martes, 15 de mayo de 2012

PREGUNTAS A JESÚS AGUADO



No sé por qué olvidamos,
con demasiada frecuencia, por cierto,
que cada vez que lanzamos al aire
una pregunta,
estalla en algún sitio de nosotros
en el que no habitamos a diario,
y lo destruye irremisiblemente,
dejándonos menos mundo en la carne,
menos tacto para alcanzar las cosas
que están alrededor de nuestra vida
y a su modo enigmático la forman.

Quizá si, de una vez por todas, intentásemos,
desde todas las formas posibles del silencio,
adelantar respuestas sin que nadie pregunte,
puede que las preguntas –que giran en el viento
amenazando el curso de la sangre,
la órbita de cuanto vamos siendo
poco a poco, sin daños se deshagan,
perdiendo su tensión en la memoria
sideral de la inercia.
Y así nos caería en las manos y en los ojos
una lluvia de globos desinflándose
que no nos causaría, como es lógico,
sino un leve estupor.

Sin embargo, vacíos de preguntas
y llenos de respuestas
–acaso semejantes al vacío
que saldrían sin prisa ni pausa por los poros,
como un vaho envolvente que es un cuerpo
que sólo se dedica a responder,
la inercia irreversible de la nada
nos chuparía todo lo que somos,
antes de que pudiéramos morirnos.
Y sin manos para arrojar preguntas,
no podríamos siquiera saber
si alguna vez vivimos.
Por esto, al escribir lanzo preguntas,
aunque no las perfile con un signo,
para que alguien, por ejemplo, tú,
al menos las conteste devolviéndolas.

El juego de existir
prohibe no hacer nada.
                                     
                                       Francisco José Cruz

Francisco José Cruz y Jesús Aguado
 en la desembocadura del río Guadalquivir,
 frente  al Coto de Doñana. Octubre de 1994. 
La coherencia de tus intereses temáticos no sólo se descubre en el desarrollo interno de tu visión poética, sino también en la constancia de tus planteamientos: cada libro tuyo, desde diversas perspectivas y tonos, supone una insistencia necesaria. Uno de tus asuntos recurrentes es el sentimiento de lo sagrado o, mejor dicho, su vivencia. Tú escribes, refiriéndote a la actividad poética, que consiste «en la convocación de lo divino para que se encarne y participe de lo que somos». Y aclaras: «lo divino […] está cerca de los que nos connota la palabra naturaleza». ¿Es el poeta ese ser privilegiado, especie de sacerdote que ayuda a la comunidad, también del mundo desarrollado, a recuperar una relación trascendental y viva con el ámbito natural, o su labor actual se reduce al mero e inerte ornamento?

―El poeta no es el sacerdote de la comunidad. En otros tiempos sí que lo fue, y probablemente el hombre no hubiera evolucionado sin esa labor de mediación que el poeta ejercía entre lo misterioso que vivía fuera de él, en la Naturaleza, y lo misterioso que bullía en su propio interior, llámesele a esto vísceras, conciencia, sentimientos, sensaciones, lenguaje, etc. El poeta no era sino el puente tendido entre uno y otro recinto: lo de dentro y lo de fuera, lo de arriba y lo de abajo. En épocas de separación casi absoluta entre ambos, es lógico que el poeta fuera necesario para la sociedad. Era una especie de ingeniero de caminos, desbrozando los parajes salvajes por los que acabarían transitando la Historia y la conciencia. En el momento actual, sin embargo, lo de dentro y lo de fuera se han acercado mucho: apenas podemos distinguir el latido del corazón de la bocina de un automóvil, todo vive a flor de piel; además, la Historia y la conciencia ya son mayores de edad y saben (¿lo saben?) andar sin que les lleven de la mano. El poeta, por lo tanto, ya no es necesario para la comunidad, o lo es en tan escasa medida que no merece la pena ni que se comente. El poeta, sin embargo, empieza a ser cada vez más importante, en un proceso que eclosiona a partir del Romanticismo, para los individuos, es decir, para esa parte dentro de nosotros que no se resigna a ser sólo comunidad, para esa parte que decide tener una parcela de su vida no controlada directa o indirectamente por la comunidad. Frente a los otros saberes (la filosofía, la política, la medicina…), la poesía no se dirige hoy tanto a la sociedad como a cada hombre concreto. La Poesía es el ámbito de libertad más firme contra la contaminación y la colonización de nuestros espacios exteriores e interiores. Es lo esencial, y no porque sea una actividad sagrada, sino porque es lo más radicalmente propio, esa única botella que nunca se rompe por más virulenta que sea la pelea en el saloon y que es casi como si jamás hubiera estado allí.

