miércoles, 11 de abril de 2012

EN DEFENSA DE UN RESCATE

La conciencia y mentalidad despejadas de María Kodama han permitido, para disfrute de los lectores de Borges, la edición en Seix Barral del segundo libro de ensayos del argentino, titulado El tamaño de mi esperanza, libro que el propio Borges condenó al olvido, prohibiendo su reedición. Esta decisión de publicar completo El tamaño de mi esperanza desbarata las inanes y estúpidas controversias que venían hace tiempo suscitándose alrededor de éste y otros libros de Borges, víctimas del arrepentimiento de su autor. Volver aquí sobre esta vieja polémica, que consiste en la licitud e invalidez moral de publicar una obra que su autor por cualquier motivo repudia, sería entrar en un debate manido cuyas contrarias postulaciones nunca se reconcilian. En todo caso, no debemos olvidar que cualquier página impresa que alguna vez autorizó su firmante, pertenece, desde ese momento, más a quien la lee que a quien la escribió, siempre que no se olvide, como parecen hacerlo los detractores de María Kodama, que el instrumento fundamental de un lector no es la simplicidad, sino la atención. Y, por esto mismo, un lector despierto, como se le supone a Borges, jamás incurrirá en desvincular estas obras del tiempo en que se escribieron y tampoco ignorará la injerente arbitrariedad que todo escritor proyecta sobre su propia obra y que, a veces, le conduce a juzgarla con excesiva injusticia, exceso que suele colindar con el capricho o con un insufrible rigor. Dicha arbitrariedad acompañó a Borges durante toda su vida y no sólo influyó en las consideraciones sobre su propia obra, sino sobre las de los demás. En este sentido, escribe muy acertadamente Octavio Paz: «No fue ni imparcial ni justo; no podía serlo: su crítica era el otro brazo, la otra ala, de su fantasía creadora. No fue buen juez de los otros. ¿Lo fue de sí mismo? Lo dudo»[1]. Esta misma duda debió rondar al escritor argentino cuando, al cabo de muchos años de la primera edición de El tamaño de mi esperanza, hizo que levantaran la veda a una parte de este libro, inclinándose por su publicación, como señala María Kodama en la nota preliminar, en la colección francesa La Pléiade. Como puede comprobar cualquiera que se adentre en estas páginas, éstas no son sólo útiles porque le ayuden a la crítica a completar la imagen literaria del argentino, ubicando este libro en el desarrollo creador de Borges, sino porque su lectura le garantiza un irreprimible placer. Con estas dos últimas palabras quiero subrayar que no estamos ante un libro donde el especialista o el pertinaz seguidor de Borges registre curiosidades en este o aquel renglón o insustanciales variantes de un concepto, sino que, sobre todo, El tamaño de mi esperanza constituye ya el friso casi completo de las ocupaciones literarias de Borges, en las que reincidirá en sus siguientes libros de ensayos e, incluso, en sus poemas y cuentos. Así pues, la multiplicidad de intereses y su amplitud de miras son la base sobre la que se sostiene esta miscelánea de ensayos.

