograr un alto grado de definición al describir las imágenes y poder ver las huellas del presente real. No hay entonces adjetivos ni palabras de más que puedan distraernos; la concreción del presente se refleja en la sonoridad precisa de sus versos. Francisco José Cruz escoge la medida de sus poemas, como un fotógrafo seleccionaría su lente.
Los poemas parecen observar muy detenidamente cada acontecimiento desde el paso del tiempo. Detenerlo de pronto para que lo veamos realmente y deje de ser la simple anécdota. Sus palabras lo fijan, lo regresan a objetos en los que su huella subsiste: una mesa, un juguete antiguo, una lanza o remo de tiempos remotos, las llaves y el monedero, la cama que espera a algún enfermo, el comedor que era la habitación donde dormían los padres o la mesa arrumbada. Nosotros y la materia llevamos consigo hechos olvidados que evadimos, pues es difícil mirar siempre de frente la vida real. En su poema «Cuarto de los heridos (Museo de guerra)» de A morir no se aprende, dice que los agujeros de bala en las paredes y los catres soportan el peso muerto de la memoria. En ellos se siguen muriendo esos heridos, pues éstos son el rastro de su muerte:

Agujeros de bala en las paredes
indefensas y sucias.

                      Catres
a ras de suelo soportan el peso
muerto de la memoria.

                        ¿O muere,
después de tanto tiempo,
algo en ellos aún
que nadie advierte?

Es de ese peso muerto de la memoria del que, entre otras cosas, nos habla Francisco José Cruz en sus poemas; ese peso cotidiano de las acciones y contemplaciones que cargamos a diario y que aunque por momentos nos parezca abrumador, nos resulta liviano y olvidable al paso del tiempo.
Esta poesía tiene, entre otras virtudes, la de ir un paso atrás de lo repetitivo y rutinario. Entonces, el deambular diario de una mujer enloquecida que regresó a la infancia es visto, en su poema «Niña perdida» de A morir no se aprende, como un regreso continuo a ese presente que quedó atrapado en ella y en el que ella quedó atrapada:

Desde que regresó a la infancia
por la calle deambula absorta,
arrastrando los pies (el pelo
blanco, las manos ya temblonas).
Algo murmura mientras anda,
se ríe y de repente llora.

Hasta la puerta de mi casa
llega casi todas las tardes
y, con su voz de niña ausente
dice que la espera su madre.
Le digo que aquí ya no vive
y se extraña de equivocarse.

Nuestra naturaleza nos dicta huir de los antiguos presentes porque quedarse en ellos es la auténtica locura. Sin embargo, lo es también darles la espalda, no regresar a ellos como lo que realmente fueron. En nuestros tiempos es la narrativa, sobre todo, la que pretende recuperar los momentos presentes y cotidianos, recreándolos, para volver reales a los personajes y así poder ver la realidad a partir de la ficción. No obstante, en la ficción narrativa la realidad presente cobra otro peso, se vuelve una atmósfera recreada que puede cobrar una gran fuerza en nuestra imaginación y hacernos sentir que existe como algo continuo que envuelve a los personajes. Eso pasa, por ejemplo, con la obra de Juan Rulfo. Hay toda una serie de actos, de diálogos, cuya continuidad ficticia hace creíbles a los personajes y lo que les ocurre, aunque el lenguaje de Juan Rulfo no sea el que hablan en realidad el tipo de personas que describe. Francisco José Cruz en A morir no se aprende, sobre todo, opera exactamente al contrario y nos hace ver que en esa continuidad que tratamos de imponer a lo que vemos hay una trampa que nos impide ver los momentos en toda su magnitud. No parte de una idea o de una imagen, parte de detalles, contrapuntos, simultaneidades y analogías que amplían la temporalidad de una escena o de un momento de reflexión. Y muchas veces los detalles hablan por sí mismos a través de las cosas: la jaula vacía del pájaro, la camisa que reflexiona en el poema sobre su paso del padre al hijo, el catálogo de ataúdes en los que la comodidad es una de las características, o el barro que habla de las manos que lo moldean, en cuyos huesos el tiempo ha infundido el instinto de salvarlo del caos.
La forma en que Francisco José Cruz aborda los momentos presentes en su poesía va más allá de una simple evocación, es también una nueva forma poética de narrar las reflexiones, sensaciones e imaginaciones momentáneas, que son sustanciales, pero que a la vez son casi imposibles de recrear sin que se conviertan en algo anecdótico y sin importancia. Francisco José Cruz, al ponerlas en sus palabras, logra redimensionar los momentos presentes, que recobren la sustancia vital que pierden al ser mencionados en un lenguaje trillado. Estas reflexiones, sensaciones e imaginaciones momentáneas son nuestra relación inmediata y verdadera con el mundo, todo lo demás son conjeturas. Al fijarlas en sus poemas Francisco José Cruz logra rescatar la vida humana, ponerla en su ambiente real, que es esta relación inmediata con su mundo. En Maneras de vivir, hay varios poemas en los que se plantea precisamente esta separación del animal y del hombre de ese hábitat, que en realidad es su espacio-tiempo. Como el esturión en el acuario de su poema del libro Maneras de vivir, los seres humanos son animales cautivos porque no vemos en la transparencia de nuestros actos más simples todo lo sustancial que venimos cargando desde el origen. Los poemas nos obligan a mirar de otra manera lo ya mirado, a bucear en la profundidad de nuestro tiempo presente. 

