lunes, 28 de mayo de 2012

ENTRE DECIR Y HACER, JULIO CORTÁZAR


La editorial Alfaguara ha editado en tres volúmenes, introducidos y recopilados, respectivamente, por Saúl Yurkievich, Jaime Alazraki y Saúl Sosnowski, Obra crítica de Julio Cortázar, conjunto de ensayos, artículos y reseñas no recogidas por su autor en un libro. El primer tomo publica el ensayo, hasta ahora inédito, Teoría del túnel, escrito en 1947, cuya importancia fundamental en el desarrollo del pensamiento estético y vital de Cortázar es analizada por Yurkievich en su prólogo. El segundo volumen recoge una amplia selección de trabajos también anteriores a la publicación de Rayuela. Alazraki, en su prólogo, sitúa estos textos en las circunstancias en que se escribieron y los relaciona con la obra de Cortázar. El tercer tomo recopila textos escritos posteriormente a la publicación de Rayuela. La introducción de Sosnowski no sólo esclarece el carácter e intención de dichos textos, sino que, a mi juicio, debido a su análisis sistemático y abarcador, puede también leerse como el verdadero prólogo a toda esta Obra crítica. Las siguientes páginas pretenden defender la extraordinaria importancia que muchos de estos ensayos tienen no sólo en la trayectoria literaria de Cortázar, sino en la lúcida órbita del pensamiento estético hispanoamericano. De ahí que, además de un análisis, mi lectura quiere ser una celebración.
            Una de las constantes fundamentales de la creación literaria contemporánea está en el hecho de mirarse a sí misma con implacable ojo indagatorio. Cierto escritor contemporáneo siente cada vez con mayor urgencia la necesidad de interrogarse sobre el instrumento de trabajo que maneja y, por consiguiente, de descubrir la auténtica significación de la actividad creativa. Esta significación viene dada por el rabioso esfuerzo del autor por estar presente en la obra que realiza y por la insistencia de éste al lector para que la lectura no suponga un paréntesis en la vida del que lee, una especie de burbuja bloqueante o aisladora, sino de una de las formas supremas de intensificar la propia vida. Para Cortázar, tanto el ejercicio de la lectura como el de la escritura son modos complementarios y activos de existir y no bellas petrificaciones de la realidad. Así pues, para el autor argentino, la característica primordial de la noción de contemporaneidad está constituida por la búsqueda de inmediatez en este doble sentido: mayor presencia de la persona en la escritura y, por ende, mayor compromiso de ésta en la lectura para alcanzar un espacio propicio de encuentro entre lector y escritor o, puestas así las cosas, entre un hombre y otro hombre. El trabajo crítico de Cortázar busca dilucidar las maneras diversas que ha aplicado el escritor contemporáneo para dejarse ver en lo que escribe y cómo estas maneras han espoleado al lector, incitándolo a salir de su pasiva condición de individuo que se conforma con tener un libro en las manos y pasar sus páginas sumisamente, sólo participando en la lectura con reacciones emocionales esporádicas para expresar gusto o disgusto, distracción o aburrimiento. Las reflexiones teóricas de Cortázar no pretenden llevar a cabo una valoración estética de movimientos, obras y autores para subrayar sus meritorios logros, ubicándolo según el proceso histórico o indicando las aportaciones de esta o aquella obra a dicho proceso; la visión crítica es, ante todo, el trampolín que le impulsa hacia su propia escritura. En este sentido, el análisis crítico le sirve al escritor argentino para justificar la práctica de su escritura, para orientarla y no perder la dimensión vital que propugna en sus reflexiones.
            Viendo en conjunto estos tres volúmenes, se descubre que el pensamiento teórico de Cortázar y sus realizaciones prácticas vienen marcados de manera decisiva por Teoría del túnel, obra de constitución sistemática, organizada en base a una sucesión de epígrafes, a través de los que Cortázar desarrolla acumulativamente su visión de la novela moderna. La estructura formal de Teoría del túnel, debido a su división en capítulos, refuerza el sentido unitario de la obra y hace pensar que fue concebida para ser publicada en un libro, tal como aquí se nos presenta. Escribe Yurkievich que «Teoría del túnel, es en parte –lo presumo– un desprendimiento de esa enseñanza que Cortázar impartió en Mendoza. Presupongo que de los apuntes preparatorios de sus cursos proviene una buena dosis del contenido». Este carácter didáctico justifica cierta sensación reiterativa de observaciones y hace que algunos epígrafes sirvan tan sólo a modo de introducción del siguiente para que los alumnos, al recordar la lección del día anterior, pudieran retomar el hilo de las exposiciones de Cortázar. Teoría del túnel gira en torno a tres reacciones creativas de la modernidad que, complementándose, forman el eje sobre el que se mueve la necesidad creadora del siglo XIX y fundamentalmente de la primera mitad del nuestro. El romanticismo, el surrealismo y el existencialismo suponen para Cortázar las aportaciones vitales de la literatura moderna. En tal sentido, el escritor argentino se dedica a explicar cuáles son estas aportaciones, en qué consisten y por qué han conseguido que el escritor de nuestro siglo se diferencie de manera cualitativa del escritor de los siglos XVIII y XIX. Como iremos viendo, Teoría del túnel establece ya, coherentemente, los conceptos teóricos fundamentales de Cortázar y perfila con nitidez algunas de las características claves de su escritura de madurez. Por lo tanto, los ensayos posteriores a esta obra suponen, leídos hoy, una confirmación de los puntos de vista defendidos en ella, que sólo matices y puntualizaciones la rectifican. Así pues, considero que la lectura de los ensayos posteriores a Teoría del túnel , fundamentalmente aquellos dedicados a la novela, no deben de ningún modo aislarse de las ideas mantenidas en este ensayo. Por consiguiente, sólo el aire didáctico pudo aconsejar a Cortázar su no publicación. Esta sospecha está alimentada por «Situación de la novela» (Obra crítica / 2), ensayo escrito tres años después de Teoría del túnel, en el que Cortázar insiste en las mismas ideas sobre la novela, pero ya sin las divisiones formales y las repeticiones de contenido que estructuran aquél. Al respecto de esa obra señala acertadamente Yurkievich que «consiste a la vez en el análisis genético de un nuevo modelo de novela y en un alegato en su favor. Posee la doble condición de crítica analítica y de manifiesto literario».
            Teoría del túnel es un contundente empeño por explicar la extrema insatisfacción de cierta parte de la literatura contemporánea. Al exponer los motivos de dicha insatisfacción, Cortázar lleva a cabo el análisis de la novela anterior al siglo XX, contemplando sus propuestas y resultados, tanto desde el lado mismo del que escribe como del que lee. De este modo, el libro como instrumento espiritual y como medio entre lector y escritor es el principal generador del inconformismo radical en el que desemboca nuestro siglo. Las diversas concepciones del libro a lo largo de la historia moderna van modificando tanto la manera de acercamiento del lector al objeto libro como el uso que el escritor hace de él, hasta culminar en un rechazo desesperado del libro como molde expresivo. Se trata, sobre todo, de analizar la relación escritor-libro y, por consiguiente, escritor-lector y lector-libro. En este sentido, el libro como simple receptáculo sin más influencia extraliteraria irá siendo sutilmente cuestionado por los diversos planteamientos ante la página en blanco y las crecientes, aunque contradictorias, exigencias del escritor que, no se olvide, es también lector. Así en los siglos XVII y XVIII, el libro fue visto como depositario de las ideas generales de una época, espejo con estuche que aspiraba a reflejar arquetipos universales. De este modo, el escritor casi estaba relegado a ser el amanuense de ese espíritu global y cuyas aportaciones se reducían a matices, tonos… En el XIX, el libro, sin ser radicalmente cuestionado, empieza a considerarse en sus comienzos como un testimonio y guardador de la conciencia individual del hombre. Se trata de dejar en el libro las huellas de un espíritu, no del espíritu. Esta actitud de rebeldía se expresa en dos opciones fundamentales: la blasfemia y la preocupación social histórica. Esta última, debido al aplastante apostolado de Víctor Hugo y Charles Dickens, decae en formas estereotipadas e ineficaces, tanto social como literariamente. Esta especie de agotamiento desembocará en la literatura de tesis y en la concepción del libro como fin estético. Flaubert propicia la despersonalización en la novela y Mallarmé en la poesía. Sin embargo, según Cortázar, ya las cosas no vuelven a ser lo mismo. Escritores como Valle-Inclán, Kafka, Gabriel Miró y otros, aunque no cuestionan el objeto libro, sí sienten sus limitaciones y, según Cortázar, «los acosa la oscura intuición de que algo excede sus obras, de que al cerrar la maleta de cada libro hay mangas y cintas que cuelgan por fuera y es imposible encerrar». Si Mallarmé y Flaubert veían culminado el sentido de sí mismo en un libro, estos autores no. Esta insuficiencia de la escritura la expresarán abiertamente el dadaísmo y el surrealismo. En estas manifestaciones no deben verse actitudes pueriles. Según Cortázar, «el desprecio hacia el libro marca un estado agudo de la angustia contemporánea, y su víctima por excelencia, el intelectual, se subleva contra el libro en cuanto éste le denuncia como hacedor de máscaras». Estamos ya en la década de 1910, ante dos tipos de creadores, sólo coincidentes en sus maneras exteriores. Estos dos tipos son: el que existe para escribir (tradicional) y el que escribe para existir (rebelde). El escritor conformista es el que también Cortázar llama tradicional y que, por mucha preocupación extraliteraria, social o histórica que tenga, no cuestiona el formato libro. En definitiva, su visión del mundo es verbal y estética. Así, refiriéndose a Balzac, el escritor argentino observa que «en ningún momento se advierte que el idioma literario le ofrezca problemas de enunciación, y es que él ha sacrificado ya todo problema que no sepa posible de resolución con los medios a su alcance». El libro sigue siendo el fijador de ideas y sentimientos. Está pensado para durar y visto de manera sagrada. Así, la enciclopedia es un «altar laico». El escritor rebelde, sin embargo, desmitifica el libro, muestra abiertamente la insuficiencia de su formato para expresarse e, incluso, se burla de él. Como consecuencia de esto, en la década de 1910 comienza una nueva concepción de la literatura, en la que la persona desea estar plenamente en lo que escribe[1]. Oponiéndose a toda inmanencia verbal, esta década muestra los primeros grupos para quienes escribir no es más que un recurso. Apunta Cortázar que «numerosos escritores llegan a la “literatura” movidos por fuerzas extraliterarias, extraestéticas, extraverbales, y procuran mediante la agresión y la reconstrucción impedir a todo precio que las trampas sutiles del verbo motiven y encaucen, conformándolas, sus razones de expresión». El escritor de vanguardia huye del uso estético de la lengua y se sitúa en la inaugural intemperie de una zona en la que la enorme tradición del mero decir ya no le satisface y su necesidad de intervención en lo que dice aún no está definida. Atrapado entre el decir y el hacer, el escritor rebelde busca que ambos verbos dejen de ser incompatibles para que vida y literatura se interpenetren. El escritor contemporáneo sigue trabajando con la misma herramienta que el tradicional por la comodidad de la ley del mínimo esfuerzo. El lenguaje es útil en este escritor porque es la forma más inmediata de expresión, a diferencia de la música y la pintura. Se puede exprimir eficazmente para un propósito no literario, sin temer al fracaso, ya que no es