lunes, 7 de mayo de 2012

LOGROÑO, XIV JORNADAS DE POESÍA EN ESPAÑOL

Francisco José Cruz, Paulino Lorenzo (coordinador de las Jornadas) y Pedro Lastra en Laguardia.
Ante el busto del fabulista Félix María Samaniego en el Paseo del Collado (Laguardia)
Casa de los Periodistas. Rafael Amilburu presenta la lectura de Francisco José Cruz

PRESENTACIÓN DE FRANCISCO JOSÉ CRUZ
por Rafael Amilburu

Buenas tardes, etc. Voy a empezar con algo que (curiosamente) no viene mucho a cuento; voy a leer un breve poema. Más tarde pronunciaré seguramente alguna frase hecha que les sonará a frase hecha y otras, retóricamente ajustadas en el discurso, que SÍ les parecerá que vienen al caso. Pero ahora, para evitar en lo posible los lugares comunes y ahuyentar los rigores de una presentación formal (una presentación sobria, que no nos invite directamente a los tragos gozosos que nos reserva el invitado), lo que haré será leer un poema como introducción (con el permiso de Francisco José) (Pero no crean que un poema de Francisco, no: cualquier otro) Por ejemplo, un poema de Carlos Pujol.

Demasiados poetas,
repetidos, insomnes, azogados,
víctimas de la incomprensión, atentos
a la escucha de voces
por exigencias de un imperativo
de musas y amor propio;
metafóricos, chinches, irritables,
amantes de palabras como nubes
que no se dejan abrazar, sublimes
en caso necesario,
pararrayos de Dios, según les llaman;
de los que cuando mueren
se derrumban los cielos. Hay que ver
lo que los tropos pueden dar de sí