―Sigues diciendo en el mismo texto: «La poesía es vivir a la intemperie; es también arrojarse al agua maniatados pero confiados en que alguien, que en mi caso he denominado Señor de la Tristeza, entienda lo suficiente de nudos y corrientes como para ponernos a salvo». Teniendo en cuenta que la concepción de lo sagrado que distingue tu obra no se basa de ningún modo en la recompensa, ¿de qué hay que salvarse y cómo se concilian intemperie y rescate?

Hay que salvarse de los prejuicios que la sociedad ha ido urdiendo a lo largo de la Historia. Empezando por los prejuicios religiosos. Todo prejuicio es la semilla de un fundamentalismo, y todo fundamentalismo es la muerte del individuo. Vivir a la intemperie es un lento proceso que consiste en ir deshaciendo los nudos que nos obligan a hacer nuestro camino arrastrando pesos muertos, los cadáveres que nos atan a los otros y lo otro. Cuando uno descubre lo que es, siempre se encuentra solo y en medio de la nada. Una mano y un hilo al viento, eso es todo. Esta es la salvación: uno frente a todos volando su cometa. No blandiendo un hacha o un libro de teología o de política o enarbolando con saña una estética determinada: sólo una cometa; una mano y un hilo y algo allá arriba cuyo dibujo apenas se distinga.

―La coherencia de tus planteamientos no descarta la contradicción, que no es más que el hecho de exponerse de modo radical ante el acto radical de existir. Así, si lo divino implica comunión con la naturaleza, en tu poema «El nombre de Dios. Krishna» (Libro de homenajes), la divinidad parece estar al margen de los intereses humanos. Y, por debajo de esta libertad y falta de compromiso que se da entre Dios y el hombre, percibo un latente desamparo y un reproche por este desentendimiento de fondo o suerte de irresponsabilidad divina hacia el hombre: «jugar ese es tu nombre y me has creado / por capricho por nada para hacerme / una broma […] / es igual que te escupa o que te bese». ¿Se puede decir que nuestra relación con lo sagrado se empobrece desde el mismo momento en que percibimos a la divinidad de forma personificada, no en nosotros, sino fuera de nosotros?

―Aunque mencione a Dios o a lo divino en algunos de mis textos, en realidad no sé a qué me estoy refiriendo. Si ya bastante extraño me siento cuando pronuncio casa o perro como dando a entender que sé de lo que hablo, imagínate cuando los términos son Dios o lo divino. Quizá nombrar a Dios sea intentar hacerle caer en la tentación de ponerse en contacto con nosotros, una triquiñuela ingenua e insensata. Y quizá la cometa sea el rostro de Dios, o mi propio rostro, o el rostro de la Historia, o una gran superficie en blanco, o el rostro del Tiempo. Lo importante no es de quién o de qué sea el rostro; lo importante es encontrar la manera de hacerse lo suficientemente fuertes, habilidosos y libres como para lanzarla al viento y gozar con sus cabriolas.

―Escribe con acierto el crítico Pedro Roso que en tu poesía «el tono meditativo y moral» está «corregido por la ironía». ¿Qué aporta la ironía a la trascendencia, que en tus libros, más que discutir, parecen complementarse?

―La ironía, en este contexto y en este sentido, es la facultad de hacer menos pesada la trascendencia, de echar lastre por la borda y de este modo hacerla más humana. Y la trascendencia es la habilidad de transformar la ironía de mero producto del ingenio en un reto para el espíritu, de una casa con vistas en un laberinto peligroso.

―Escribes que «lo divino se hace uno con nosotros cuando, sin renunciar a lo que somos, nos hemos metamorfoseado también en árbol y océano». Una de tus obsesiones poéticas está en liberarse de las amarras del yo. Muchos de tus poemas nos invitan a ser otras cosas y ellos mismos operan esta posibilidad. ¿Este estado de múltiple enajenación gozosa es privilegio del poeta o puede lograrse fuera de la escritura?