Uno de estos intereses, sobre el que Borges jamás desfallecerá su atención, está en el gusto del argentino por el mundo criollo en su vertiente literaria. El texto que abre el volumen, y que le da su título, supone una especie de declaración de principios y un ejercicio entusiasta por redefinir el concepto fundamental de criollismo, pasando para ello revista a diversos autores y episodios históricos de la Argentina del siglo XIX y comienzos del XX. Sin embargo, a pesar de la abundancia de referencias, el texto es más una proclama que un ensayo propiamente dicho. Borges casi se ocupa más de tomar posición sobre este asunto que analizarlo. De ahí su tono algo rimbombante y engreído, propio de la exaltación juvenil que le embargaba y de su segura y desbordante imaginería intelectual. Las primeras líneas de este texto recuerdan aún al Borges vanguardista, debido al tufo de manifiesto que emiten, pero distinguen claramente al criollo del gringo: «A los criollos les quiero hablar: a los hombres que en esta tierra se sienten vivir y morir, no a los que creen que el sol y la luna están en Europa. Tierra de desterrados natos es ésta, de nostalgiosos de lo lejano y lo ajeno: ellos son los gringos de veras, autorícelo o no su sangre, y con ellos no habla mi pluma. Quiero conversar con los otros, con los muchachos querencieros y nuestros que no le achican la realidad a este país». Si el contenido se aleja de los dominios temáticos vanguardistas, la escritura del texto delata todavía algunos tics expresivos y frecuentes imágenes, cuya descarada influencia procede de Gómez de la Serna: «¡Bendita seas, esperanza, memoria del futuro, olorcito de lo por venir, palote de Dios!». Estos rasgos primerizos que desaparecen ya en otros ensayos de este mismo libro para dejar paso a la sólida sobriedad del estilo borgiano, se combinan con formas expresivas criollas que, si en este texto podemos hallarlas dispersas, en «El Fausto criollo» Borges lleva a cabo todo un derroche de expresiones autóctonas, haciendo de su conocimiento un imparable alarde. Este bombardeo expresivo se impone al supuesto análisis de la obra de Estanislao del Campo y, cara al lector de hoy fundamentalmente, dicha opción verbal resulta un malabarismo antes que una necesidad. Es el empleo de este vocabulario, señala María Kodama y uno fácilmente lo acepta, el motivo fundamental que incitó a Borges a renegar de este volumen. En el último ensayo de Discusión (1932), titulado «El escritor argentino y la tradición», encontramos esta declaración inequívoca de Borges que refuerza la opinión de María Kodama: «Durante muchos años, en libros ahora felizmente olvidados, traté de redactar el sabor, la esencia de los barrios extremos de Buenos Aires; naturalmente abundé en palabras locales, no prescindí de palabras como cuchilleros, milonga, tapia, y otras, y escribí así aquellos olvidables y olvidados libros». Sin embargo, volviendo al texto inicial de El tamaño de mi esperanza, encontramos en él otra de las características más perdurable y hondas de la obra de Borges: su encomiable esfuerzo por poner en contacto a autores muy disímiles entre sí y de distintas culturas. Esta tendencia cosmopolita influye con evidencia en su concepción del criollismo que, en ningún caso, desemboca en el estrecho ámbito de lo local: «No quiero ni progresismo ni criollismo en la acepción corriente de esas palabras. El primero es un someternos a ser casi norteamericanos o casi europeos, […] el segundo, que antes fue palabra de acción […] hoy es palabra de nostalgia […] Criollismo, pues, pero un criollismo que sea conversador del mundo y del yo, de Dios y de la muerte». Este propósito de acercamiento lo lleva a la práctica Borges con diferentes modos y desde varios aspectos. Así, en «Reverencia del árbol en la otra banda», Borges, en un delicioso y sugestivo ensayo, compara el tratamiento que hace del árbol la literatura uruguaya y la visión que de éste dejó el mundo griego clásico. Para estos autores antiguos, un árbol no pasa de ser un objeto decorativo, un elemento asociado al deleite de la vacación. Sin embargo, la visión de los escritores uruguayos, según Borges, resulta mucho más penetrante y rica, ya que el árbol es, a la vez, objeto de descripción y sujeto de alabanza. Esta segunda dimensión mítica convierte al árbol, por su intrincado ramaje, en la imagen que simboliza el ámbito de lo conflictivo y lo dramático. La visión contrasta con la del arrabal bonaerense y el espacio abierto de la pampa, a cuyos ámbitos, en «La pampa y el suburbio son dioses», Borges concede el rango de lo sagrado, expresando así su extraordinario fervor por estas áreas del mundo argentino: «Dos presencias de Dios, dos realidades de tan segura eficacia reverencial que la sola enunciación de sus nombres basta para ensanchar cualquier verso y nos levanta el corazón con júbilo entrañable y arisco, son el arrabal y la pampa». La geografía y su ambiente son elevados aquí a categorías míticas, impregnados del aliento metafísico con el que Borges, ya en el primer texto del volumen, quiere infundir a la ciudad de Buenos Aires. Al sentimiento