el triunfo estético lo que a estos escritores les interesa, sino resolver o expresar sus angustias e inquietudes. Este escritor no cae en la puerilidad de creer que el escritor tradicional no alcanzaba sus propósitos, sino que las necesidades del hombre actual van mucho más allá de un cumplimiento estético. La literatura fragmenta al hombre y ahora se busca su totalidad. De ahí la insuficiencia del acto estético, ya que hay dimensiones humanas no reductibles a la estética. Este hombre total tiene «consciencia clara de que debe elegir antes de aceptar» la tradición. «La etapa destructiva se impone al rebelde como necesidad moral». Éste sabe que la consecución de la libertad viene dada por alguna forma de agresión hacia lo literario. «Esta destrucción de formas tradicionales tiene la característica propia del túnel; destruye para construir». Se ha visto con frecuencia a esta agresión como un intento perverso de aniquilar a la cultura occidental, cuando en realidad es una reconstitución de las bases creativas: lo estético se ve reemplazado por lo poético, la formulación mediatizadora por la formulación adherente, la representación por la presentación». Estas transformaciones de orden cualitativo, donde la dimensión vital del hombre deja de supeditarse a los dictados de la inercia artística, se refrenda para Cortázar, sin lugar a dudas, en la visión surrealista. De ésta, el escritor argentino lleva a cabo una lectura conmovedoramente responsable, desechando aquellos elementos superfluos y extravagantes de dicha visión convulsa; elementos que con tanta frecuencia han sido aprovechados por la crítica más rígida y los escritores más miopes para desdeñar lo verdaderamente humano de las propuestas surrealistas y sus tan necesarias ambiciones vitales. La lectura de Cortázar al respecto es acogida por algunos, en este final de siglo, especialmente en España, con abierta gratitud, debido a la esterilidad creativa de ciertas corrientes poéticas de ahora y las insostenibles premisas teóricas que las sustentan, ya que, para defender pseudocríticamente la palpable impotencia de su creatividad, descalifican de plano el sentido de la vanguardia –sin tener en cuenta que hubo muchas vanguardias, con propuestas muy disímiles entre sí– y, sobre todo, sin saber separar el trigo de la paja. Es decir, sin lograr ver que estas reacciones, fundamentalmente la surrealista, fueron antes dignos intentos de enriquecer la realidad humana que productos estéticos intachables. Por lo que digo, la penetrante mirada de Cortázar sobre este fenómeno vuelve a actualizar con radicalidad la idea de que si la escritura sirve para algo es para ayudarnos a vivir. De ninguna manera estoy sugiriendo una vuelta calcada a las maneras vitales y estructuras verbales surrealistas –el mismo Cortázar se encarga de no proponerlo–, sino tratando de exponer la necesidad de no caer en la trampa de desconectar la escritura de la vida o, más exactamente, de no olvidar que si la vida no debe dejar de estar en el poema, el poema tampoco debe dejar de influir en la vida. Es esta fluencia, este intercambio entre hombre y lenguaje, la lección que Cortázar nos transmite al enseñarnos el surrealismo en su forma más alta: «el surrealismo no es un nuevo movimiento que sigue a tantos otros […] Surrealismo es ante todo concepción del universo y no sistema verbal». Lo verbal es mero instrumento. De ahí que en el plano de la práctica no haya diferencia entre la ejecución de un poema y, por ejemplo, la contemplación de una mujer. En 1948, un año más tarde de las reflexiones insertadas en Teoría del túnel, Cortázar escribe en un corto pero preciso texto de reconocimiento a la figura de Antonin Artaud, que era a la vez su propia obra, que «vivir importa más que escribir, salvo que el escribir sea –como tan pocas veces– un vivir»[2]. Esta frase ya está señalando hacia uno de los aspectos más definitorios e inaplazables de ciertas propuestas de la novela moderna: la necesidad de actuar en lo que se dice o, mejor dicho, la urgencia de intervenir en la realidad desde la escritura misma. Estamos, según Cortázar, en un encuentro con la inocencia y no con el primitivismo: «surrealista es ese hombre para quien cierta realidad existe, y su misión está en encontrarla». Inocencia entendida como dimensión humana y no como herencia cultural. El poema surrealista nunca es un discurso, sino imágenes amplificadas. La escritura es entendida como una forma de liberación. A pesar del agotamiento que produjo la actividad extralibresca propugnada por el surrealismo, su cosmovisión existencial –y no sólo los hallazgos a modo de recursos formales que, a partir de entonces, ha asimilado la poesía posterior– será recogida por un grupo de novelistas que Cortázar denomina «poetistas», a través de un paulatino proceso de aproximación a lo poético que lleva a cabo la novela moderna. Esta cosmovisión no puede desligarse de ninguna manera de la necesidad de acción, y es esta necesidad la que primero acucia a los poetistas y, posteriormente, a los existencialistas. Son estos últimos, para Cortázar, como veremos luego, los que con más acierto consiguen congeniar escritura y acción. Sin embargo, sin los logros en este campo de los poetistas, los escritores existencialistas, seguramente, no hubieran alcanzado soluciones más factibles de actuar en la realidad que las llevadas a cabo por el poetismo. Escribe Cortázar en «Irracionalismo y eficacia» (1949, Obra crítica / 2) que «el surrealismo ha retrocedido –tal vez debiera decir: ha evolucionado– a posiciones hedónicas, renunciando después de no pocos escándalos a un salto en la acción que resultaba, dado sus métodos, prematuro».
            Así pues, en la segunda parte de Teoría del túnel y en «Situación de la novela» (1950, Obra crítica / 2) –ya iremos viendo las matizaciones que este segundo ensayo hace al primero– Cortázar rastrea los pasos que la novela moderna ha ido dando hasta desembocar en la consecución de la visión poética de lo narrativo. En este sentido, sin dejar de lado el análisis temático de los diversos períodos novelísticos, la aportación central de Cortázar, a mi juicio, está en la exposición de este proceso que culmina en el buceo por un ámbito eminentemente poético de la novela del primer tercio del siglo. Dicho desarrollo, para Cortázar, se lleva a cabo desde el lenguaje mismo. Lenguaje que ya en el poetismo conseguirá desmontar la superestructura racional en la que lo narrativo venía hasta entonces apoyándose. La novela es una conquista verbal de la realidad. De ahí que, en una primera etapa, se ocupe de lo que hay fuera del hombre en respuesta a su necesidad de nombrar: nombrar es apresar la cosa. Sólo cuando viene la duda de este conocimiento externo, el hombre empieza a mirar hacia sí mismo. Así en un principio, podemos considerar a Edipo contemporáneo nuestro, debido a sus oscuras intuiciones y premoniciones. Sin embargo, la diferencia entre la literatura antigua y la nuestra está en el proceso que se lleva a cabo para alcanzar tal o cual estado anímico o psicológico. Esquilo nos presenta hecho a Edipo, no nos enseña el por qué de su carácter, su mecanismo interior. La literatura moderna nos muestra este proceso que forma un carácter y lo analiza. Pero Cortázar no busca explicar la evolución de la novela desde sus formas, sino desde sus estrategias a fin de llegar al conocimiento del hombre. La estrategia fundamental responde a la adecuación verbal para recoger los fondos prelógicos e intuitivos del ser humano. Con tal de sacar a la superficie tales zonas oscuras del hombre, el lenguaje, entonces, quiere dejar de traducir y busca convertirse en la piel misma de lo que se dice, de lo que se intuye y, sobre todo, de lo que, al intuirse o pensarse, no se dice. Es necesario que en el lenguaje vibren de manera palpable nuestras intuiciones, nuestra discontinuidad emocional, el extravío de nuestro propio pensamiento. De modo que el lenguaje de la novela moderna va, inicialmente de manera oscura, tanteando hasta amoldarse a la respiración misma del hombre, desbaratando la noción de género literario y, por ende, ensanchando la noción de realidad. Según Cortázar, el estilo de un novelista, a partir del XIX, viene dado por dos usos idiomáticos: el científico y el poético. El científico es enunciativo o nominativo y el poético se puede expresar de una forma muy evidente (metáfora, imagen, ritmo de frase, pausa, silencio… ) y de una forma menos evidente: se trata aquí de crear aura novelesca, una especie de atmósfera que viene dada por estructuras argumentales, gestos no verbales o por una situación determinada. El novelista va equilibrando estos dos usos idiomáticos a su conveniencia, pero siempre relegando a un segundo plano de importancia narrativa el poético, dándole una exclusiva misión ornamental. Hay autores como Gabriel Miró o D’Annunzio en que lo poético tiene una presencia saturante. El escritor tradicional, ya en los siglos XVIII y XIX, ha logrado madurar un lenguaje novelesco de grandes posibilidades expresivas para sus intereses. Así, lo enunciativo y poético se alternan según estemos en el neoclasicismo o el romanticismo, pero se trata siempre de una coexistencia, no de una fusión. El uso enunciativo de la lengua rige y estructura el desarrollo novelístico. El logro estético se consigue imbricando adecuadamente estos dos usos, eliminando las fricciones e intolerancia entre ambos. Del mayor o menor empleo de uno y otro se dibujará el decurso histórico de la creación novelística. El escritor rebelde rompe esta útil convivencia entre lo enunciativo y lo poético, dándole a este último «una función rectora de la novela». La novela de arte supone un claro intento de desbancar las razones enunciativas de la novel, reforzando el juego poético, pero sin romper del todo la síntesis tradicional. Se produce así una inadecuación entre medios e intención. No obstante, la novela de arte empieza a plantear situaciones no típicamente novelescas. Este tipo de escritor se vale fundamentalmente del énfasis del lenguaje metafórico. De ahí, la fatiga en la lectura. El escritor rebelde sustituye el enunciado lógico por el enunciado poético. La novela sigue narrando, pero dentro de un orden distinto, en que el uso enunciativo sólo puede rastrearse en ciertas adherencias formales. Es el caso, por ejemplo, de El habitante y su esperanza de Pablo Neruda. No se trata ahora tan sólo de supeditar el uso lógico de la lengua al poético, sino de ingresar en un nuevo ámbito de realidad creativa. Así, «en nuestro tiempo se concibe la obra como una manifestación poética total, que abraza simultáneamente formas aparentes como el poema, el teatro, la narración. Hay un estado de intuición para el cual la realidad, sea cual fuere, sólo puede formularse poéticamente». Es este estado de intuición y visión analógica y mágica de la realidad del que los poetistas se impregnan, gracias, fundamentalmente, al contagio surrealista. Escritores como Virginia Woolf, sobre todo en Las olas, y Rilke, con Malte, heredan del surrealismo, además de dicha visión pura e inmediata de lo real, el sentido de lo poético no ornamental, los temas fronterizos, la presencia de la premonición, el azar, la intromisión del sueño en la vigilia… Los poetistas, aunque, según Cortázar, no pretendieron nunca liquidar la literatura, sí compartieron con los rebeldes, además de su visión poética, su angustia frente al cosmo y, por consiguiente, el compromiso de acceder a una realidad más rica a través de la escritura. Estos escritores avanzan hacia un paulatino individualismo conforme se adentran en su mundo y van dejando su compromiso con la comunidad, aislándose de ella debido a su escritura llena de analogía. Esta actitud los acerca a los surrealistas. Sin embargo, la actividad de los poetistas no dura y, a partir de los años treinta, se vuelve a la concepción europea tradicionalmente rígida, ahogando de nuevo al individualismo espiritual. Si en Teoría del túnel, como acabamos de ver, Cortázar culpa a la intransigencia cultural europea del fin del poetismo, en «Situación de la novela», tanto sobre este asunto como sobre la aportación del elemento poético al narrativo, el escritor argentino expone criterios al respecto que corrigen y especifican mejor estas últimas consideraciones mantenidas en Teoría del túnel. Así, sin desacreditar bajo ninguna excusa la crucial importancia del avance poético en el terreno narrativo –importancia que defenderá tanto en su obra literaria de madurez como en sus ensayos y opiniones públicas–, Cortázar limita el dominio de la poesía sobre la novela. De este modo, si para el escritor argentino la poesía es aspiración de lo absoluto, la novela moderna aspira a la totalidad. La poesía nos instala en las dimensiones más hondas del hombre, en su centro más esencial. Esta hondura descarta la superficie: lo que somos diariamente aquí y ahora. La novela fundirá el ámbito exterior del hombre y sus movimientos interiores. En este orden de cosas y después de resaltar los aportes poéticos a la narración, Cortázar especifica que «la novela no se deja liquidar como tal, porque la mayoría de sus objetivos continúa al margen de los objetivos poéticos, es material discursivo y aprehensible sólo por la vía racional. La novela es narración, lo que por un momento pareció a punto de olvidarse y ser sustituida por la presentación estática propia del poema».