―En efecto, este «estado de múltiple enajenación gozosa» (expresión afortunadísima) es privilegio del poeta. Es una idea sobre la que ha escrito páginas muy lúcidas María Zambrano. Pero ¿puede lograrse dentro de la escritura? Te aseguro que cuanto he escrito intentando cercar esta experiencia se ha quedado muy lejos de la misma. Es más: apenas he logrado dar la impresión de que no era sino otra de las imposturas literarias a las que inevitablemente uno se somete cuando escribe. Fuera de la escritura claro que se puede conseguir: es el lugar natural para conseguirlo, y para ello no hace falta ser escritor. Basta estar vivo, plenamente vivo. La Poesía ayuda a llegar a este estado de plenitud, pero la escritura no es sino uno de los lugares en los que se aparece este fantasma. Una vez más, habría que decir que la Poesía es el puente entre el yo y las cosas y los seres. Gracias a ella, no sólo podemos participar de todo lo que existe y lo que no, sino que podemos mirarnos con sus ojos; no es igual mirarnos al espejo noche y día, gesto que define lo contemporáneo y que nos vuelve narcisistas y potencia nuestro yo, que mirarnos con los ojos que nos prestan los bosques, los barcos o las latas de cerveza. Es curioso y paradójico: la Poesía nos separa de la sociedad haciéndonos tomar conciencia de nuestra diferencia, de nuestra individualidad, para luego devolvernos a una comunidad de orden superior en donde toda diferencia queda abolida. Visto desde fuera parece un gasto de tiempo y de energía inútil: como una operación delicadísima que consistiera en extirparle a uno los ojos del mundo para implantarle los suyos propios en la que se invirtiera casi toda una vida, para luego, cuando ésta hubiera concluido con éxito, coger el mismo cirujano un punzón y dejarle a uno total e irreversiblemente ciego.

―No sólo tus poéticas, sino también tus poemas son, en gran medida, realizaciones fecundas de la necesidad de transformación, compuertas que permiten la fluidez de la identidad, contagiándose de lo otro. Sin embargo, tu poema «Las metamorfosis» (Libro de homenajes) parece acusar el exceso de fluidez y se convierte en una especie de vértigo imparable del tiempo cíclico que, lejos de crear plenitud, desconcierta. Es como si el pensamiento del occidental se sobrepusiera al del oriental, replicándole. ¿Qué significación tiene este poema en el conjunto de tu trabajo? ¿Supone la constatación de la falta extrema de autorreconocimiento o, simplemente, una forma más de abordar este asunto, respondiendo a tu tendencia de afrontar las cosas desde diversos enfoques?

«Las metamorfosis» es el poema que siento como centro de todo lo que he escrito hasta ahora, incluido mi último libro, todavía inédito. Cualquier persona en su vida cotidiana comprueba, por detalles pequeños a los que no está acostumbrada a dar importancia, hasta qué punto el tiempo no tiene fronteras. Nos han enseñado a pensar que el tiempo es fragmentable por esencia, cuando en realidad sólo lo es por utilidad. Aunque todos lo hacemos constantemente, pocos se dan cuenta de lo absurdo que es dar tijeretazos al agua. Cada día, sin embargo, tenemos pruebas de que el tiempo es más un remolino que una línea. Poe, en un cuento magistral, «Maelström», que recrearía con acierto Arthur C. Clarke convirtiendo al marinero en un astronauta, narra esta experiencia: estar atrapado en un remolino gigante que le precipita hacia el fondo y sobre cuyas espirales de agua, por encima y por debajo de uno, giran restos de naufragios anteriores; cuando el protagonista piensa que está todo perdido, y antes de quedar sepultado para siempre, el remolino comienza a llevarle hacia arriba y acaba depositándole en la superficie. El tiempo personal y el tiempo de la Historia giran y giran volviendo indistinto lo de arriba y lo de abajo, el cielo y los abismos, lo de antes y lo de ahora o lo de después, lo que soy y lo que no soy, la vida y la muerte, el yo y los otros, el hecho de navegar o el de naufragar… La experiencia de la metamorfosis no es la del cambio sino la de la simultaneidad: es darse cuenta de que uno es todas las cosas, o, dicho de otro modo, de que, reducidos a su esencia, no existe diferencia entre una montaña, una huella en la playa, una planta carnívora, un balón de plástico o un genio de la literatura. En un único punto está contenido todo el Universo; este punto, eso sí, está custodiado por el tiempo, el cual a veces lo confunde con una piedra, arma su honda con él y lo lanza hacia nosotros.