de amplitud, inherente a la pampa, Borges añade el de intimidad. A pesar de que el escritor argentino apoya sus ideas en versos u opiniones de otros autores, este texto va más allá de la mera erudición literaria y transpira la emoción personal de Borges, su temblor humano cuando se refiere al arrabal y a la pampa. El poeta recurre, por ejemplo, a versos de Ascasubi para ilustrar su amor por esta parte de la vida argentina y sale al paso de la decepción que a Darwin le produjo el descubrimiento del paisaje pampeano. No obstante, el arrabal, según Borges, es un símbolo de la espiritualidad argentina, que debe aún completarse, aunque ya cuente con algunos válidos portavoces que han iniciado esta labor, como Roberto Arlt. La visión literaria del arrabal se profundiza en el ensayo «Carriego y el sentido del arrabal», donde Borges señala una de las aportaciones de Evaristo Carriego a la poesía del suburbio. Así, al consabido sentimiento de valor y coraje, Evaristo Carriego incorpora el de la piedad, que Borges ilustra con unos versos de éste, afines al pudor del propio Borges, a la tersura de su dicción poética y a su gusto por los ocasos. La vinculación que para Borges hay entre Carriego y el arrabal es tan estrecha que ambos son ya una misma cosa. Esta función nos permite ver con claridad cómo Borges vive antes en la literatura que en la realidad vital de un entorno cualquiera. Borges no va de la realidad a la literatura, sino al revés, siendo ésta la que le permite descubrir aquélla. Seguramente que a más de un lector borgiano le extrañe esta afición trascendental por el violento ambiente arrabalero. La sobreestimación que el autor argentino da a dicho mundo y a los autores que lo reflejan no deja de chocar, sobre todo a quienes estamos tan lejos de esa variopinta realidad y el fervor de Borges no llega a convencernos de la importancia vital y literaria de este ámbito de la cultura argentina. Si en «El Fausto criollo» la exageración de Borges proviene de los usos expresivos, en «La pampa y el suburbio son dioses», tal exageración nace de su exultante contenido, cuyas desmedidas argumentaciones pueden acaso conmovernos pero nos impiden el asentimiento. De ahí que algunos lectores, como me ocurre a mí, se acuerden al respecto con estas, a mi juicio, atinadas observaciones de Octavio Paz: «Sufrió también la atracción hacia la América violenta y oscura. La sintió en su manifestación menos heroica y más baja […] Su admiración por el cuchillo y la espada, por el guerrero y el pendenciero, era tal vez el reflejo de una inclinación innata. […] Fue quizá una réplica vital, instintiva, a su escepticismo y a su civilizada tolerancia»[2]. No obstante, estos reparos raramente rebajan el disfrute de estos escritos, ya sea por el limpio trazo de sus líneas, ya por la sugerente habilidad imaginativa de sus argumentos que si, como digo, sus razones no nos convencen, sí lo hace la fuerza estética de su exposición. La variedad de enfoque con que Borges abordó durante toda su obra el mundo criollo, en este volumen empieza ya a notarse. Así, a los textos aludidos, enriquecen la visión criolla de Borges dos ensayos, de algún modo, complementarios: «Las coplas acriolladas» e «Invectiva contra el arrabalero». En el primero, Borges relaciona la copla criolla y la española, y establece sutilmente algunas distinciones entre ambas, buscando con ello volver a demostrar la sensibilidad propia del criollo. En este sentido, Borges ofrece variantes argentinas de coplas populares de la península. Las mayores diferencias entre unas y otras están en el espíritu menos ensañador de la copla criolla respecto al de la española, así como en los planteamientos sentenciosos de las mismas. Escribe Borges que «al acriollarse, la copla sentenciosa española pierde su envaramiento y nos habla de igual a igual, no como el importante maestro al discípulo». Parecidas diferencias alcanzan a los refraneros español y criollo, estando éste más aligerado de dramatismo y más cargado de sorna. El texto, en definitiva, le vuelve a permitir a Borges definir su concepción del criollismo, resumida en «una alegría y descreimiento especiales», y a apostar decididamente por la visión cosmopolita de la cultura. Este cosmopolitismo se reitera en el segundo de los ensayos antes aludido, en el que Borges cuestiona sin tapujos la validez de la jerga arrabalera, denominada lunfardo, cuya pobreza de significaciones no es nunca abolida por su proliferación de sinónimos. Dicha proliferación viene dada fundamentalmente por la condición de lenguaje oculto del lunfardo, habla típica de matones y pendencieros. Esta pobreza intrínseca se corresponde con la de la germanía, habla de los rufianes españoles de los siglos xvi y xvii, que sólo ha aportado al castellano un puñado de palabras que Borges anota, y que para los que no estamos avezados en etimologías y trasvases lingüísticos, nos resulta curioso comprobar que vocablos como «reclamo», «tapia», «avizorar»…, tan habituales en el castellano actual, provengan de estos turbios mundos suburbiales, tan bien recreados por Cervantes, Quevedo y Mateo Alemán.