            Tras las tentativas y logros del poetismo, sobre todo en lo concerniente al sentido de la inmediatez en la escritura, que procura ante todo la autorrealización personal, viene el existencialismo a completar, para Cortázar, la ineludible tarea de un compromiso vital desde la escritura y la necesidad personal de estar en ella y de partir desde ella hacia la vida. Al hablar del existencialismo, Cortázar alude «a un estado de conciencia y sentimiento del hombre de nuestro tiempo, antes que a la sistematización filosófica de una concepción y un método». Por esto, «no hay existencialismo: hay existencialistas». Si para el poetista la soledad es inherente a su autorrealización y supone el ámbito habitable de su isla prometida y su visión hedónica, la soledad para el existencialista no es más que un punto de partida. Éste asume la soledad para intentar superarla en la comunidad, soledad que desdeña todo sostén consolador, incluso el teológico. La soledad existencialista, por tanto, revela el desamparo del hombre y la falta de puntos de apoyo, ajenos a los que él mismo sea capaz de crear. Pero, como digo, esta sensación de abandono, esta aceptación lúcida de la intemperie no es más que la obligada parada para orientarse en el mundo. El existencialista cree en la realización del hombre y, por consiguiente, en su capacidad para contrarrestar la angustia existencial. Para este fin, a la inversa que el poetista, el existencialista necesita ir al encuentro del otro y propiciar un ámbito comunitario para saldar su desacuerdo con el mundo[3]. Esta preocupación por la comunidad no debe hacer creer, según Cortázar, que la literatura existencialista pertenece a un orden social. El existencialismo no es literatura social, ya que no busca persuadir, sino presentar un problema, mostrarlo y debatirlo. El protagonista de la novela social, por ejemplo el soldado desconocido, representa a todos sus colegas. Cualquier protagonista de la novela existencial es sólo él, aunque su proceso interior pueda reflejar al hombre que busca la libertad humana. No hay, pues, una intención social, ya que no se pretende dar mensajes políticos ni se acepta el poder. El poetismo es mágico, ahistórico y asocial, mientras que el existencialismo es científico, histórico y social. El poetista busca la superrealidad en el hombre y el existencialista sitúa al hombre en una superrealidad. Ambos escritores persiguen un enriquecimiento del ser humano y, a su modo, desean dar solución a sus limitaciones. Si el poetista quiebra el lenguaje común, el existencialista busca ser inteligente. Éste recupera la narración novelesca y no trata de transgedirla a la manera del poetismo, ya que para él la forma novela resulta útil para exponer en su totalidad, no parceladamente, la acción del hombre hacia su integración social. El mantenimiento de la forma novela permite la participación del lector. «Su acondicionamiento no es un signo de resignación al modo del escritor tradicional, y sí criterio docente» en la esperanza de poder llegar alguna vez al poetismo. El existencialista busca autorrealizarse de manera extraliteraria. De ahí, el «anhelo de pasar de la contemplación a la acción. […] El existencialismo exaltará toda acción en cuanto parta de una experiencia metafísica intuida sentimentalmente». En Teoría del túnel, previamente a su estudio sobre la novela existencialista, Cortázar observa la diferencia de intereses y actitudes que hay entre la novela objetiva anterior a los siglos XVIII y XIX y la gnoseológica. La primera, arquetipo de comportamiento genérico, se ocupa en desentrañar el mundo exterior, y la segunda emprende una minuciosa introspección psicológica y sentimental del hombre. Para Cortázar, una de las intenciones de los existencialistas al actuar en la escritura, es salvar el hiato que, según el escritor argentino, existe entre la novela romántica y la anterior a ella, hiato que, a su vez, a mi juicio, apunta hacia otro más urgente de solución para Cortázar y los propios existencialistas y que marca la distancia que hay entre el escritor y el lector[4]. Así pues, el novelista existencial, usando el lenguaje como mero instrumento comunicativo, desechando su fin estético, pretende armonizar el conocimiento del interior humano y la exploración de su entorno. Por consiguiente, si la escritura del poetista lleva a éste hacia una expansión interior, la escritura existencialista permite la expansión hacia fuera de uno mismo para, como apunté antes, consentir un encuentro gozoso con los demás. Hasta tal punto este encuentro es vital para la benéfica realización humana que, como señala Cortázar, escritores existencialistas no dudaron en incitar a los lectores a que tirasen el libro que tenían en sus manos. No hace falta pensar mucho tiempo para darnos cuenta de la contradicción que nace de esta última petición y el hecho de que los existencialistas no abandonasen a su vez la escritura. En «Situación de la novela» (no así en Teoría del túnel), Cortázar analiza una propuesta más radical aún que la existencialista en el orden verbal. Se trata de los escritores «duros» norteamericanos, tough writers, los cuales tiran el lenguaje por la borda para recoger la acción pura. Reducen la materia verbal a un mínimo para que no se interponga entre el hombre y la cosa. Sucede, sin embargo, según Cortázar, que la narración a veces está tan lograda que se desemboca en el virtuosismo, cuando, en verdad, el propósito de escritores como Dashiell Hammett estaba en destruir la literatura. Su reacción extraliteraria es tan intensa que «huyendo del lujo verbal, de las esfumaduras y las sobreimpresiones en que abunda la técnica de la novela, se cae en el lujo de la acción». Aunque Cortázar valore a estos escritores, menos por sus logros novelísticos que por su abierta propuesta de inmediatez y su descarado afán en compartir el presente del hombre desde su diario batallar, inmerso en la siempre previsible continencia, me sorprende que el escritor argentino al menos no apostille que compartir el presente del lector no puede reducirse bajo ninguna excusa a un anodino, sobre todo por interminable, encadenamiento de hechos y gestos exteriores, a los que jamás se asomará ni siquiera el amago de una reflexión o una posible explicación de cualquier movimiento siempre físico, máxime teniendo en cuenta la inquietud metafísica del argentino, que nunca aflojó en su escritura[5].
            Llegando aquí, es fácil descubrir la extraordinaria influencia que las consideraciones teóricas del poetismo y del existencialismo han ejercido en la escritura fundamentalmente novelística de Cortázar, tanto en la concepción de obra abierta[6], en la que todo cabe, como en su necesidad de acercamiento al lector, que demanda de éste una auténtica participación activa, aunque no desde una postura radicalmente antiliteraria, ya que, como él mismo sabía y la proliferación de sus libros demostraban, el libro no tiene por qué ser un obstáculo interpuesto entre escritor y lector. Como algunos textos del tercer tomo revelan, el obstáculo que impide dicha inmediatez puede venir más de la actitud relajada y desentendida de la lectura que del simple hecho de tomar el libro en las manos. La lectura responsable supone ya un compromiso vital. Sobre todo después de la publicación de Rayuela, el sentido de tal compromiso vital despeja una posible ambigüedad de fondo que, a mi juicio, envolvía las consideraciones de Cortázar sobre el sentido de dicho compromiso y las posibilidades reales de llevarla a cabo. Este compromiso de orden existencial hacía hincapié, fundamentalmente, en la agresión al libro desde diversos flancos tácticos que si bien, como hemos ido viendo, acercaba al lector y al escritor, no acababa de hacer compatibles de manera práctica a la acción y a la creación literaria, de modo que, si a veces se ganaba en proximidad, se perdía en rigor creativo. Así pues, coincidiendo con el desarrollo de la conciencia política en Cortázar, la dicotomía del decir y el hacer se resuelve con propuestas tal vez menos ambiciosas que las planteadas en Teoría del túnel, pero sí más prácticas por su indiscutible posibilidad de realización. Escribe Sosnowski en su prólogo: «Ese negarse a aceptar lo heredado, a someterse a órdenes impuestas por fuerzas extrañas, fue elaborado inicialmente desde un primer planteo filosófico y estético, para derivar luego en sus últimas consecuencias políticas». Así pues, para que la necesidad de intervención en la realidad por parte del escritor resulte realmente eficaz y no deje a éste con la vaga impresión de no estar influyendo en el presente inmediato con sus obras de creación, el sentido de la acción, para Cortázar, debe apuntar a dos objetivos complementarios: el compromiso literario y el personal, de modo que el segundo debe otorgar veracidad al primero. Así, la actitud personal del escritor ante ciertos hechos sociales y políticos –no olvidemos la afiliación socialista del argentino– debe suponer la garantía moral de la propia obra. La conciencia política de Cortázar es tan intensa que no duda en afirmar en una conferencia: «Si alguna vez se pudo ser un gran escritor sin sentirse partícipe del destino histórico inmediato del hombre, en este momento no se puede escribir sin esa participación, que es responsabilidad y obligación, y sólo las obras que la trasunten, aunque sean de pura imaginación, […] sólo ellas contendrán de alguna indecible manera ese temblor, […] que despierta con el lector un sentimiento de contacto y cercanía»[7]. Así pues, el compromiso social del escritor se manifiesta con su participación activa, ya sea implicándose personalmente en los conflictos sociales, ya pronunciándose únicamente sobre ello desde un artículo o a través de una simple entrevista. Esta presencia pública del escritor le permite una relación directa con el lector, que, para Cortázar –sobre todo lector hispanoamericano–, es el que ha favorecido el llamado boom, debido a su urgente necesidad de participar en el decurso histórico del continente. Así pues, para el escritor argentino, novelas como La ciudad y los perros o La región más transparente, sin renunciar un ápice a la calidad literaria más exigente, suponen una indagación en la realidad histórica hispanoamericana y una denuncia. Con la siguiente frase, Cortázar redefine el sentido de compromiso del escritor y del lector, compromiso que ubica de manera prioritaria en Hispanoamérica: «Entre nosotros escribir y leer es cada vez más una