Publicado por primera vez en Voz Otra, Revista Iberoamericana de Poesía y Crítica (México, año 1, nº 3, 2006) e incluido también en el libro Inmersiones de Alicia García Bergua (Universidad Nacional Autónoma de México, Serie Diagonal, 2008).

domingo, 7 de octubre de 2012

PALIMPSESTO 17. Lectura de Pedro Lastra

De izqda. a dcha.: Pedro Lastra, Mª José Gavira (concejala de Cultura) y Francisco José Cruz
El poeta chileno Pedro Lastra

Biblioteca Municipal José María Requena, Carmona, 20 de junio de 2002.

lunes, 1 de octubre de 2012

ENTREVISTA CON EL POETA ESPAÑOL FRANCISCO JOSÉ CRUZ por Jesús Díaz Calvillo


El poeta español Francisco José Cruz se halla lejos de Sevilla donde nació en 1962; la brumosa ciudad de México lo acoge a él y a Maneras de vivir (Trilce, 2004), su más reciente libro de poemas, acreedor al Primer Premio Renacimiento de Poesía.
      En su literatura, el poeta retoma objetos cotidianos (animales, árboles o juguetes) y descifra con ellos la existencia propia del ser humano, que con el tiempo deja de ser, en desventaja a la materia, que prevalece.
¿Por qué dar presencia a lo que no la tiene?
Precisamente porque ya no la tiene, a mí me inquieta como ser humano no como poeta que las cosas dejen de ser lo que son, que su presencia no sea eterna o siempre la misma. Me pongo en el sitio de esa ausencia de alguna manera para dar testimonio de esa pérdida y como una especie de prevención, porque a uno mismo también le va a suceder, va a dejar de ser lo que es.
¿Cómo es que en su poesía la esencia de un ser humano la pueda manifestar un objeto? Da la impresión de que los objetos hablan como seres humanos, ¿acaso el que los crea deja un poco de sí mismo?
Efectivamente, lo que menos me importa es lo que piensen los objetos, porque realmente no piensan, pero al darles voz, me pongo más en su sitio, lo que me ayuda, a modo de espejo, para entender la relación que uno tiene con ellos, y cómo ellos se pueden convertir en símbolos de tu propio mundo interior. Lo hago efectivamente para entender esa especie de perplejidad que provoca la metamorfosis de ser a no ser, o de lo que uno es y después se transforma en otra cosa.
      A veces las cosas no desaparecen del todo, se desubican el libro en el fondo es ponerme en el sitio de esa desubicación cuando dejan de tener una función porque el tiempo les obliga a dejarla y, en lugar de desaparecer, están ahí, perdidas, flotando aisladas, sin saber uno qué son, pero que materialmente existen; eso le da a las cosas una dimensión real que se puede extrapolar un poco a la humana, porque en la desorientación de las cosas uno puede encontrar su propia desorientación esencial.
Parece prestarle la misma importancia al alma que a un cuerpo inerte, ¿por qué?
Al revés de lo que ocurre con lo que nos dice la tradición religiosa, de que el cuerpo desaparece en el hombre pero el alma se queda, en el reino material el de las cosas los objetos siguen ahí paradójicamente, pero desubicados, sin cumplir la función que cumplían. En el caso del poema «Lanza o remo» me refiero a un objeto de una cultura precolombina del Perú, que ya con el paso de los siglos sigue ahí en forma de remo, pero que también podría haber sido una lanza; no se sabe ya bien lo que es; los mismos arqueólogos no saben si cumplía la función de remo o lanza: el tiempo no lo aniquiló pero lo apartó de su cometido; ese paso es el que a mí me interesaba expresar porque creo que en el hombre ocurre esto también, más de lo que creemos, porque vamos dejando de ser lo que somos; a veces no nos reconocemos ni a nosotros mismos o los demás no nos reconocen y nos apartan.
Precisamente en «Lanza o remo» usted dice: «Las cosas son siempre más reales que nosotros», podría explicárnoslo.
Los objetos perduran, tienen esa tenacidad, al revés del ser humano; nosotros desaparecemos con extrema facilidad, las cosas dan la impresión que en lugar de morir del todo entran en una especie de limbo al dejar de ser lo que son, pero como objeto te los puedes encontrar, entonces son más reales porque duran más.
