miércoles, 13 de junio de 2012

GARCÍA MÁRQUEZ, LA REALIDAD SIN MEDIACIONES


La editorial Mondadori, confirmando su propósito de reeditar la obra periodística de García Márquez, pone ahora su segundo volumen en el mercado, Entre cachacos, que, bajo el mismo título pero en dos tomos, publicó la editorial Bruguera en 1982. Entre cachacos recoge todo el trabajo periodístico que García Márquez hizo para El Espectador de Bogotá entre 1954 y 1955. Dicho trabajo se desmarca notablemente del que el colombiano efectuó en El Universal de Cartagena y El Heraldo de Barranquilla. Si en estos diarios dominaron la creación y el artículo, en El Espectador están reemplazados por la crítica de cine y por el reportaje, añadiéndose así a la actividad periodística del colombiano dos nuevas disciplinas, aunque en rigor sólo debamos considerar como novedad al reportaje ya que, desde la intermitencia, como pronto veremos, García Márquez se había dado anteriormente al juicio cinematográfico. También, de modo muy esporádico, encontramos en Entre cachacos páginas dedicadas a la creación literaria pero, a pesar de estas diferencias de tono y tema, que alejan a Entre cachacos de Textos costeños y, sobre todo, a Entre cachacos de la obra literaria del colombiano, este trabajo se propone establecer las casi siempre subrepticias vinculaciones que, sin duda, las hay entre ambos tomos y, particularmente, entre el segundo y la obra literaria.
            Señala Jacques Gilard en el prólogo al libro que comento que «antes de aparecer su crónica inicial no había habido en la prensa de Colombia una columna regular que hablara en forma tan sistemática de las películas estrenadas en Bogotá». Esta afirmación –independientemente de cualquier valor intrínseco que entrañen estos textos– enmarca la importancia del gesto del colombiano y subraya el atrevimiento de su aventura. García Márquez, pues, se da a la tarea de comentar muchas películas que van pasando por Bogotá durante los años 1954 y 1955. Esta labor adquiere un mayor relieve, al menos desde el punto de vista biográfico y estadístico, ya que es la primera que el novelista ejerce en El Espectador y, además, de manera prolífica. Por tanto, la abundancia de las críticas cinematográficas nos informa sobre la dedicación del periodista a esta tarea. Al ser una actividad nueva en el periodismo colombiano, estas críticas están salpicadas por una intención didáctica y no sólo informativa. En muchos casos, la formación se convierte en la sombra que proyecta el cuerpo de la información. A GGM le interesa, tanto o más que criticar una película, elevar el nivel del público y crear las condiciones adecuadas para que el incipiente cine nacional no caiga en saco roto. De algún modo, la tendencia pedagógica explicaría la vinculación entre cine y vida que, con enorme frecuencia, encuentra el lector en estos textos. Es decir, cuanto más se parezca la película a la vida diaria, más alta será la nota con la que el colombiano calificará la proyección. Esta vara de medir, tan ambigua y tan corta en sus pretensiones, lleva a GGM a realzar películas que, desde el punto de vista del arte cinematográfico, no pasan de mediocres e incluso «la más insoportable sensiblería debía alcanzar para él ese estimable grado de lo “humano”»[1]. Este enfoque crítico lo había ya adoptado el colombiano en sus esporádicos comentarios cinematográficos que redactó en El Heraldo de Barranquilla. La claridad del siguiente párrafo nos indica que dicho modo de proceder en El Espectador acaba siendo una convicción. Esta relación cine-vida adopta tintes de radicalidad a favor de la segunda, con la que el concepto de creación cinematográfica queda, en verdad, anulado: «Quienes participan en ella no son actores profesionales. Son hombres sacados de las calles de Roma, transeúntes ordinarios que, probablemente asisten al cine con muy poca frecuencia, que ignoran los secretos de la representación teatral, pero que están tan íntimamente ligados al drama de la vida de postguerra, que no encuentran dificultad alguna para desempeñarse frente a las cámaras» (Ladrones de bicicletas, 15-octubre-1950)[2]. Esta supremacía de lo humano es tan exaltada que no deja sitio a la información estricta que cualquier lector demanda de una película. Esto mismo, por ejemplo, ocurre en Mogambo (10-abril-1954), donde la descripción de Ava Gadner vuelve a demostrarnos el interés de GGM por los personajes que más se acerquen a la vida común diaria y, en esta misma descripción, percibimos cómo el crítico asemeja estas cualidades humanas con los posibles aciertos cinematográficos. Podríamos decir que el crítico GGM busca en el cine a la vida cotidiana («La película tiene de entrada un delicioso