posibilidad de actuar extraliterariamente, aunque la mayoría de nuestros libros más significativos no contengan mensajes expresos ni busquen prosélitos ideológicos o políticos»[8]. Esta tendencia de particularizar el compromiso activo del escritor y del lector en una zona determinada del mundo, se corresponde con la idea de Cortázar de que en el Occidente desarrollado, la lectura fundamentalmente no pasa de ser unas placenteras vacaciones[9]. Con esta concepción discriminatoria del ejercicio de la lectura del hombre europeo y norteamericano se restringen de manera capital las formas posibles del compromiso, como si el mundo desarrollado fuese ya un paraíso, ése que nunca dejó de soñar Cortázar, no ya sólo porque en dicho mundo hubiese desaparecido la miseria social, sino porque Cortázar descarta el conflicto metafísico y la imperecedera necesidad humana de dar sentido a la existencia y abolir todo tipo de temores latentes en el corazón del hombre. La necesidad de armonizar rigor literario y compromiso social –si bien, como vamos viendo, Cortázar consigue dicha armonía concretando las maneras de actuación– no anula en el argentino una, para mí, tensión interior provocada por su amor inaplazable a la literatura y por su conciencia moral, que le impide abandonarse íntegramente a la escritura de la creación. Esta tensión persistirá desde la escritura de Rayuela hasta su muerte[10] y deja ver en los escritos que venimos comentando –llenos de urgencias expresivas, en los que de ningún modo se reconoce la sugerente prosa de Cortázar, y no exentos de contradicciones conceptuales, debido a la dimensión improvisada de dichos textos, tales como «Realidad y literatura en América Latina» y «La literatura latinoamericana a la luz de la historia contemporánea»–, así como en la comparación de éstos con otros estrictamente literarios, redactados por los mismos años o, incluso, posteriormente. En este sentido, si Cortázar desdeña la concepción de la lectura como mero placer, en el delicioso texto «Reencuentros con Samuel Pickwick» (1981), prólogo al libro de Dickens, defiende el gozo íntimo de la lectura concebida como enaltecedor entretenimiento. Así, Los papeles póstumos del Club Pickwick representa «una de esas obras que vuelven el mundo más soportable y divertido, cualidades cada día más necesarias, pero que una parte capital de la literatura contemporánea deja de lado por razones no menos capitales». Texto jubiloso, que borra toda frontera entre lector y libro, hasta el punto de dirigirse en un párrafo a Pickwick de usted, como si se tratara de una persona, no de un personaje[11]. La tensión a la que vengo refiriéndome viene reforzada por la necesidad de justificar ante sus camaradas políticos su exigente comportamiento con la escritura de creación literaria, a la que no concede ni el menor desliz panfletario. Ejemplo de ello son «Carta a Roberto Fernández Retamar» y «Carta a Haydée Santamaría». Por esto, no duda en rechazar la literatura del realismo socialista y muestra su desconfianza en que esta forma de creación pueda transformar al hombre. En este sentido escribe que «todo empobrecimiento de la noción de realidad en nombre de una temática restringida a lo inmediato y concreto en un plano supuestamente revolucionario, y también en nombre de la capacidad de recepción de los lectores menos sofisticados, no es más que un acto contrarrevolucionario»[12].
            Un propósito invariable de Cortázar desde sus comienzos literarios está en el enriquecimiento de la realidad a través de la escritura: al escribir, a la vez que registramos el mundo, le añadimos algo. Si en «Para una poética» (1954), Cortázar, como ya mantuviera en Teoría del túnel, desarrolla una concepción de la poesía como aspiración de lo absoluto y le otorga el don de instalarnos en la dimensión mágica de la realidad, a través de comparar la operatividad analógica de la creación poética con la visión prelógica del primitivo, en «Algunos aspectos del cuento» (1962-63), «Notas sobre lo lógico en el río de la Plata» (1976), Cortázar, entre otros intereses temáticos que iré refiriendo, se abre a la dimensión misteriosa de la realidad y reflexiona sobre sus experiencias personales de lo mágico, relacionándolas con su escritura. Para Cortázar, el cuento es un «hermano misterioso de la poesía». Como iremos viendo, esta definición, más lírica que analítica, se ajusta perfectamente a las características que, según el escritor argentino, debe reunirse para lograr un relato. A fin de entrar en el corazón mismo del ser del relato, Cortázar recurre, a la hora de definir el cuento, a imágenes que susciten la tensión interna que este género exige para constituirse: «una síntesis viviente a la vez que una vida sintetizada, algo así como un temblor de agua dentro de un cristal». Ya en 1947, en una crítica a El señor del cisne de Enrique Wernicke, Cortázar exponía con total claridad la necesaria noción de límite espacial del relato, donde la intensidad sustituye a la extensión: «el cuento carece de las progresivas conquistas de terreno psicológico que puede operar la novela, y a la imagen del río huyendo de sí mismo debe oponer, para sostenerse, la del lago o la alberca»[13]. Así pues, descartado el despliegue narrativo, se borra también su sombra: la anécdota. El cuento, como la fotografía, recorta un fragmento de la realidad que debe ser como un explosivo, como una ventana que abra a otra realidad más profunda y dinámica. No es el tema el que hace del cuento un buen cuento, sino su capacidad de «ruptura de lo cotidiano», de ir más allá de la anécdota que comunica. El buen cuento irradia una energía cargada de misterio. Por tanto, su significación misteriosa afecta al tratamiento del tema, a su grado de tensión y técnica. El misterio es algo así como una atmósfera interior, no un enigma del argumento. Esta órbita extraordinaria en la que Cortázar sitúa el ser del cuento imanta la disposición del escritor argentino a la hora de escribirlo. Así, lejos de la necesaria dosis de racionalidad que insufla al desarrollo novelístico, la creación de un cuento se le impone a Cortázar de modo extraño y casi repentino, hasta el punto de que la mayoría de las veces el argentino, al escribir relatos, se ha sentido un simple médium[14]. Cortázar se mueve en el oscuro terreno de la creación previa a la ejecución, allí donde, de modo enigmático, se le suscita un tema o idea de cuento. Aquí suele recurrir a ejemplos y explicaciones casi metafóricos para entrar en el meollo de su modo personal de creación. El segundo paso y definitivo que es inevitable dar para alcanzar la materialidad del cuento es el de su ejecución, y en este último estadio, según deduzco de las palabras siguientes de Cortázar, la elaboración técnica de un relato no se diferencia sustancialmente de la vigilancia que hay que ejercer sobre el instrumento expresivo para redactar una novela o un poema: «Por más veterano, por más experto que sea un cuentista, si le falta una motivación entrañable, si sus cuentos no nacen de una profunda vivencia, su obra no irá más allá del mero ejercicio estético. Por el contrario, será aún peor, porque de nada valen el fervor, la voluntad de comunicar un mensaje, si se carece de los instrumentos expresivos, estilísticos, que hacen posible esa comunicación». Estas  observaciones técnicas rectifican otras en el mismo sentido expuestas en Teoría del túnel y que, si bien no las desmienten de manera total, sí las matiza notablemente. Me refiero al rechazo que Cortázar manifestaba en aquel ensayo de la profesionalidad del escritor, atribuyéndola al escritor conformista. Allí defendía la eficacia del instrumento verbal usado sin intención estética como pretendía el escritor rebelde. Esta utilización espontánea del lenguaje, como comenté páginas atrás, permitía al rebelde acceder a un grado de expresión inmediata no concebido anteriormente. Sin embargo, a mi juicio, el desconocimiento técnico con que el rebelde, en muchas ocasiones, abordaba su escritura iba en detrimento no ya del gozo del lector contra el que luchaba, sino del eficaz efecto que la escritura debe producir en el lector para posibilitar la tan ansiada y loable proximidad autor-lector. Si en «Algunos aspectos del cuento» Cortázar lleva a cabo ciertas aproximaciones a la dimensión de los real, en «Notas sobre lo gótico en el Río de la Plata» y «Estado actual de la narrativa en Hispanoamérica» desarrolla a la vez que especifica el sentido de lo fantástico, tanto en su escritura como en la de algunos autores argentinos y uruguayos. Ambos textos nacen del deseo de refutar la opinión de cierta crítica literaria sobre por qué motivo en la zona del Río de la Plata ha proliferado, más que en otros lugares, el género fantástico. La crítica suele atribuir este fenómeno a la enorme extensión geográfica de dicha zona, cuya amplitud solitaria y monótona produce tedio a la hora de ser descritas, y al polimorfismo cultural, debido a sucesivas oleadas de inmigrantes. Cortázar rechaza estas deducciones y afirma que es el «mecanismo del azar» el que propicia la tendencia a lo fantástico de los escritores rioplatenses que, naturalmente, no son los únicos de Hispanoamérica en usar esta modalidad literaria, pero sí más numerosos y recurrentes. Lo fantástico no es un pasatiempo ni un fácil escapismo, sino una forma de penetrar en otras dimensiones de lo real que nada tienen que ver con la ciencia-ficción, pero sí con la visión natural del mundo infantil. De ahí que, según Cortázar, «todo niño, excepto en los casos en que una educación implacable lo aísle a lo largo del camino, es esencialmente gótico, es decir que, debido no sólo a la ignorancia, sino sobre todo a la inocencia, el niño está abierto como una esponja a muchos aspectos de la realidad que después serán criticados o rechazados por la razón y su aparato lógico». El sentido de la razón en el Cortázar adulto no sofocó, sino que encauzó la propensión a lo fantástico del Cortázar niño, al que sus tempranas lecturas y las supersticiones familiares, dentro de una amplia casa, que favorecía el temor de cualquier niño, le permitieron tener experiencias inexplicables, algunas de las cuales son aludidas en estos textos. Tras deslindar el sentido truculento y algo espeso de lo maravilloso en el niño y el acceso a lo misterioso más sutil después de un proceso de maduración, Cortázar reconoce que lo fantástico es un rasgo predominante en su escritura, presentándosele en medio de la realidad más cotidiana y razonable, y suele durar muy poco tiempo. Lo fantástico es algo intersticial y fugitivo, pero se apodera de él de manera extraña y total durante el tiempo breve que dura tal sensación, permitiéndole acceder al terreno de lo otro[15]: «Recibir una carta con un sello rojo en el preciso momento en que suena el teléfono y el olfato percibe un olor a café quemado puede convertirse en un triángulo que no tiene nada que ver con la carta, la llamada o el café. Al contrario, es a causa de ese triángulo absurdo y aparentemente casual que se introduce furtivamente algo más, la revelación de una decepción o de la felicidad…». A partir de aquí, Cortázar analiza algunos relatos de escritores rioplatenses y expone sus diversas actitudes frente a lo fantástico: desde el enfoque intelectual en Borges al humorístico de Bioy Casares. Sin embargo, todos comparten la tendencia de no poner barreras entre lo real y lo irreal. En contundentes y rápidas líneas reivindica las obras de Silvina Ocampo, Anderson Imbert y Felisberto Hernández. Más que dos textos complementarios, «Notas sobre lo gótico en el Río de la Plata» y «Estado actual de la narrativa en Hispanoamérica» puede decirse que son partes de un mismo texto. Las redundancias que uno hace del otro y la inexactitud de ambos título –el primero debería encabezar el segundo texto, cuyo título abarca mucho más de lo que desarrolla– vienen dadas por su condición de conferencia. De ahí su aire de espontaneidad, que no le impide la claridad y precisión de sus ideas, aunque expuestas de modo no sistemático. Las continuas implicaciones personales al tema de su comentario, así como el coloquialismo expresivo, acercan a «Algunos aspectos del cuento», «Notas sobre lo gótico en el Río de la Plata» y «El estado actual de la narrativa en Hispanoamérica» a muchos textos de La vuelta al día en ochenta mundos, aunque en estos últimos la transgresión del discurso en diversas formas resulte mucho más exacerbada.