Estas reflexiones lingüísticas se hacen más abarcadoras en «El idioma infinito» y «Palabrería para versos». En estos ensayos, Borges insiste y amplía su idea de que la abundancia de sinónimos no implica mayor riqueza idiomática ni tampoco la banal constatación de que dicha riqueza sea directamente proporcional al número de voces que tenga un idioma. Para Borges, la riqueza de una lengua está en su capacidad de reproducir el mayor número posible de representaciones de la realidad. Se trata, pues, de ensanchar la lengua para poder dar cabida a nuevas ideas y de buscar su mayor grado de flexibilidad, para que en un mínimo de forma quepa un máximo de significación. Esta aspiración teórica está de manera práctica en la obra creativa de Borges y constituye uno de los logros centrales de su escritura, cuya búsqueda la encontramos en estos ensayos, en los que Borges pretende, sobre todo, abrir las posibilidades expresivas de fondo del español y no conservar a ultranza purismos gramaticales que no siempre ayudan a dicha apertura. El afán por ajustar el nombre al concepto o a la cosa percibida le hace pisar el dudoso umbral de la utopía, utopía que él mismo reconoce cuando contempla la posibilidad de crear expresiones distintas para el trozo de luna rosada que vio en un sitio y el redondel amarillo que vio en otro. Dos percepciones distintas de la luna que exigirían, por tanto, adecuaciones expresivas diferentes. El interés de estas ideas reside, sobre todo, en que nos descubren el grado de exigencia creadora del joven Borges y su intención de dinamizar el idioma, cosa que, sin duda, logró en su obra. Borges, en efecto, no aporta invenciones verbales, pero sí un cuidadoso trato lingüístico que le permite singularizar su expresión, dando un tono inconfundible a su escritura. Escribe Octavio Paz que «Borges no fue realmente un pensador ni un crítico: fue un literato, un gran literato»[3]. Siendo benévolo con la ambigüedad de esta frase, que demanda mayor precisión sobre lo que Octavio Paz entiende por pensador, crítico y literato, en efecto, Borges pudo no ser un pensador en el sentido más original y estricto del término. Es decir, el argentino tal vez no aportó nuevas ideas a la teoría literaria ni analizó en bloques, desde renovados presupuestos conceptuales, el devenir de cualquier literatura. Sin embargo, sí fue un pensador y un crítico en la acepción probablemente más eficaz para un creador, y que se exhibe en la sugerente capacidad de relacionar obras y autores, e incluso aspectos determinados de obras, a priori, muy alejados entre sí y cuyo esfuerzo por contactarlos desentumece las referencias comunes de la historia de la literatura, enriqueciendo, de este modo, la idea borgiana de que la lectura también es creación. Esto que acabo de indicar retrata la actividad de Borges como ensayista y, por tanto, como pensador y crítico. Si, como creo intuir, en la frase de Octavio Paz, Borges no desarrolló una visión propia y sistemática de la literatura, sin embargo, asimiló extraordinariamente aquellos conceptos que le resultaron más cercanos a sus gestos estéticos, elaborando una manera personal de leer las obras, que aprovechó incluso para su escritura. Este trasvase de la teoría a la práctica se percibe con total nitidez en el ensayo, para mí, más lúcido y redondo del libro, y que más directamente se relaciona con su ejecución literaria, titulado «La adjetivación». El texto, además del interés intrínseco que el tema suscita, atrae de manera especial porque una de las aportaciones literarias de Borges está en la precisión sorprendente de su adjetivación, que ensancha el sentido del sustantivo y, de este modo, le hace hablar de manera renovada y sugerente. La médula central del texto está en el recorrido que Borges hace respecto del tratamiento que, según las épocas, se le ha dado al adjetivo. Así, comenta la obviedad de los adjetivos homéricos que, lejos de