ambiente de realidad, que la hace extraordinariamente parecida a la vida»)[3] y el novelista Gabriel García Márquez registra en la vida cotidiana todos aquellos elementos, caracteres y actitudes que, perteneciendo a la realidad, no se hallan en el ámbito de lo normal, lo lógico, lo gris. O sea, todo lo que el cine como arte, sin duda, puede aportar de extraordinario a la realidad, ya está cumplido en el trabajo novelístico del colombiano; de ahí, tal vez, la falta de interés del crítico por buscar en el cine otra cosa que no sea la sencillez del mundo cotidiano. No obstante, apunta Gilard, «su mundo interior enriqueció notablemente las películas comentadas». En este sentido, la complejidad de lo real no siempre escapa a las opiniones cinematográficas, aunque tampoco son frecuentes. Así, criticando Milagro en Milán (24-abril-1954), vemos cómo GGM se detiene en comentar los episodios cuyos caracteres mágicos y reales no se diferencian con claridad. El siguiente párrafo supone toda una lección gráfica sobre la manera de entender esta ambigua relación: «… el hallazgo de un pozo de petróleo es un acontecimiento enteramente natural. Pero si el petróleo que brota es refinado, gasolina pura, el hallazgo resulta enteramente fantástico […] La escena de los vagabundos disputándose un rayo de sol, que ha sido considerada como un acontecimiento fantástico es, sin embargo, enteramente real». Percibimos el interés del colombiano por esta borrosa frontera: hechos reales contaminados de magia y hechos mágicos salpicados de verosimilitud para que resulten creíbles. Esta visión crítica se corresponde directísimamente con su mundo narrativo. Esta tendencia demuestra que la atracción por lo mágico no puede desvincularse nunca de su atención por el hombre, es decir, el sentido de lo mágico nada tiene que ver aquí con el juego de la ficción. Sus críticas cinematográficas en este punto no desmienten a su trabajo literario. El crítico y el novelista aquí coinciden. O sea, GGM veía el cine con los ojos de la pluma de García Márquez y no con los de una cámara. La vinculación cine-literatura afecta también a los procedimientos técnicos propios de la escritura, a esas oscuras operaciones de taller –no siempre explicables de manera explícita– al servicio de la eficacia narrativa. El siguiente apunte sobre Los pescadores de la isla de Sein (12-junio-1954) es puesto en práctica en El coronel no tiene quien le escriba (novela que García Márquez redactó por estos años) para registrar con solidez la espera del protagonista y su fe rutinaria: «La historia ha sido contada con maestría, con una lentitud interior que se hacía indispensable para la exacta comprensión del problema dramático y del proceso psicológico». Esta lentitud justifica también otra de las características novelescas del colombiano: la minuciosa precisión de detalles, en apariencias insignificantes, pero que captados en su profunda dimensión, matizan y revelan toda la psicología de un rostro o de una conducta. Esta minuciosidad nada tiene que ver con la proliferación de datos o rasgos pertenecientes al dominio de la obviedad, sino a esa zona movediza de lo imperceptible y que, sin embargo, está por debajo definiendo una personalidad o una situación. Al respecto, en Umberto D (5-febrero-1955), el colombiano, como si el novelista hubiese arrebatado la pluma al crítico, o GGM se diluyera en la densa mirada de García Márquez, apunta: «Una historia igual a la vida había que contarla con el mismo método que utiliza la vida: dándole a cada minuto, a cada segundo la importancia de un acontecimiento decisivo». Así pues, aunque GGM desenfoque, en ocasiones, su trabajo crítico, incluso hasta el punto de no abordar la película en cuestión, estos textos revelan ciertas claves del mundo literario de García Márquez y nos confirman otras. Lógicamente, el lenguaje empleado aquí nada tiene que ver con el que se desliza en sus novelas. En la crítica de películas encontramos una escritura correcta, pero exenta de cualquier licencia literaria, aunque en los párrafos de mayor entusiasmo, que suelen ser los mismos que delatan sus preocupaciones novelísticas, vemos cierta brillantez en la exposición y mayor relieve verbal. El hecho de que el colombiano firme tan sólo con sus iniciales nos da idea de la distancia respecto a estos textos que mantiene el novelista. Sin embargo, dicho lenguaje no excluye la contundencia en la opinión, registrándose términos que, bien a las claras, nos descubren la posición del crítico frente al film, pero cuyo empleo no conecta con el rigor de una crítica. El lenguaje refuerza la independencia que, en todas sus críticas, mantuvo el colombiano, a pesar de las quejas de los empresarios del ramo.