            La amplitud de intereses temáticos de esta Obra crítica no ha querido dejar fuera un numeroso conjunto de textos menores que van desde el homenaje circunstancial, pasando por el escrito de compromiso político, sin más alcance que el que marca la prisa del momento, hasta la escueta reseña de libros. Refiriéndome a este último caso, Cortázar publica en Cabalgata (1947-1948) numerosas críticas literarias, cuya mayoría no pasa de la mera reseña, donde el trazo de líneas generales y expresiones comunes del género no desenfocan el comentario ni desorientan al lector, pero tampoco lo iluminan de modo especial y decisivo. La brevedad del comentario no le priva en más de una ocasión de la precisión. Casi siempre consigue el propósito que debe guiar una buena reseña: justificar la lectura del libro, destacar sus logros y explicar de qué trata. La variedad de sus lecturas no suele definir sus gustos íntimos. Más bien revela oficio de lector que sabe escoger libros dignos de ser comentados. A veces, no se explica que resalte algunos como la versión reducida de El Quijote por Gómez de la Serna, debido a las exigencias más que estéticas de Cortázar y su rechazo de la literatura fácil o comercial. Sin embargo, sí hay momentos en que se descubren gustos de Cortázar e incluso algunas ideas expresadas con mayor rigor y amplitud en Teoría del túnel. Por ejemplo, al hablar de algunas obras de Eugene O’Neil, dice de éste que va más allá de la estética y la literatura, introduciéndose en las dimensiones abismales del hombre. También, en este sentido, está el comentario de El incongruente de Gómez de la Serna, resaltando en muy pocas líneas el divertimento de dicha novela, su absoluta libertad hasta el punto de que puede empezarse por donde se quiera. A pesar de lo genérico de las reseñas, descubrimos a un lector despierto y de aguda inteligencia para relacionar obras y valorarlas adecuadamente. En este sentido, su ecuanimidad se ve en los comentarios a Luis Cernuda, Leopoldo Lugones y Alberto Girri, de quien destaca su sobriedad expresiva, su capacidad de ceñimiento antimetafórico y concluye diciendo que es ya, en 1948, «un poeta necesario».
            Aludiendo a «Algunos aspectos del cuento», Jaime Alazraki señala en su prólogo que «su estilo deliberadamente antisolemne y una cadencia más próxima a la ficción que al carácter expositivo del ensayo, está ya dentro del ámbito de sus ensayos más maduros recopilados en La vuelta al día en ochenta mundos y Último round». Alazraki distingue acertadamente las características formales y de actitud frente a la página que Cortázar mantiene en sus trabajos críticos anteriores a La vuelta al día en ochenta mundos y a partir de este libro. Sin embargo, a mi juicio, esta distinción no debe permitirnos afirmar que los trabajos de La vuelta al día en ochenta mundos Último round representan el máximo grado de madurez como ensayista, siendo que para mí la mayoría de los textos publicados en estos dos libros transgreden el llamado género ensayístico hasta incluso convertirse, en ocasiones, en una parodia de dicho género, en que la exacerbación del juego hubiera divertido al propio Cortázar, pero a mí, al menos, llega en más de una ocasión a resultarme anodino. Por lo que acabo de apuntar, la comparación entre lo que llama Alazraki ensayos académicos y los trabajos de La vuelta al día en ochenta mundos y Último round no procede, ya que los primeros, sean o no académicos, sí pertenecen al género ensayo, mientras que los segundos suponen una ambiciosa apuesta transgresora de los géneros, en la que uno de los elementos intervinientes en ella viene del ámbito ensayístico. Como he tratado de mostrar, los ensayos mayores de esta recopilación dan, a mi juicio, el tono y la penetración del ensayo verdaderamente maduro, como, por ejemplo, la impecable lectura totalizadora que Cortázar lleva a cabo en «La urna griega en la poesía de John Keats», donde distingue la visión que de Grecia tenían el clasicismo y el romanticismo, a la vez que estudia el conocimiento personal del poeta inglés del mundo griego, comprobando la fuente de información y analizando su forma de acercamiento. Así, la lectura del poema «A una urna griega» resulta extraordinariamente reveladora tanto por la sensibilidad de lector que tenía el argentino como por los datos culturales que aporta, no para exhibir una pedante y hueca erudición, sino para armar una visión armónica del poema.
            Esta obra crítica vuelve a demostrarnos, como ocurre siempre con todo gran trabajo ensayístico, que el arte no es un capricho de unos inadaptados, sino uno de los riesgos más serios del hombre y una de sus respuestas más contundentes y lúcidas al avance ciego y discriminatorio de la historia. La fe de Cortázar en el hombre no decayó nunca, como toda esta Obra crítica nos enseña, y dicha fe está sustentada en el arte. Por esto, casi al final del esclarecedor ensayo Teoría del túnel, Cortázar concluye que la quiebra de las formas estético-verbales supone la mayor manifestación de angustia del hombre y su mayor signo de contemporaneidad. El argentino sale al paso de la teoría de Weidlé, que explica que la angustia del hombre de nuestro siglo refleja la nostalgia de lo divino, su falta de conexión con esa realidad profunda. Weidlé propone que la unidad del hombre se recupere volviendo a la creencia en la divinidad. Sin embargo, «contra el llamado a misa de un Wladimir Weidlé, el hombre angustiado cree posible alcanzar cohesión con los hombres y contacto con lo cósmico sin recursos vicarios».
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[1] Dirá Morelli mucho más tarde en Rayuela: «Tomar de la literatura eso que es puente vivo de hombre a hombre» (cap. 79).
[2] «Muerte de Antonin Artaud», Obra crítica / 2.
[3] Años después dice Oliveira en Rayuela: «El problema de la realidad tiene que plantearse en términos colectivos, no en la mera salvación de algunos elegidos» (cap. 99)
[4] Al hilo de estas observaciones, encontramos esta otra de Morelli en Rayuela: «El novelista romántico quiere ser comprendido por sí mismo o a través de sus héroes; el novelista clásico quiere enseñar, dejar una huella en el camino de la historia. Posibilidad tercera la de hacer del lector un cómplice, un camarada de camino. […] El lector podría llegar a ser copartícipe y copadeciente de la experiencia por la que pasa el novelista […] Todo ardid estético es inútil para lograrlo: sólo vale la materia en gestación, la inmediatez vivencial» (cap. 79).
[5] Más adelante veremos en algunos ensayos publicados en esta edición el lúcido empeño de Cortázar por hacer ver la natural conexión existente entre la dimensión fantástica de la realidad y la cotidiana, enriqueciendo la primera a la segunda y, por consiguiente, transformándola.
[6] A la par que Cortázar lleva a la práctica en Rayuela, reflejándola en su estructura, dicha concepción, la propia novela, en este caso a través de Morelli, refrenda desde el plano teórico su propio ser ante el lector. Se diría que la novela es consciente de su propia existencia, ve crecer su cuerpo múltiple y lo piensa: «una narrativa que actúe como coagulante de vivencias, […] y que incida en primer término en el que la escribe, para lo cual hay que escribirla como antinovela porque todo orden cerrado dejará sistemáticamente afuera esos anuncios que pueden volvernos mensajeros, acercarnos a nuestros propios límites» (cap. 79).
[7] «El intelectual y la política en Hispanoamérica», Obra crítica / 3.
[8] «América Latina: exilio y literatura» (1978), Obra crítica / 3.
[9] Contrariamente a esta noción desentendida de la lectura, Oliveira indica en Rayuela que «Morelli entiende que el mero escribir estético es un escamoteo y una mentira, que acaba por suscitar al lector-hembra, al tipo que no quiere problemas, sino soluciones o falsos problemas ajenos que le permiten sufrir cómodamente sentado en un sillón, sin comprometerse en el drama que también debería ser el suyo» (cap. 99).
[10] Al respecto, Cortázar responde a Soler Serrano: «yo sé que hay una especie de desgarramiento en mí. Soy por naturaleza solitario […] Y un día descubrí a mi prójimo , y lo que yo reivindicaba un poco como un derecho y como un orgullo (el hecho de que me dejasen estar solo y en paz) se convirtió en un sentimiento de culpa, y actualmente trato de darme a los demás todo lo que puedo cuando pienso que el hecho de darme no es totalmente inútil, que puede tener algún sentido… Es un poco como la historia del doctor Jekill y mister Hyde, ¿comprendes? El solitario mister Hyde es el malo, y el doctor Jekyll es el que trata de hacer alguna cosa por los demás… y claro, hay un continuo divorcio entre ellos». Joaquín Soler Serrano, «Julio Cortázar», en Escritores a fondo (Planeta, Barcelona, 1986).
[11] Ya en Teoría del túnel Cortázar defendía la necesidad de que los personajes hablen porque viven y no que vivan porque hablen. Morelli corrobora esta idea y sugiere, a mi juicio, la actitud cómplice con que Cortázar lee esta obra de Dickens: «La novela que nos interesa no es la que va colocando los personajes en la situación, sino la que instala la situación en los personajes. Con lo cual éstos dejan de ser personajes para volverse personas. Hay como una extrapolación mediante la cual ellos saltan hacia nosotros, o nosotros hacia ellos» Rayuela (cap. 115)
[12] «El intelectual y la política en Hispanoamérica» Obra crítica / 3
[13] A la concepción de obra abierta de la novela, Cortázar opone el orden cerrado del relato, sin posibilidad de injerencias textuales provenientes de otros ámbitos de la escritura. La siguiente opinión de Cortázar tiene especial interés debido a que en sus reflexiones sobre la novela moderna jamás ha hecho alusión alguna al cuento como género ni lo ha relacionado con la actitud rebelde del escritor de vanguardia, a pesar de que en el tiempo de redacción de Teoría del túnel, Cortázar ya escribía cuentos. Teoría del túnel, efectivamente, es un estudio sobre la novela, pero también sobre las diversas actitudes del escritor frente a la página en blanco, y es aquí donde me llama la atención que Cortázar no involucre al cuentista en este tipo de consideraciones. Tal vez la explicación esté en esta opinión: «Para mí, un relato que valga como tal supone el desarrollo de un mecanismo, una máquina que, a partir de una serie de elementos previos o finales, se organiza, se define y adquiere su autonomía como cuento. Se despega por completo de cualquier otro género: no es un fragmento de novela, no es un poema en prosa, no es el relato de un sueño. No es fragmentario» («Contar y cantar: Julio Cortázar y Saúl Yurkievich entrevistados por Pierre Lartigue», en Julio Cortázar: al calor de tu sombra de Saúl Yurkievich (ed. Legasa, Buenos Aires, 1987).
[14] «Poco o nada reflexiono al escribir un relato; como ocurre con los poemas, tengo la impresión de que se hubieran escrito a sí mismo y no creo jactarme si digo que muchos de ellos participan de esa suspensión de la contingencia y de la incredulidad en las que Coleridge veía las notas privativas de la más alta operación poética» (Julio Cortázar, «Del sentimiento de no estar del todo», en La vuelta al día en ochenta mundos, 1967).
[15] La posesión de lo otro a través del poema fue analizada por Cortázar en «Para una poética» (1954, Obra crítica / 2). En un poema, dicha posesión se consigue gracias a la participación de identidad que produce la visión analógica.

Publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, nº 541-42 (Madrid, julio-agosto, 1995)


lunes, 21 de mayo de 2012

PALIMPSESTO 16. Lectura de HUMBERTO AK'ABAL

Humberto Ak'abal y Francisco José Cruz en el  Hotel Alcázar de la Reina
Biblioteca Municipal José María Requena.
 
De izqda. a dcha., Mª José Gavira (concejal de Cultura), Humberto Ak'abal y Fran Cruz.

Humberto  Ak'abal en la
Plaza de San Fernando de Carmona.
Humberto Ak’abal, nacido en 1952 pertenece a la cultura maya y su lengua materna es el maya-quiché. Aunque también escribe en castellano, sus experiencias vitales y referencias afectivas provienen del mundo mítico precolombino. Humberto Ak’abal es un poeta que propicia el encuentro infrecuente pero tan necesario de la cultura occidental con la precolombina, de modo que expresiones del castellano se entreveran en esta poesía con el maya-quiché, haciéndolo así realmente personal y extrañamente auténtico. La poesía de Ak’abal representa un logro creativo indudable a la vez que supone un documento íntimo de la emergencia emotiva y moral de una de las culturas marginales de América que, a través de creadores como él, adquieren cada vez mayor presencia en nuestra época. Por esto no nos debe extrañar el reconocimiento internacional de Humberto Ak‘abal, cuyos libros están traducidos al francés, inglés, alemán e italiano. La importancia de la onomatopeya en su poesía hace de su lectura en público una experiencia oral sin precedentes, al rescatar los sonidos del mundo y permitir así que la naturaleza y las cosas se expresen. De este modo Ak’abal cumple con el deseo de Paul Valéry de que sonido y sentido sean lo mismo en poesía. 
       Palimpsesto, en su colección, ha publicado el primer libro de este poeta en España: Todo tiene habla, amplia antología de su obra.
Hotel Alcázar de la Reina. Humberto Ak'abal, Chari Acal y Fran Cruz.
Biblioteca Municipal José María Requena. Carmona, 27 de junio de 2001.

martes, 15 de mayo de 2012

PREGUNTAS A JESÚS AGUADO



No sé por qué olvidamos,
con demasiada frecuencia, por cierto,
que cada vez que lanzamos al aire
una pregunta,
estalla en algún sitio de nosotros
en el que no habitamos a diario,
y lo destruye irremisiblemente,
dejándonos menos mundo en la carne,
menos tacto para alcanzar las cosas
que están alrededor de nuestra vida
y a su modo enigmático la forman.

Quizá si, de una vez por todas, intentásemos,
desde todas las formas posibles del silencio,
adelantar respuestas sin que nadie pregunte,
puede que las preguntas –que giran en el viento
amenazando el curso de la sangre,
la órbita de cuanto vamos siendo
poco a poco, sin daños se deshagan,
perdiendo su tensión en la memoria
sideral de la inercia.
Y así nos caería en las manos y en los ojos
una lluvia de globos desinflándose
que no nos causaría, como es lógico,
sino un leve estupor.