¿Y qué ventaja tiene entonces ser hombre y no cosa?
No lo sé. El hombre, claro, tiene conciencia. Las cosas dependen del hombre y son sólo un punto de apoyo para que se realice, pero sin que las cosas lo pretendan terminan siendo una referencia simbólica de la fugacidad del paso del tiempo, por lo frágil que somos; las cosas al ayudarte te dan la dimensión de la fragilidad que nos constituye como seres humanos.
En su poema «Revisión», un feto en el vientre de su esposa y la muerte de su madre están representados; los dos, dice, «no están en el tiempo», ¿dónde cree que estén?
Tanto el hijo que no ha nacido, que está en el vientre de su madre, como mi madre que está en el vientre de la tumba son dos modos de no estar ya, uno que todavía no es y el otro que ha dejado de ser, entonces esa manera de la ausencia es lo que me hace sentir que no están en el tiempo.
¿Dónde están entonces?
Me imagino que en un proceso que yo llamo «destiempo». Me interesa esa especie de proceso entre lo real y lo irreal, entre la presencia y la ausencia; esos intersticios que desconciertan a todos son lo que yo quería indagar. Contrasté el hecho de que el hijo que está en el vientre y de que mi madre estando en el vientre de la tumba, ya muerta, son dos procesos contradictorios pero que deja a los dos fuera de la realidad. Estas «realidades» podemos vislumbrarlas sólo gracias a un poema.
¿En el «destiempo» es en donde estaremos?
Es en donde estuvimos y en donde estaremos, pero no es una cosa rígida, es decir que, incluso cuando nos morimos, uno va teniendo procesos físicos hasta descomponerse del todo; somos más cuerpo de lo que nos creemos.
En «Por propia inexperiencia» menciona que los muertos se internan en sus propios vacíos hasta llegar al sitio en donde el mundo aún no ha comenzado, ¿qué sitio es ése?
Yo creo que probablemente en donde está el hijo que no ha nacido.
Da la impresión de que éste es un proceso cíclico.
Claro, da la impresión, uno no escribe sabiendo las cosas, un poema expresa en el fondo una intuición, no un conocimiento probado, no podemos ir más allá, somos así de pobres. Si con la muerte se viaja hacia atrás, se puede llegar al mismo punto de vacío en que está el ser que todavía no ha nacido. Esa «nada» probablemente sea lo mismo. Un poema es el punto de encuentro entre lo que no es y lo que es.
¿Se puede no ser, estando con vida?
Yo creo que no, yo lo desmiento en «Revisión»: «El ser con el no ser jamás coincide / y nunca se han tocado ni de lejos».
En «Manera de decir», un poeta parece vivir dentro de su grabación, ¿qué tanto deja de sí un poeta como usted en una grabación o en sus letras?
Si un poema está escrito con honestidad no sólo hay algo de uno en él, hay algo de todos; cada vez creo que los poemas los escribimos entre todos; a mí me ha tocado escribir de una manera y a otros, de otra, pero es la misma tradición poética, ya tan larga, la que nos va guiando; uno solo no puede escribir lo que la humanidad puede sentir y necesitar.
"Maneras de Biólogo" concluye diciendo que la muerte es la forma más sencilla en que siga la vida, ¿por qué cree usted esto?
Yo creo que el biólogo es la figura que nos puede enseñar que la vida y la muerte son un proceso natural, y que con esa naturalidad deberíamos asumirla, sin más alharacas, sin más invenciones de otra realidad. Nosotros, por temor a morir, nos inventamos un refugio de excusas permanentes, realidades alternativas, no estamos de acuerdo con nuestra condición. El biólogo casi atiende un poco eso.
¿Cómo cree que su poesía influya en el lector?
A mí me asombra y me agrada que haya lectores de mi poesía, porque ya hay enormes poetas, y que alguien dedique su tiempo a un poema mío, me causa gran emoción. Nunca tengo la sensación de agradecerlo lo suficiente, los comentarios de los lectores me ayudan a entender mi propia escritura, yo pienso en el lector cuando escribo, porque a través de él puedo llegar a otro y ese otro puede llegar a mí, estableciendo una relación personal, espiritual, etc.
¿Lo considera como una responsabilidad o una charla?