            Esta misma independencia del crítico cinematográfico auxilia al reportero Gabriel García Márquez. Esta básica actitud periodística para acercarse con fidelidad a los hechos, la mantiene el colombiano cuando efectúa reportajes pegados a la realidad más diaria. Metido, pues, en la realidad sin mediaciones, el lenguaje empleado por García Márquez se pone estrictamente al servicio de la información y a la exhaustiva captación de la noticia[4]. Así ocurre, por ejemplo, en «Balance y reconstrucción de la catástrofe de Antioquia» (2, 3, 4-agosto-1954) o «El Chocó que Colombia desconoce» (29, 30-septiembre, 1, 2-octubre-1954), a cuya región García Márquez acude para referir pormenorizadamente –el reportaje aparece por entrega– las carencias y el atraso que por abandono político tienen que soportar sus habitantes. Aquí, como en otros tantos reportajes, aunque el objetivo primordial sea el de informar, García Márquez no se priva del guiño irónico, en el que subyace una protesta: «Al revés de lo que ha ocurrido siempre, en el Chocó son los pueblos los que tienen que pasar ferozmente por las carreteras y no las carreteras por los pueblos». A pesar de este evidente alejamiento de su obra narrativa, podemos atisbar algunas sigilosas vinculaciones entre ésta y tal tipo de reportaje. Ya he señalado una, al hablar de la minuciosidad, que, a veces, se queda en simple detallismo, en recolección de anécdotas sin las cuales la objetividad del reportaje no se resentiría, pero que se justifican por el tono narrativo que los reportajes de García Márquez presentan a modo de música de fondo. Esta vocación narrativa hace que García Márquez recurra lo menos posible al testimonio directo y esta no intercalación de citas da al reportaje mayor unidad y agilidad. También, en la elección de ciertas noticias vemos cómo García Márquez se aproxima al mundo primitivo y mítico de sus novelas. «Hay una clara relación entre ciertos pasajes del reportaje –esclarece Gilard en su prólogo– con la temática macondiana del pueblo arruinado […] El reportero también debió prestarle involuntariamente a la región visitada muchos elementos de su mitología personal. Mucho antes de que Cien años de soledad le hablara a Colombia de sus frustraciones y de su historia circular, García Márquez empezaba a darle al país la forma de su propia visión». En «El Espectador visita a Paz de Río» (8-octubre-1954), el reportero se sitúa en las antípodas del Chocó. Si esta región está dominada por la pobreza, por una presente decadencia y un pasado esplendoroso –la gente del Chocó miraba con las lentes del recuerdo–, Belencito es una ciudad recientísima, construida con la urgencia de ganar dinero rápido, girando alrededor de una planta siderúrgica. El reportaje se centra en relatar, con múltiples ejemplos, hasta conseguir envolver al lector en una atmósfera vital, la apresurada formación de esta ciudad. El modo de describir la velocidad de construcción de la ciudad adquiere matices míticos, propiciados por el asombro del reportero. Además del deseo de informar, García Márquez busca de algún modo narrar, recrear lo visto hasta el límite que le permite el reportaje, sin salirse de sus moldes. En «La preparación de la Feria Internacional» (30-octubre-1954) –evidente paralelismo con la construcción de Belencito–, lo que atrae al reportero es el ajetreo previo de la feria, la dimensión pintoresca y los tipos humanos. En el subtítulo «Dicho y hecho» encontramos una clara visión de narrador penetrante. Tras recrearse en la descripción de la lluvia, inoportuna para el buen desarrollo de la inauguración ferial, García Márquez, aunque sin desviar la mirada de la información, de soslayo hace una incursión puramente imaginativa y que salpica de posible irrealidad los últimos acomodos para la inauguración: «Se tenía la impresión viéndolos trabajar afanosamente en la preparación de los matices finales, de que en cada pabellón se esperaba la visita personal, el examen minucioso del presidente de la república, que a esa hora debía contemplar la lluvia, a través de las ventanas de San Carlos, preguntándose acaso por qué no fue inaugurada la exposición a las tres de la tarde».