Sin embargo, vacíos de preguntas
y llenos de respuestas
–acaso semejantes al vacío
que saldrían sin prisa ni pausa por los poros,
como un vaho envolvente que es un cuerpo
que sólo se dedica a responder,
la inercia irreversible de la nada
nos chuparía todo lo que somos,
antes de que pudiéramos morirnos.
Y sin manos para arrojar preguntas,
no podríamos siquiera saber
si alguna vez vivimos.
Por esto, al escribir lanzo preguntas,
aunque no las perfile con un signo,
para que alguien, por ejemplo, tú,
al menos las conteste devolviéndolas.

El juego de existir
prohibe no hacer nada.
                                     
                                       Francisco José Cruz

Francisco José Cruz y Jesús Aguado
 en la desembocadura del río Guadalquivir,
 frente  al Coto de Doñana. Octubre de 1994. 
La coherencia de tus intereses temáticos no sólo se descubre en el desarrollo interno de tu visión poética, sino también en la constancia de tus planteamientos: cada libro tuyo, desde diversas perspectivas y tonos, supone una insistencia necesaria. Uno de tus asuntos recurrentes es el sentimiento de lo sagrado o, mejor dicho, su vivencia. Tú escribes, refiriéndote a la actividad poética, que consiste «en la convocación de lo divino para que se encarne y participe de lo que somos». Y aclaras: «lo divino […] está cerca de los que nos connota la palabra naturaleza». ¿Es el poeta ese ser privilegiado, especie de sacerdote que ayuda a la comunidad, también del mundo desarrollado, a recuperar una relación trascendental y viva con el ámbito natural, o su labor actual se reduce al mero e inerte ornamento?

―El poeta no es el sacerdote de la comunidad. En otros tiempos sí que lo fue, y probablemente el hombre no hubiera evolucionado sin esa labor de mediación que el poeta ejercía entre lo misterioso que vivía fuera de él, en la Naturaleza, y lo misterioso que bullía en su propio interior, llámesele a esto vísceras, conciencia, sentimientos, sensaciones, lenguaje, etc. El poeta no era sino el puente tendido entre uno y otro recinto: lo de dentro y lo de fuera, lo de arriba y lo de abajo. En épocas de separación casi absoluta entre ambos, es lógico que el poeta fuera necesario para la sociedad. Era una especie de ingeniero de caminos, desbrozando los parajes salvajes por los que acabarían transitando la Historia y la conciencia. En el momento actual, sin embargo, lo de dentro y lo de fuera se han acercado mucho: apenas podemos distinguir el latido del corazón de la bocina de un automóvil, todo vive a flor de piel; además, la Historia y la conciencia ya son mayores de edad y saben (¿lo saben?) andar sin que les lleven de la mano. El poeta, por lo tanto, ya no es necesario para la comunidad, o lo es en tan escasa medida que no merece la pena ni que se comente. El poeta, sin embargo, empieza a ser cada vez más importante, en un proceso que eclosiona a partir del Romanticismo, para los individuos, es decir, para esa parte dentro de nosotros que no se resigna a ser sólo comunidad, para esa parte que decide tener una parcela de su vida no controlada directa o indirectamente por la comunidad. Frente a los otros saberes (la filosofía, la política, la medicina…), la poesía no se dirige hoy tanto a la sociedad como a cada hombre concreto. La Poesía es el ámbito de libertad más firme contra la contaminación y la colonización de nuestros espacios exteriores e interiores. Es lo esencial, y no porque sea una actividad sagrada, sino porque es lo más radicalmente propio, esa única botella que nunca se rompe por más virulenta que sea la pelea en el saloon y que es casi como si jamás hubiera estado allí.

―Sigues diciendo en el mismo texto: «La poesía es vivir a la intemperie; es también arrojarse al agua maniatados pero confiados en que alguien, que en mi caso he denominado Señor de la Tristeza, entienda lo suficiente de nudos y corrientes como para ponernos a salvo». Teniendo en cuenta que la concepción de lo sagrado que distingue tu obra no se basa de ningún modo en la recompensa, ¿de qué hay que salvarse y cómo se concilian intemperie y rescate?

Hay que salvarse de los prejuicios que la sociedad ha ido urdiendo a lo largo de la Historia. Empezando por los prejuicios religiosos. Todo prejuicio es la semilla de un fundamentalismo, y todo fundamentalismo es la muerte del individuo. Vivir a la intemperie es un lento proceso que consiste en ir deshaciendo los nudos que nos obligan a hacer nuestro camino arrastrando pesos muertos, los cadáveres que nos atan a los otros y lo otro. Cuando uno descubre lo que es, siempre se encuentra solo y en medio de la nada. Una mano y un hilo al viento, eso es todo. Esta es la salvación: uno frente a todos volando su cometa. No blandiendo un hacha o un libro de teología o de política o enarbolando con saña una estética determinada: sólo una cometa; una mano y un hilo y algo allá arriba cuyo dibujo apenas se distinga.

―La coherencia de tus planteamientos no descarta la contradicción, que no es más que el hecho de exponerse de modo radical ante el acto radical de existir. Así, si lo divino implica comunión con la naturaleza, en tu poema «El nombre de Dios. Krishna» (Libro de homenajes), la divinidad parece estar al margen de los intereses humanos. Y, por debajo de esta libertad y falta de compromiso que se da entre Dios y el hombre, percibo un latente desamparo y un reproche por este desentendimiento de fondo o suerte de irresponsabilidad divina hacia el hombre: «jugar ese es tu nombre y me has creado / por capricho por nada para hacerme / una broma […] / es igual que te escupa o que te bese». ¿Se puede decir que nuestra relación con lo sagrado se empobrece desde el mismo momento en que percibimos a la divinidad de forma personificada, no en nosotros, sino fuera de nosotros?

―Aunque mencione a Dios o a lo divino en algunos de mis textos, en realidad no sé a qué me estoy refiriendo. Si ya bastante extraño me siento cuando pronuncio casa o perro como dando a entender que sé de lo que hablo, imagínate cuando los términos son Dios o lo divino. Quizá nombrar a Dios sea intentar hacerle caer en la tentación de ponerse en contacto con nosotros, una triquiñuela ingenua e insensata. Y quizá la cometa sea el rostro de Dios, o mi propio rostro, o el rostro de la Historia, o una gran superficie en blanco, o el rostro del Tiempo. Lo importante no es de quién o de qué sea el rostro; lo importante es encontrar la manera de hacerse lo suficientemente fuertes, habilidosos y libres como para lanzarla al viento y gozar con sus cabriolas.

―Escribe con acierto el crítico Pedro Roso que en tu poesía «el tono meditativo y moral» está «corregido por la ironía». ¿Qué aporta la ironía a la trascendencia, que en tus libros, más que discutir, parecen complementarse?

―La ironía, en este contexto y en este sentido, es la facultad de hacer menos pesada la trascendencia, de echar lastre por la borda y de este modo hacerla más humana. Y la trascendencia es la habilidad de transformar la ironía de mero producto del ingenio en un reto para el espíritu, de una casa con vistas en un laberinto peligroso.

―Escribes que «lo divino se hace uno con nosotros cuando, sin renunciar a lo que somos, nos hemos metamorfoseado también en árbol y océano». Una de tus obsesiones poéticas está en liberarse de las amarras del yo. Muchos de tus poemas nos invitan a ser otras cosas y ellos mismos operan esta posibilidad. ¿Este estado de múltiple enajenación gozosa es privilegio del poeta o puede lograrse fuera de la escritura?

―En efecto, este «estado de múltiple enajenación gozosa» (expresión afortunadísima) es privilegio del poeta. Es una idea sobre la que ha escrito páginas muy lúcidas María Zambrano. Pero ¿puede lograrse dentro de la escritura? Te aseguro que cuanto he escrito intentando cercar esta experiencia se ha quedado muy lejos de la misma. Es más: apenas he logrado dar la impresión de que no era sino otra de las imposturas literarias a las que inevitablemente uno se somete cuando escribe. Fuera de la escritura claro que se puede conseguir: es el lugar natural para conseguirlo, y para ello no hace falta ser escritor. Basta estar vivo, plenamente vivo. La Poesía ayuda a llegar a este estado de plenitud, pero la escritura no es sino uno de los lugares en los que se aparece este fantasma. Una vez más, habría que decir que la Poesía es el puente entre el yo y las cosas y los seres. Gracias a ella, no sólo podemos participar de todo lo que existe y lo que no, sino que podemos mirarnos con sus ojos; no es igual mirarnos al espejo noche y día, gesto que define lo contemporáneo y que nos vuelve narcisistas y potencia nuestro yo, que mirarnos con los ojos que nos prestan los bosques, los barcos o las latas de cerveza. Es curioso y paradójico: la Poesía nos separa de la sociedad haciéndonos tomar conciencia de nuestra diferencia, de nuestra individualidad, para luego devolvernos a una comunidad de orden superior en donde toda diferencia queda abolida. Visto desde fuera parece un gasto de tiempo y de energía inútil: como una operación delicadísima que consistiera en extirparle a uno los ojos del mundo para implantarle los suyos propios en la que se invirtiera casi toda una vida, para luego, cuando ésta hubiera concluido con éxito, coger el mismo cirujano un punzón y dejarle a uno total e irreversiblemente ciego.

―No sólo tus poéticas, sino también tus poemas son, en gran medida, realizaciones fecundas de la necesidad de transformación, compuertas que permiten la fluidez de la identidad, contagiándose de lo otro. Sin embargo, tu poema «Las metamorfosis» (Libro de homenajes) parece acusar el exceso de fluidez y se convierte en una especie de vértigo imparable del tiempo cíclico que, lejos de crear plenitud, desconcierta. Es como si el pensamiento del occidental se sobrepusiera al del oriental, replicándole. ¿Qué significación tiene este poema en el conjunto de tu trabajo? ¿Supone la constatación de la falta extrema de autorreconocimiento o, simplemente, una forma más de abordar este asunto, respondiendo a tu tendencia de afrontar las cosas desde diversos enfoques?