            Demasiados poetas, más que suficientes… pero no tantos. Se les reconoce; están ahí, al alcance del ojo, se mesan las barbas o, en ocasiones, componen tortillas de dos huevos sin que el vecino lo sospeche, ni siquiera cuando en la sartén crepitan sonoros endecasílabos fritos. También comparecen en jornadas donde se citan barruntadores de rarezas, otros poetas, y despistados en general. Son discretos pero los conocemos, sabemos que existen: antes salía alguno en los billetes… Hoy nadie sabe quién sale en los billetes, si es que en los billetes sale alguien. Hoy casi nadie sabe de dónde salen los billetes con los que comprar… ¿quién sabe? ¿libros? (Tiempos confusos para libros y convulsos para billetes. Tiempos necios para valores y para precios).
            Salió Machado. Con Machado vivíamos mejor. Machado lo resolvía bien fácil: confiemos en que no será verdad nada de lo que sabemos. Pero Machado sabía demasiado. Sabía que en nuestra literatura casi todo lo que no es folklore es pedantería, y sabía que hoy es siempre todavía, y, en fin, sabía tanto, que, muy probablemente, imaginó, si su modestia lo permitiera, que algún día sus palabras, robadas del vademécum aforístico, iban a servir a un españolito para salir de un entuerto; por ejemplo de éste.
            No hay demasiados poetas (ni como Machado ni) como Francisco José Cruz, sublime en caso necesario. Poetas que a veces se vistan de astronautas para quedarse mirando la mesa de la cocina. No hay demasiados poetas capaces de dar de comer a los elefantes del zoo y mucho menos que encabecen uno de sus poemas con un epígrafe de Félix Rodríguez de la Fuente. (Dice Jaime Jaramillo que no se encuentran muchos epígrafes ni muchas citas en los grandes escritores. Que las citas las tomamos de ellos. Como vemos, hay excepciones. Y es que Francisco José Cruz (nuestro gran escritor de hoy) no es especialmente aficionado al epígrafe, pero el que por su intercesión firma el amante de los lobos Rodríguez de la Fuente es tan oportuno que, o lo convierte en un gran escritor, o hay que informar a Jaramillo. (Y eso en cuanto) la poesía de Francisco José Cruz es contraria a la extravagancia, y a las minucias: no es moco de pavo invocar los restos de un plato roto de porcelana (un plato de porcelana hecho añicos son cien años perdidos). Siempre veraz, el corazón de los poemas de Cruz palpita con una profundidad que puede devenir más o menos dramática, desde luego nada leve, quizá cruel, pero no necesariamente triste. La poesía de Cruz late con un latido dulce, de ritmo impecable, que no hace duro el poema, sino armonioso. La poesía de Cruz tiene para mí tanta música, y tan honda, como merengue se necesita para romper una campana.
            Hoy nos visita un poeta joven cuyos primeros premios datan ya de hace unos años, más de 25, lo que indica, a la vista de su lozanía, cierta precocidad (como puede que mande el canon). (Quiero hacerle saber a nuestro invitado, por si se sintiera adulado, que el clima de estas Jornadas reina el amor y los afectos son siempre sinceros).
            Desde la ciudad de Carmona, en Sevilla, dirige la revista y la colección de libros de poesía Palimpsesto. También es asesor de la Biblioteca Sibila-Fundación BBVA de Poesía en Español. Para ambas colecciones Cruz trabaja en ediciones de nombres de la poesía hispanoamericana prácticamente inéditos en España, caso del guatemalteco Humberto Ak’abal, el mejicano Antonio Deltoro o el colombiano José Manuel Arango, del que ha editado y prologado un volumen con su poesía completa. Con estos y otros poetas, (con el añorado Montejo presidiéndolo desde las alturas, y Pedro Lastra y Óscar Hahn en la retaguardia chilena), se conforma el círculo poético y amistoso de Cruz, que mira a América y vuelve a Sevilla en un viaje semejante al de aquellos cantes ultramarinos de ida y vuelta. Cantes flamencos de cuyas letras Francisco José se ha ocupado con demofilia (también, en la editorial que dirige), y que constituyen una herencia cuyo esquema métrico, en forma de coplas o soleares, suele aparecer en la poesía de Francisco con su correspondiente aroma popular, destilado y dotado de una intensidad distinta para la disciplina que se trata. Si bien los caminos de la copla pueden llevarnos al haikú, como nos recuerda nuestro admirado Sergio Sandoval en su imitación-adaptación de Basho: De muy lejos te traía / el clavel más colorado / pero a mitad del camino / se lo comió mi caballo. En cuestión de coplas Francisco José Cruz logra deshacer el peligroso lastre propio del ejercicio de estilo con esta contundencia (con permiso): Quédate conmigo / no me faltes nunca / que me vaya yo antes / por mucho que sufras.
            No sé si les he dicho que hoy nos visita y mañana nos visita Francisco José Cruz. Se trata de un poeta que, como todo payo, tarde o temprano va a morir. Y lo que es más grave: es consciente de ello, sabe que va a morir. Y para colmo sabe con Machado que la existencia práctica de un problema metafísico consiste en que alguien se lo plantee. La certeza fatal espantó a Darío, al que ahora evoca Cruz con este hermoso libro, El espanto seguro. El detalle de los nombres de los demás libros de su autoría lo tienen ustedes en el folleto. Compren ustedes libros, hombre, que el pan lo están regalando.
Fran Cruz lee su poema "Aniversario de boda"
En los estudios de Onda Cero, programa La Rioja en la Onda
 http://www.ondacero.es/audios-online/emisoras/rioja/rioja-onda-27042012_2012042700080.html
minutos 1:15:43 a 1:28:32
Con el padre Juan Bautista Olarte, bibliotecario del Monasterio de San Millán de la Cogolla
Palpando pergaminos de un cantoral gregoriano del siglo XVIII
Ante la puerta del Monasterio. De izqda. a dcha.: Chari Acal,  Pedro Lastra, Fran Cruz y Paulino Lorenzo.
En el Café Bretón
Francisco José Cruz y Pedro Lastra
De izqda. a dcha.: Chari Acal, Fran Cruz, Alfonso Martínez Galilea (librero y editor) y Pedro Lastra
Casa de los Periodistas. Francisco José Cruz presenta la lectura de Pedro Lastra