            Si en el suelo, muchas veces fangoso, de lo inmediato, el colombiano filtra gotas que caen de su capacidad imaginativa, en los reportajes que no están marcados por la urgencia, que siempre demanda para sí la noticia del día, García Márquez disimula mucho menos su tendencia narradora y hace del reportaje una excusa argumental para pisar la movediza tierra de lo creativo. Libre del viento de la prisa, en «¿Por qué va usted a Matinée?» (27-octubre-1954), García Márquez escribe sobre el aspecto de los cines en horas diurnas, comparándolo, a la vez que describiéndolo, con el aspecto que ofrecen en horas nocturnas. A pesar de tener estructura de reportaje, ésta le sirve a García Márquez para escribir un artículo gracioso y tierno, plagado de ocurrencias. Estrictamente aquí García Márquez no informa, más bien revela, sacando partido a lo que parecía no tenerlo. En este sentido, podemos decir que crea un mundo. En esta misma dudosa divisoria entre el reportaje y la narración, encontramos «El cartero llama mil veces» (1-noviembre-1954). Nuevamente predomina el ojo del narrador sobre el del reportero. A diferencia del periodista común, que trataría de investigar los errores del sistema de Correos, inquiriendo datos y refugiándose en las estadísticas, García Márquez hace del hecho frecuente de las cartas perdidas una recreación imaginativa, fresca y sugerente. Sólo a partir de los últimos párrafos, su lenguaje es más impersonal debido a su carácter informativo. El reportaje en sí tiene calor imaginativo y su tema nos remite al de El coronel no tiene quien le escriba. En este estilo de reportaje hay que incluir los dedicados a simples curiosidades y a personajes. «La historia se escribe con sombrero» (31-enero-1955) es un ejemplo de cómo la retórica personal de García Márquez permite desarrollar un tema tan anecdótico y secundario. En este tipo de reportaje el humor es una constante: «Los vendedores de sombrero no clasifican su mercancía por la calidad y las formas, sino por la psicología de la clientela». El dominio de la retórica puede compararse con el empleado en un sinnúmero de artículos de Textos costeños, cuyos temas en sí resultaban sosos e insignificantes.
            Sin apartarse del lenguaje puramente instrumental para contar sencillamente la vida del ciclista Ramón Hoyos[5], García Márquez hubiese regresado al reportaje informativo si la historia del ciclista, en lugar de contarla el protagonista, la hubiese contado el reportero. El hecho de que el reportaje esté escrito en primera persona –García Márquez actúa de amanuense, ordenando y ensamblando los datos suministrados por Hoyos– vuelve a tener un inconfundible aire de narración. Si Ramón Hoyos habla en primera persona, reconstruyendo su vida, García Márquez, en sus «Notas del redactor» se ocupa del presente diario del ciclista, haciendo observaciones personales y apuntando anécdotas. Las notas son algo así como un contrapunto a la memoria de Hoyos (el colombiano trata de pintarnos su entorno actual: círculos de amigos, su casa) y, otras veces, corrigen sus observaciones. Esta técnica del reportaje consigue acercarnos por dentro y por fuera a la personalidad del protagonista. Las notas del redactor son un guiño de éste al lector. En éstas, en las que García Márquez hace intervenir a personas cercanas a Hoyos, el reportaje sí se nos presenta, periodísticamente hablando, en estado puro.