«Las metamorfosis» es el poema que siento como centro de todo lo que he escrito hasta ahora, incluido mi último libro, todavía inédito. Cualquier persona en su vida cotidiana comprueba, por detalles pequeños a los que no está acostumbrada a dar importancia, hasta qué punto el tiempo no tiene fronteras. Nos han enseñado a pensar que el tiempo es fragmentable por esencia, cuando en realidad sólo lo es por utilidad. Aunque todos lo hacemos constantemente, pocos se dan cuenta de lo absurdo que es dar tijeretazos al agua. Cada día, sin embargo, tenemos pruebas de que el tiempo es más un remolino que una línea. Poe, en un cuento magistral, «Maelström», que recrearía con acierto Arthur C. Clarke convirtiendo al marinero en un astronauta, narra esta experiencia: estar atrapado en un remolino gigante que le precipita hacia el fondo y sobre cuyas espirales de agua, por encima y por debajo de uno, giran restos de naufragios anteriores; cuando el protagonista piensa que está todo perdido, y antes de quedar sepultado para siempre, el remolino comienza a llevarle hacia arriba y acaba depositándole en la superficie. El tiempo personal y el tiempo de la Historia giran y giran volviendo indistinto lo de arriba y lo de abajo, el cielo y los abismos, lo de antes y lo de ahora o lo de después, lo que soy y lo que no soy, la vida y la muerte, el yo y los otros, el hecho de navegar o el de naufragar… La experiencia de la metamorfosis no es la del cambio sino la de la simultaneidad: es darse cuenta de que uno es todas las cosas, o, dicho de otro modo, de que, reducidos a su esencia, no existe diferencia entre una montaña, una huella en la playa, una planta carnívora, un balón de plástico o un genio de la literatura. En un único punto está contenido todo el Universo; este punto, eso sí, está custodiado por el tiempo, el cual a veces lo confunde con una piedra, arma su honda con él y lo lanza hacia nosotros.

Tu noción de la tristeza no se corresponde tan sólo con el sentimiento de insatisfacción o desánimo. ¿De qué modo ilumina tu Señor de la Tristeza?

―Intenta abrir una ventana sin falleba y cuyos bordes están fuertemente unidos. La tristeza es ese hueco que nos permite meter los dedos y abrir la ventana. Una vez abierta podremos elegir entre hinchar los pulmones con aire fresco, hacer una escala y escaparnos por ella o arrojarnos de cabeza contra el pavimento. En cualquier caso, lo que la tristeza nos regala es la posibilidad de ser libres. Todos los sentimientos que ponen en cuestión lo que somos o lo que es son importantes; son como el asa de las maletas, hacen la vida más llevadera, pero también son como el hueco de las maletas: gracias a ellos podemos rellenarlas de cosas hermosas, necesarias e importantes.

Un rasgo esencial de tu poesía es su continua búsqueda de fusión de las cosas y los seres, una fusión cuerpo a cuerpo que tiende incluso a la abolición de las diferencias entre conceptos opuestos. Este contacto profundo encuentra su forma privilegiada en el amor, sobre todo en Semillas para un cuerpo. Entonces, ¿qué significación tienen estas líneas de tu poema «Introito» (Libro de homenajes) dentro de esta concepción de la plenitud: «Una cierta afición por la distancia / me define. Alejo todo / –o se aleja, no sé– para verlo en conjunto»?

―Para que la subjetividad sea creadora y fructífera debe aprender a pasearse por la objetividad, que no es el palacio de la Verdad y del Ser, como pretende la metafísica, sino la cornisa de lo que todavía no somos. Tomar distancia con lo que somos y de los que todavía no somos. Tomar distancia con lo que somos y con lo que nos sucede es ser objetivos tal y como yo lo entiendo. Los besos que sólo se dan boca contra boca, y no también a varios metros de distancia, no saben a nada y además, en el sentido profundo del término, no duran. La sensación de vértigo subsiguiente a esta experiencia es la prueba de que estamos vivos, es decir, de que somos algo más que un mero y pobre yo.

Una de las características más originales de tu poesía, que la diferencia de gran parte de la poesía española y, sobre todo, de la de tu generación, está en su capacidad de juego: el juego como impulsor del humor, por ejemplo, en la segunda parte de Los amores imposibles y el juego entendido como enriquecimiento vital. Esta segunda propuesta adquiere su mayor relevancia en las series «Poemas para sorprenderme escribiendo poemas» (Mi enemigo) y «De lo que nos llevaríamos a una isla desierta» (Libro de homenajes). ¿Es el juego la expresión más dúctil y feliz de la trascendencia?

―Se suele decir que sin juego no existe creación posible. Yo desarrollo esta imagen en mi poema «El nombre de Dios. Krishna». Pero aún quisiera ir más lejos: sin juego no existe experiencia posible. Huizinga, Caillois y Gadamer, entre otros, han reflexionado sobre la condición esencialmente lúdica del hombre. La guerra, el amor, los negocios, el arte, todo es juego, lo importante será, una vez determinado este axioma, ver cada cual qué parte de reglas impuestas desde fuera acepta para su juego, para su vida, y qué parte se inventa él. El reglamento propiamente dicho resultará de la suma de lo impuesto y lo inventado. Renunciar a cuestionar lo que viene de fuera y a elegir lo que a uno más le conviene, o renunciar a crearse uno mismo nuevas normas, es renunciar al juego, que es renunciar a la conciencia, al hecho de ser hombres o, como diría Max Scheller, a nuestro puesto en el cosmos.

―Tu poesía está sumergida en cierta dimensión mítica. ¿Qué pierde la poesía al emerger del mito y alejarse de él? ¿Qué aporta la razón al mito en el poema?

La Poesía proporciona el marco donde desarrollar y estructurar mitologías personales. No deben ser tan personales, sin embargo, como para que queden cerradas para el lector, el cual debe poder visitarlas con provecho e incluso quedarse a vivir en ellas si así le apeteciera. Deben ser fruto del yo que se expande en busca de lo que no es yo, o del yo que se contrae hasta el punto de ser menos que yo, pero nunca del yo autocomplaciente y narcisista al que le horroriza el vacío, ese lugar donde no está él, el último de los lugares, por tanto, al que le gustaría ir. La mitología tradicional nos proporciona una red de símbolos hermosa y profundamente desarrollados que nos pueden ayudar mucho en la búsqueda de esta mitología personal en que consiste la poesía y la vida del poeta.

Refiriéndote a los poetas de la Secta baul de Bengala, nos informas de que «la poesía es para ellos una forma de ser, no de aparentar». La asimilación de ciertas claves del pensamiento oriental por parte de tu poesía es evidente. Pero yo siento leyendo tus textos teóricos que tu experiencia personal en la India te ha revelado una nueva actitud de ser poeta. ¿De qué debería desprenderse el poeta occidental y qué nueva actitud –no sólo ante su poesía, sino personal ante su sociedad– debería asumir para que la creación poética en el llamado mundo moderno pudiera ir más allá de un dudoso prestigio o de un éxito efímero, y propiciar verdaderamente la posibilidad de una transformación interior del hombre?

―Creo que esta pregunta ha quedado contestada de un modo o de otro anteriormente. Me gustaría añadir que el mundo occidental debe abrirse mucho más al oriental si quiere enriquecerse, completarse y encontrar claves para salir de muchos atolladeros en los que se encuentra. ¿Cómo? Campbell, Eliade, Watts, Radhakrishnan, Coomaraswamy y otros han dado mejores respuestas de lo que yo sería capaz de hacer. La poesía, por supuesto, debe estar a la vanguardia de este acercamiento.

―Tu poema «Pecera en un restaurante chino», que cierra Libro de homenajes, denuncia el rechazo de cualquier modo de trascendencia por parte de los poetas de tu generación. Así, tu poema se constituye en una crítica y en una decepción. ¿Realmente es justo generalizar? ¿Qué echas de menos en la poesía más joven y qué poeta o aspectos de ella sientes más cerca de ti?

―Me fastidia que el mero dominio de una serie de recursos técnicos y de un determinado lenguaje le otorguen a uno el título de poeta. Ambas cosas son hoy por hoy demasiado fáciles de conseguir como para darle mayor importancia. Escribir poemas correctos está actualmente al alcance de cualquier persona con un mínimo de educación y de gusto. Lo que echo de menos no es tanto la trascendencia como la tensión. No le pido a nadie que ponga los ojos en blanco y se ponga a levitar, pero sí le pido que si decide que levitar es imposible e indeseable, que se ponga a pesar como el plomo, y si decide que levitar es posible y deseable, que aprenda la liviandad de las plumas. Si el poeta no se tensa y se dispara hacia lo que sueña, ¿qué es? Probablemente, como diría José María Parreño, sólo un chico aplicado, pero nunca un artista de verdad. Para muchos, la Poesía se ha convertido en una materia de estudio, en un mérito académico o social más, dejando de ser una disciplina cuyo dominio exige el compromiso integral del hombre: un conocimiento, no una sabiduría.

Es la primera vez que publicas haikus. ¿Es esto una experiencia esporádica o supone, al menos, un atisbo de cambio en tu escritura?

Mi escritura debe registrar los cambios que se operan en mi interior. Cada libro debe ser, por tanto, distinto. Pero mi escritura debe registrar la unidad que simbolizo: no la que soy, sino la que a través de mí obtienen todas las cosas. Luego todos los libros acaban siendo el mismo libro. Si un libro mío no es distinto, en cuanto a la forma y los ritmos y en cuanto a los temas, que los otros, siendo simultáneamente el mismo libro, siempre el mismo, siento que he fracasado; peor, que me he traicionado. 

Carmona-Málaga, marzo de 1995

Publicado en Palimpsesto nº 10 (Carmona, 1995).