Tu noción de la tristeza no se corresponde tan sólo con el sentimiento de insatisfacción o desánimo. ¿De qué modo ilumina tu Señor de la Tristeza?

―Intenta abrir una ventana sin falleba y cuyos bordes están fuertemente unidos. La tristeza es ese hueco que nos permite meter los dedos y abrir la ventana. Una vez abierta podremos elegir entre hinchar los pulmones con aire fresco, hacer una escala y escaparnos por ella o arrojarnos de cabeza contra el pavimento. En cualquier caso, lo que la tristeza nos regala es la posibilidad de ser libres. Todos los sentimientos que ponen en cuestión lo que somos o lo que es son importantes; son como el asa de las maletas, hacen la vida más llevadera, pero también son como el hueco de las maletas: gracias a ellos podemos rellenarlas de cosas hermosas, necesarias e importantes.

Un rasgo esencial de tu poesía es su continua búsqueda de fusión de las cosas y los seres, una fusión cuerpo a cuerpo que tiende incluso a la abolición de las diferencias entre conceptos opuestos. Este contacto profundo encuentra su forma privilegiada en el amor, sobre todo en Semillas para un cuerpo. Entonces, ¿qué significación tienen estas líneas de tu poema «Introito» (Libro de homenajes) dentro de esta concepción de la plenitud: «Una cierta afición por la distancia / me define. Alejo todo / –o se aleja, no sé– para verlo en conjunto»?

―Para que la subjetividad sea creadora y fructífera debe aprender a pasearse por la objetividad, que no es el palacio de la Verdad y del Ser, como pretende la metafísica, sino la cornisa de lo que todavía no somos. Tomar distancia con lo que somos y de los que todavía no somos. Tomar distancia con lo que somos y con lo que nos sucede es ser objetivos tal y como yo lo entiendo. Los besos que sólo se dan boca contra boca, y no también a varios metros de distancia, no saben a nada y además, en el sentido profundo del término, no duran. La sensación de vértigo subsiguiente a esta experiencia es la prueba de que estamos vivos, es decir, de que somos algo más que un mero y pobre yo.

Una de las características más originales de tu poesía, que la diferencia de gran parte de la poesía española y, sobre todo, de la de tu generación, está en su capacidad de juego: el juego como impulsor del humor, por ejemplo, en la segunda parte de Los amores imposibles y el juego entendido como enriquecimiento vital. Esta segunda propuesta adquiere su mayor relevancia en las series «Poemas para sorprenderme escribiendo poemas» (Mi enemigo) y «De lo que nos llevaríamos a una isla desierta» (Libro de homenajes). ¿Es el juego la expresión más dúctil y feliz de la trascendencia?

―Se suele decir que sin juego no existe creación posible. Yo desarrollo esta imagen en mi poema «El nombre de Dios. Krishna». Pero aún quisiera ir más lejos: sin juego no existe experiencia posible. Huizinga, Caillois y Gadamer, entre otros, han reflexionado sobre la condición esencialmente lúdica del hombre. La guerra, el amor, los negocios, el arte, todo es juego, lo importante será, una vez determinado este axioma, ver cada cual qué parte de reglas impuestas desde fuera acepta para su juego, para su vida, y qué parte se inventa él. El reglamento propiamente dicho resultará de la suma de lo impuesto y lo inventado. Renunciar a cuestionar lo que viene de fuera y a elegir lo que a uno más le conviene, o renunciar a crearse uno mismo nuevas normas, es renunciar al juego, que es renunciar a la conciencia, al hecho de ser hombres o, como diría Max Scheller, a nuestro puesto en el cosmos.

―Tu poesía está sumergida en cierta dimensión mítica. ¿Qué pierde la poesía al emerger del mito y alejarse de él? ¿Qué aporta la razón al mito en el poema?