            La técnica de contar en primera persona vuelve a ser utilizada en «La verdad sobre mi aventura» (abril-1955), publicado en catorce entregas[6], pero esta vez la información es totalmente transformada en materia narrativa, hasta tal punto que el lector podría prescindir de la veracidad del relato y considerarlo una creación ficticia. García Márquez crea un mundo literario con los hechos que le suministra el marinero Luis Alejandro Velasco. El lector percibe sin dificultad que de ningún modo el marinero le pudo contar los acontecimientos con tanta hilazón como el colombiano lo hace. Al relacionar los hechos y vitalizándolos de tal modo que constituyen una auténtica trama argumental, García Márquez ya no maneja las anécdotas para humanizar, como ocurre en el reportaje estrictamente periodístico, sino que las relaciona y distribuye en el texto, al servicio de una narración literaria más que literal. Esta forma de relacionar alusiones, de volver a personajes ya mencionados con el fin de reforzar el tejido de la narración, de detenerse en descripciones físicas, indagaciones psicológicas, diálogos, le permite a García Márquez ir desarrollando una atmósfera de incertidumbre y de suspense, propia de cualquier texto literario de estas características. Pensemos, por ejemplo, en la novela Juventud de Joseph Conrad. A pesar de lo dicho, el estilo narrativo de García Márquez no aparece en este relato. Sin embargo, podemos rastrear ciertos tics del mundo novelesco del colombiano en algunos toques líricos, en el modo de dilatar la historia, exprimiendo cualquier detalle que casi no admite desarrollo y, sobre todo, en el poder de resurrección de la memoria, haciendo que ésta sea un plano convergente al instante y no anterior: en uno de los muchos momentos de desesperación del náufrago, pisando ya en el borde de lo alucinatorio, el protagonista, sin transición alguna, sin previa explicación dialoga con Jaime Manjarrés, donde en el transcurso del relato adivinamos que se trata de uno de los compañeros muertos en el naufragio del barco: «…de noche no me cabía la menor duda de que Jaime Manjarrés estaba allí, en la borda, conversando conmigo, él también trataba de dormir, en la madrugada del quinto día. Cabeceaba en silencio, recostado en el otro remo. De pronto se puso a escrutar el mar. Me dijo: ―¡Mira!»[7].
            La serie de La Sierpe (publicada entre marzo y abril de 1954, en el dominical de El Espectador) tampoco tiene que ver con el mundo narrativo de García Márquez en lo concerniente al lenguaje ni a la estructura formal de reportaje que dan al texto inequívocos visos de realidad exótica. No obstante, La Sierpe se acerca al mundo interior del novelista en el interés de éste por lo mítico y en la invención del argumento, a pesar de que García Márquez nos presente La Sierpe como una región real aunque remota, como una estancada supervivencia del pasado. El texto, por su fecha de composición, 1950, no puede vincularse a los enfoques del momento del reportero, aunque, como señalé antes, la estructura de reportaje que posee la serie puede explicar de algún modo su inserción en El Espectador. Con un lenguaje de tono desenfadado, que tiene más de periódico que de introspección lírica, García Márquez, desde la ironía, nos va presentando todo un mundo de supersticiones, en el que todas las culturas han vivido con mayor o menor intensidad, con más o menos evidencia. La ironía aquí alivia la atmósfera asfixiante de lo sobrenatural y airea la narración: «Dicen quienes lo saben de primera mano que el Jesusito extraviado siguió haciendo milagros menos el de aparecer».
