sábado, 22 de septiembre de 2012

LA SINCERIDAD DE LA POÉTICA por Elizabeth Cruz Madrid


LAS MANERAS DE VIVIR DE FRANCISCO JOSÉ CRUZ

  © Eladio Ortiz
De artesano a arquitecto, Francisco José Cruz cincela su poesía. Versos preocupados por el tiempo y su paso, maravillados ante el inefable destino y la contundencia de la muerte. Con una voz que lo delata como habitante del pueblo andaluz de Carmona, explica con un acento de cante flamenco que este arte le ayuda a ordenar sus incertidumbres.
      Para él, «un poema debe llegar a donde nosotros no llegaríamos sin él», al menos así lo afirma en la solapa de su libro, Maneras de vivir (Trilce, 2004), «por esto supone una búsqueda y no la confirmación de nuestro pensamiento anterior al escribirlo», pero...
¿Qué ha encontrado usted a través de la poesía?
No he encontrado nada definitivo, ni espero encontrarlo. En todo caso, tal vez sea la búsqueda de algo que nunca te va a llegar. En realidad, lo que buscamos es ordenar nuestras incertidumbres mientras se hace y se acaba el poema, pero no resuelve nada.
¿Ni siquiera nos ayuda a no perder las ideas, a salvarlas de la temporalidad?
El poema nada salva, pero es al menos un testimonio de eso que no se salvó, es como una llamada de atención que nos recuerda lo que ya no hay. Estamos viviendo entre ausencias que fueron presencias. El poema nos lo advierte y recuerda sin piedad, no nos da la coba, no nos engaña. Aunque sí tiene esa rara habilidad de hacer más tangible lo que por naturaleza no lo es: nuestra condición humana, la fugacidad de nuestros sentimientos, temores, perplejidades, eso no tiene materialidad y el poema, mientras uno lo está leyendo, hace parecer que todas esas sensaciones cogen cuerpo.
      Así, el poeta hace un reconocimiento al tránsito temporal, elemento esencial en su poesía, pues admite: «Si el tiempo no fuera un problema, nadie hubiera escrito un poema nunca, porque se escribe bajo el sentimiento de saber que vas a perder lo que estás gozando. Yo me voy más por ese lado, más que del sentimiento de lo que ya he perdido, escribo desde la conciencia de lo que perderé.»
      Pero, más que lamentarse, Francisco José Cruz siente «una curiosidad, un poco de entomólogo, fría, de quedarte en lo intersticio y considerar dos aspectos de las cosas: lo que fue y lo que llegó a ser o estuvo a punto de llegar a ser. Esas transiciones en que la realidad, el objeto o el ser humano, no están definidos del todo». Por eso habla del venado convertido en pedazo de carne o de la mesa que fue árbol. Transformaciones que le causan «perplejidad porque no es sólo el paso del tiempo, también son los cambios y el desaparecer de golpe y porrazo. Es como si la muerte no esperara a que el tiempo se cumpliera. Yo tengo un poemita inédito que más o menos dice así: “No siempre tiene la culpa / el tiempo de que la muerte / se salga al fin con la suya. / A la muerte le da igual / que estemos casi empezando / o a punto de terminar”».
      El autor, que escribe desde los sótanos de la ceguera, asegura que nosotros mismos «estamos hechos de tiempo. Si no lo fuéramos no tendríamos conciencia. Toda poesía está hecha en el tiempo». Tal vez esta franqueza con la que asume la temporalidad le hace pensar que «un poema nunca debe engañarnos. Nos ayuda y no recrimina ni echa en cara ni te deja solo porque, paradójicamente, cuanto más sincero es, más te acompaña».
¿Pero en qué consiste esta sinceridad?
La sinceridad poética depende de la conciencia que se tenga de expresar lo necesario y no lo retórico, porque cuando tienes dominio de una forma puedes caer en la imitación o en el adorno. No se puede olvidar que la poesía es un arte y, como tal, requiere de una técnica que permite habilidades, y en la medida que uno las utiliza en beneficio de la autenticidad y no para el alarde personal, se es sincero.
      Por ello, opta por una poesía liberada de «belleza innecesaria». Es importante «tener claro en qué forma voy a escribir, porque para mí ésta no es sólo un molde rítmico para decir las cosas, sino parte del contenido. Lo que el contenido se calla, la forma debe ayudar a decirlo. Entonces tengo una visión arquitectónica del poema: si yo hablo de un elefante, debo encontrar el modo de acercarme a él».
      Este equilibrio entre forma y fondo, a juicio del también director de la revista Palimpsesto, se está perdiendo: «Noto en la poesía última general que el poeta se está olvidando con demasiada facilidad del plano artesanal de la poesía. Tenemos que sentirnos artesanos y saber que estamos manejando un material maleable que es el lenguaje. Cuanto menos formas usemos, y con menos rigor, menos capacidad tendremos para matizar las cosas.»
      En su caso, se queda «en la zona intermedia, en aquella corriente que considera que la claridad y el rigor formal no están reñidas con la profundidad, y rehúye tanto de la incomunicación como de la facilidad». Siente la «necesidad de que la forma tenga mayor relieve y se asemeje, en la medida de lo posible, al contenido». Por otro lado, «para hacer los contrastes entre la permanencia y la fuga, entre lo que parece que se queda y lo que se va, me apoyo en la naturaleza o en objetos que suelen durar más que uno, para que se perciba la diferencia entre la fragilidad humana y la tenacidad de las cosas».
      Sus poemas, por donde deambulan fantasmas de existencia huidiza, exploran los territorios del ser y del no ser, de la permanencia y la transformación. Son escenarios donde «las cosas funcionan como un espejo de tus sensaciones que, a la vez que te reflejan, te contradicen».

Publicado en El Financiero, México, 17 de septiembre de 2004.