Yo me tomo mi afición como una responsabilidad, porque antes que yo ha escrito tanta gente y me han ayudado tanto, que uno cuando se plantea a escribir, debe hacerlo con esa seriedad.
¿Qué opina de la poesía contemporánea?
Abarca muchas cosas, yo siento que necesita recuperar un sentido de artesanía que se está perdiendo: demasiados poetas escriben con excesiva facilidad sin tener en cuenta el conocimiento artesanal de las formas que los siglos nos han heredado. Habría que hacer un esfuerzo, usar los recursos que el lenguaje nos da al trabajarlo, como el carpintero puede trabajar un mueble y, por otro lado, que eso nos lleve a una dimensión más humana del poema y más comunicativa. Sin claridad no hay profundidad.
¿Por qué?
Porque ya incluso en la comunicación diaria que tenemos entre todos nos cuesta trabajo entendernos, entonces si un poeta, cuando está manejando sensaciones más complejas y sutiles, utiliza recursos menos populares y no hace el esfuerzo de precisar lo que quiere decir, difícilmente nos vamos a entender.
En su libro surgen algunas palabras centrales en forma y fondo, ¿podría contestarme lo que significan para usted?
Maneras de vivir
No podemos creernos que todo el mundo vive como nosotros. La realidad es plural y debemos asumirlo como lector, poeta y por supuesto humanamente.
Tiempo
No se sabe bien qué es, pero parece que sin él no seríamos nada. Borges decía esencialmente: «Y no comprendo cómo el tiempo pasa, / yo que soy tiempo y sangre y agonía», Espacio-tiempo, cuerpo-tiempo, es indiscernible.
Materia
La otra cara de la misma perplejidad, la otra cara del tiempo.
Existencia
Más que pensar en ella pienso en la «inexistencia», cuando deje de ser.
Muerte
Yo espero que la muerte sea el final, una desaparición total. Uno teme más el paso a la muerte que el hecho de estar muerto.
Dolor
Cuando escribo temo más a esas irrupciones inesperadas del dolor, que al paso pacífico del tiempo. Si uno muriera de viejo, por proceso natural, lo asumiría mejor, pero el caso es que a veces uno no se muere cuando el tiempo pasa, sino antes, cuando el tiempo lo quiere. Esas irrupciones de la vida son lo que más me desorienta y me duele.
Nostalgia
Todavía no tengo edad para eso, porque todavía uno tiene suficientes relaciones y el vigor humano para seguir llenándote en las cosas. Tengo en todo caso rabia de que ciertas personas queridas hayan muerto, pero no tengo nostalgia.
¿Hay entonces una edad para la nostalgia?
No lo sé, yo encuentro demasiados poetas jóvenes que juegan a ser nostálgicos.
¿Por qué?
Porque yo creo que sólo es una imitación, cuando no son poetas maduros.
Dios
No me preocupa, he llegado a una edad en que creo que Dios es una excusa para conformarse ante lo irremediable de la muerte. A todo el que le sirva me parece bien, pero a mí no me preocupa. Incluso si lo hubiera, a mí no me consolaría, seguiría exigiéndole por qué tengo que morirme, preferiría quedarme aquí.
En ese tenor, el Más Allá.
Aunque hubiera un Más Allá a mí no me consolaría, me quiero quedar.
Fantasmas
Lo que somos todos tarde o temprano, o incluso siempre. Siempre estamos en una especie de nebulosa que no acabamos de aclarar.
Ser humano
Lo que también somos, antes que poeta, carpintero; aunque lo olvidamos con frecuencia.
Genética
Algo que nos condiciona más de lo que parece, nos corrobora que somos más cuerpo que alma.
Amar
Una sensación necesaria que no debemos restringir a la relación sexual o de pareja. Es un sentimiento esencial, se puede amar a las cosas, pero no de una manera tonta, sino en la medida en que tienen relación con los seres humanos.
Poesía
La forma del lenguaje más humana, no más cotidiana; en el sentido de que nos ayuda a llegar a lo más hondo de nosotros mismos.
Para concluir, ¿qué fue mejor, saberse como una mesa hecha de árbol antiguo, o un plato moldeado delicadamente a mano?
Es lo mismo, los dos son excusas para expresar esa transición, esa perplejidad de estar, y no estar.

Publicada en el suplemento cultural Sábado, Diario Uno más uno (México, 18 de septiembre de 2004).