            También la ironía y el humor recorren de cabo a rabo los muchos textos atribuidos a García Márquez, recogidos en la sección «Día a día». A pesar de que no están firmados, la retórica de estos textos, la intrascendencia de los temas elegidos, son similares a la de muchos del mismo tipo escritos en su columna «La Jirafa» de El Heraldo de Barranquilla. Si allí el colombiano firmó sus textos con el seudónimo de «Séptimus», aquí se conforma con no firmarlos, como si quisiese romper los endebles hilos que todavía le unían a los escritos de Textos costeños de esta índole. Los artículos están basados en la retórica de la ocurrencia, no exenta de cierta poética imaginación («Una mujer tan hermosa no está necesariamente en la obligación de parecerse a su estatua»). Incluso noticias que podrían merecer un tratamiento más serio, con lo que se le daría la relevancia que demandan, el articulista no cambia sus planteamientos. Por ejemplo, refiriéndose a la noticia de que la mujer colombiana puede ejercer su derecho al voto, lo hace en los consiguientes términos: «El fervor con que un grupo de honorables constituyentes se ha empeñado en sacar adelante el voto femenino, es una indicación inequívoca de que aún no ha perecido en Colombia el sentido romántico de la galantería».
            En definitiva, podríamos decir que Entre cachacos es un libro de menor interés que Textos costeños para el que busque en sus páginas el rumor persistente del novelista, pero sí resulta tanto o más atractivo que el primero para el incondicional lector de García Márquez y, sobre todo, para el raro y escrupuloso gusto de la crítica por la arqueología literaria. Paradójicamente, a pesar de su escaso valor intrínseco, los textos de crítica cinematográfica conservan hoy más actualidad que la mayoría de los reportajes, ya que éstos, aunque más extensos y ambiciosos –García Márquez nunca los firmó con sus iniciales, salvo excepciones–, están realizados a ras de las exigencias noticiables del momento.
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[1] Del prólogo citado de Jacques Gilard.
[2] G. García Márquez, Obra periodística, vol. I. Textos costeños (ed. Mondadori, Madrid, 1991).
[3] Nosotros las mujeres, 19-junio-1954
[4] «En realidad los reportajes suelen iniciarse por un elemento anecdótico, a veces espectacular, y vuelven luego a los orígenes de la historia antes de irla reconstituyendo. El procedimiento aparece bajo su forma más llamativa en reportajes sobre individuos […] Es un procedimiento elemental y eficiente, que García Márquez no inventó (quizá lo aprendiera de los folletines del siglo XIX), pero que manejó con tanta habilidad que llegó a establecer una especie de pauta muy usada en el periodismo colombiano», del prólogo citado de Gilard.
[5] «El triple campeón revela sus secretos» (junio-julio de 1975)
[6] Más tarde, esta historia se editó bajo el título Relato de un náufrago, hecho significativo que nos habla de la estimación que García Márquez le confirió a dicho texto, aunque esté muy lejos de los intereses novelescos del colombiano.
[7] El cuento «Un hombre viene bajo la lluvia» (Dominical, 9-mayo-1954), donde el peso del recuerdo tiene tanta o más vigencia en la balanza del tiempo que el del presente, además de abrirnos la puerta al mundo novelístico de García Márquez, nos permite comprobar que se trata del desarrollo del esbozo de relato titulado «El huésped» (19-mayo-1950), recogido en su anterior volumen Textos costeños. La mayor carga simbólica de los elementos, la mayor interdependencia y la potenciación significativa de «Un hombre viene bajo la lluvia» reorienta nuestra consideración respecto a «El huésped» que, a partir de aquí, no es más que el sólido esqueleto de «Un hombre viene bajo la lluvia». La comparación de estos dos textos nos depara la inusual oportunidad de ver el proceso de composición de una obra, de comprobar sus dilataciones y rectificaciones y, por tanto, de poder asistir a esa lección silenciosa que supone siempre la elaboración de una pieza literaria.

Publicado en Cuadernos Hispanoamericanos nº 512 (Madrid, febrero de 1993).