PEDRO LASTRA, EL POETA
por Francisco José Cruz
Siempre recordaré con inmensa gratitud cómo conocí a Pedro Lastra. Nos presentó nuestro común y llorado amigo Eugenio Montejo, quien ya venía hablándome tiempo atrás de su excelencia humana y creadora. Así que, cuando coincidimos por primera vez en unas jornadas poéticas organizadas por la Universidad Internacional Menéndez Pelayo en Sevilla, a finales de 2000, o sea, a caballo de dos siglos, surgió entre nosotros un recíproco e inmediato afecto, mantenido con creces hasta hoy. En estos casi doce años de entrañable amistad, hemos emprendido juntos entusiastas empresas, como el frustrado proyecto de levantar la Casa de los Poetas de Sevilla y la fructífera formación de la Biblioteca Sibila, cuyo propósito de revisar y difundir las diversas tradiciones poéticas de los países hispanohablantes continúa la familiar tarea editorial de Pedro Lastra, iniciada en los años 60, al dirigir la colección «Letras de América» de la Editorial Universitaria de Santiago de Chile.
            Dentro de este campo, descubrimos su decidido y persistente interés por los poetas marginales, sobre algunos de los cuales ha escrito oportunas páginas para sacarlos del injusto ostracismo. A quienes leemos y tratamos a Pedro Lastra, este noble empeño suyo no nos sorprende, si tenemos en cuenta su finura de espíritu, tan acorde con su profundo y delicado conocimiento de la literatura hispanoamericana, desde la época colonial hasta hoy, donde ni las teorías académicas ni las esporádicas modas han condicionado sus gustos de lector, «lector de todas las horas», como se autocalifica en una entrevista que tuve la fortuna de hacerle. Se pueden decir de Pedro Lastra las mismas palabras que él dijo de Jorge Teillier, «quien siempre tenía presentes a los poetas perdidos de Chile». Estoy convencido de que, por debajo de esta necesaria llamada de atención crítica, late en Lastra un íntimo sentimiento de pertenencia a esa cambiante nómina de poetas situados al margen del prestigio o la fama por una u otra circunstancia, pese al considerable reconocimiento público de su poesía en los últimos años. Dado su discreto talante ante la vida y, por ende, ante el fenómeno artístico, uno está tentado de creer que, si no ha buscado dicha marginalidad, al menos se siente cómodo fuera de foco, dejando, sin resentimiento alguno, que su tan apreciada labor docente ocupara el primer plano de sus actividades públicas. En el fondo, su modestia nos revela la auténtica posición del poeta de hoy y nos previene contra el afán desorbitado de estar en el candelero, como si esto fuera una cualidad estética.
            Esta lección moral, infrecuente en los cenáculos literarios, ha influido decisivamente, a mi parecer, en el tono y los enfoques de su poesía, la cual, según Gonzalo Rojas, posee «la cortesía del recato», frase que no puede aunar mejor sus maneras de hombre y de poeta. La pulcra concisión de su escritura se distancia de la corriente más oceánica y experimental de la tradición chilena, aunque no desdeñe de ella ciertos sondeos imaginativos. En realidad, Pedro Lastra ha publicado a lo largo de su dilatada vida un solo libro, al que en sucesivas ediciones, bajo distintos títulos, ha corregido, añadido y eliminado este o aquel poema. En este sentido, sin llegar al desaforado inconformismo de Juan Ramón Jiménez, su obra también está en marcha, aunque, a diferencia del poeta de Moguer, la poesía de nuestro chileno es breve, tanto en número de poemas como –salvo contadas composiciones– en la extensión de los mismos. Sin duda, Lastra firmaría el pensamiento del cineasta Robert Bresson, según el cual «no se crea agregando, sino suprimiendo».
            La brevedad lo aparta del énfasis, favoreciendo la sugerencia, la reticencia y la evocación en voz baja. Raros son los poemas de Pedro Lastra que desarrollan una anécdota hasta sus últimas consecuencias. En general, son imágenes y sensaciones fugaces las que tejen con indeleble sutileza el tapiz de una emoción o una idea. De ahí, la impresión de anonadamiento que nos transmiten muchos poemas suyos, donde las palabras crean antes una atmósfera que un discurso. Ya reza un verso de Luis Rosales que «la ambigüedad es el pulso corporal del poema». Poesía desconcertada, no desconcertante, que se desliza entre la vigilia y el sueño para mostrar la condición inestable de la existencia. En este sentido, hay poemas centrados en describir un sueño sin la previa advertencia de que lo es, como, por ejemplo, «Informe para extranjeros», en el que la incoherencia interna de los hechos narrados, lejos de dejarnos fuera de su significación, intensifica la perplejidad y el esencial descolocamiento de los seres, verdadera intención del poema:

mis hermanos me miran y no me reconocen,
me preguntan quién soy, por qué he venido
tan tarde, ya es de noche, no sé qué contestar,
mi padre abre una puerta y alguien entra,
yo sigo dando cuerda a una caja de música
que se rompe en mis manos

            La angustia que queda flotando la alivia de algún modo el solitario verso final, separado del resto por un espacio de inquietante silencio: Que no haya tristeza.
            Este sesgo estoico es, además, una característica, más o menos perceptible, de toda esta poesía. Estoicismo que encuentra su natural complemento en refinadas insinuaciones irónicas, como en el poema titulado «Carta de navegación», de corte aforístico, que cito completo: El futuro está claro / pero el presente es imprevisible, donde, al contrario del tópico, el temor no es por lo que vendrá, que ya se da por hecho, sino por lo que pueda suceder aquí y ahora. La ironía, pues, funciona en esta obra como una segunda voz, que no llega a degradar o corroer la condición humana. Ironía que ya está implícita en la misma perspectiva desde la que está escrito uno de los poemas más hondos y conmovedores de Pedro Lastra, «Ya hablaremos de nuestra juventud»:

Ya hablaremos de nuestra juventud,
ya hablaremos después, muertos o vivos
con tanto tiempo encima,
con años fantasmales que no fueron los nuestros
[…]
Hablaremos sentados en los parques
como veinte años antes, como treinta años antes,
indignados del mundo,
sin recordar palabra, quiénes fuimos»

            Es decir, ya hablaremos justamente cuando no podamos, cuando seamos nadie o lo que recordemos nos resulte ya ajeno. El poema, como otros de Lastra, se adelanta a lo irremediable, llenándonos de anticipada nostalgia.
            Poesía que nos recuerda a cada verso que ya no estamos en donde estuvimos o no estaremos en donde estamos. El inexorable paso del tiempo alienta el tema central de este mundo lírico, que es el exilio, entendido en un sentido existencial e, incluso metafísico, sin por ello desentenderse de las circunstancias personales del autor, quien forma parte de la llamada generación dispersa o diezmada por la diáspora que provocó el golpe de estado de 1973 en su país. En «Los días contados», título significativo al respecto, leemos:

Después de todo, el país es muy bello,
si de mí dependiera
creo que no abandonaría estos lugares

            El poema, considerado aisladamente, puede interpretarse que alude a una situación concreta, pero en el contexto de la obra adquiere una estremecedora dimensión simbólica de nuestra condición de seres provisionales, cuyo último verso, de tan eficaz sencillez emotiva refrenda: A mí me gustaría quedarme con ustedes. Así pues, más allá de las circunstancias históricas o personales, la poesía de Pedro Lastra está dominada de cabo a rabo, en palabras de Carlos Germán Belli, por «los sentimientos del forastero absoluto». De ahí que sus versos parezcan ir de puntillas, tratando de pasar inadvertido, apoyándose unos en otros sigilosamente hasta lograr eso que Óscar Hahn denomina «recóndita armonía» y que, según creo, contrarresta, mientras dura el poema, el desorden y el desconcierto del mundo.
            Ojalá que quienes no hayan leído aún a Pedro Lastra, después de oír su lectura, compartan con Gonzalo Rojas que es «un poeta necesario».
Logroño, 26 y 27 de abril de 2012.