La Poesía proporciona el marco donde desarrollar y estructurar mitologías personales. No deben ser tan personales, sin embargo, como para que queden cerradas para el lector, el cual debe poder visitarlas con provecho e incluso quedarse a vivir en ellas si así le apeteciera. Deben ser fruto del yo que se expande en busca de lo que no es yo, o del yo que se contrae hasta el punto de ser menos que yo, pero nunca del yo autocomplaciente y narcisista al que le horroriza el vacío, ese lugar donde no está él, el último de los lugares, por tanto, al que le gustaría ir. La mitología tradicional nos proporciona una red de símbolos hermosa y profundamente desarrollados que nos pueden ayudar mucho en la búsqueda de esta mitología personal en que consiste la poesía y la vida del poeta.

Refiriéndote a los poetas de la Secta baul de Bengala, nos informas de que «la poesía es para ellos una forma de ser, no de aparentar». La asimilación de ciertas claves del pensamiento oriental por parte de tu poesía es evidente. Pero yo siento leyendo tus textos teóricos que tu experiencia personal en la India te ha revelado una nueva actitud de ser poeta. ¿De qué debería desprenderse el poeta occidental y qué nueva actitud –no sólo ante su poesía, sino personal ante su sociedad– debería asumir para que la creación poética en el llamado mundo moderno pudiera ir más allá de un dudoso prestigio o de un éxito efímero, y propiciar verdaderamente la posibilidad de una transformación interior del hombre?

―Creo que esta pregunta ha quedado contestada de un modo o de otro anteriormente. Me gustaría añadir que el mundo occidental debe abrirse mucho más al oriental si quiere enriquecerse, completarse y encontrar claves para salir de muchos atolladeros en los que se encuentra. ¿Cómo? Campbell, Eliade, Watts, Radhakrishnan, Coomaraswamy y otros han dado mejores respuestas de lo que yo sería capaz de hacer. La poesía, por supuesto, debe estar a la vanguardia de este acercamiento.

―Tu poema «Pecera en un restaurante chino», que cierra Libro de homenajes, denuncia el rechazo de cualquier modo de trascendencia por parte de los poetas de tu generación. Así, tu poema se constituye en una crítica y en una decepción. ¿Realmente es justo generalizar? ¿Qué echas de menos en la poesía más joven y qué poeta o aspectos de ella sientes más cerca de ti?

―Me fastidia que el mero dominio de una serie de recursos técnicos y de un determinado lenguaje le otorguen a uno el título de poeta. Ambas cosas son hoy por hoy demasiado fáciles de conseguir como para darle mayor importancia. Escribir poemas correctos está actualmente al alcance de cualquier persona con un mínimo de educación y de gusto. Lo que echo de menos no es tanto la trascendencia como la tensión. No le pido a nadie que ponga los ojos en blanco y se ponga a levitar, pero sí le pido que si decide que levitar es imposible e indeseable, que se ponga a pesar como el plomo, y si decide que levitar es posible y deseable, que aprenda la liviandad de las plumas. Si el poeta no se tensa y se dispara hacia lo que sueña, ¿qué es? Probablemente, como diría José María Parreño, sólo un chico aplicado, pero nunca un artista de verdad. Para muchos, la Poesía se ha convertido en una materia de estudio, en un mérito académico o social más, dejando de ser una disciplina cuyo dominio exige el compromiso integral del hombre: un conocimiento, no una sabiduría.

Es la primera vez que publicas haikus. ¿Es esto una experiencia esporádica o supone, al menos, un atisbo de cambio en tu escritura?

Mi escritura debe registrar los cambios que se operan en mi interior. Cada libro debe ser, por tanto, distinto. Pero mi escritura debe registrar la unidad que simbolizo: no la que soy, sino la que a través de mí obtienen todas las cosas. Luego todos los libros acaban siendo el mismo libro. Si un libro mío no es distinto, en cuanto a la forma y los ritmos y en cuanto a los temas, que los otros, siendo simultáneamente el mismo libro, siempre el mismo, siento que he fracasado; peor, que me he traicionado. 

Carmona-Málaga, marzo de 1995

Publicado en Palimpsesto nº 10 (Carmona, 1995).