añadir algo al sustantivo, más bien lo redundan. Borges sale al paso de los criterios de Pope y de Gourmont. El primero opina que los adjetivos homéricos tenían una intención sagrada y, por tanto, no era lícito modificarlo en nombre de la creación poética. El segundo mantiene la idea de que todo lenguaje se desgasta, perdiendo, con el tiempo, el gas propio de la novedad. Sin embargo, Borges no se conforma con esas explicaciones y opina que el adjetivo no suponía un motivo de preocupación estética, como tampoco lo son «las preposiciones personales e insignificantes partículas que la costumbre pone en ciertas palabras y sobre las que no es dable ejercer originalidad». Esta inercia creadora del adjetivo llega incluso a la poesía de fray Luis de León, ya que para el argentino es inconcebible creer en la ingenuidad del poeta castellano. Sin embargo, en los últimos trescientos años, el adjetivo se convierte en un impulsador de sentido del sustantivo, no en su remedo. «Los poetas actuales según Borges hacen del adjetivo un enriquecimiento, una variación; los antiguos, un descanso, una clase de énfasis».

Otro elemento técnico de la creación en el que se detiene Borges es la rima. Aquí, como en otras muchas ocasiones, el objeto de reflexión elegido no es en absoluto novedoso y, tal vez, tampoco lo sean las argumentaciones del argentino para rechazar la rima en el poema. Sin embargo, sus razonamientos, que parten de un texto de Milton, poseen esa limpieza expositiva, propia de quien interioriza sin paliativos una argumentación hasta que consigue hacerla suya. En «Milton y su condenación de la rima», ensayo al que me vengo refiriendo, Borges cimenta su rechazo de la rima en tres argumentos: el histórico, con el que recuerda literaturas que no usaron la rima; el hedónico, con el que manifiesta el burdo placer que supone oír sonidos semejantes de manera regular y que nada sustancial añaden al poema: «¿Qué gusto puede ministrarnos escuchar flecha y saber que al ratito vamos a escuchar endecha o derecha? Hablando más precisamente, diré que esa misma destreza, maña y habilidad que hay en ligar las rimas, es actividad del ingenio, no del sentir, y sólo en versos de travesura sería justificable»; y el intelectual, sobre el que se sostiene el razonamiento menos subjetivo y más poderoso de los tres para no aceptar la rima. Según este argumento, la rima impide la libertad del discurso pensante del poema, condicionándolo de manera decisiva. Esta red de ecos, que es en definitiva la rima, enreda al pensamiento en su fluir y hasta puede llegar a atraparlo, si el poeta busca hacer de la rima malabarismos sonoros, juntando palabras de difícil coincidencia consonántica, debido a la escasez de éstas. Para evitar estos superfluos alardes, Borges opta, en todo caso, por la rima de palabras frecuentes o de terminaciones verbales, rebajando así la importancia de la rima en el poema y considerándola como una simple apoyatura memorística, que es, en definitiva, lo que Borges lleva a cabo en su poesía de madurez. Esta concepción de la rima deshace, a mi entender, la posible contradicción o evolución que, sobre este asunto, puede haber entre el joven Borges y el maduro. El predominio del soneto en la obra del argentino nos revela, en efecto, su alejamiento de las vanguardias y su gusto por las formas acabadas y clásicas. Pero su elección del soneto se debe, sobre todo, a que se presta a ser recordado con facilidad. Aquí, la rima suele pasar desapercibida por la usual soltura coloquial de los sonetos borgianos y sus recurrentes encabalgamientos, que salvan a muchos de éstos del sonsonete machacón, que, a veces, estorba y distrae del mismo contenido. Los argumentos de Borges me parecen más convincentes que los que a favor de la rima arguye Joseph Brodsky, que resultan atractivos al principio, pero poco convincentes una vez pasado por el filtro de la reflexión. Según el poeta ruso, «es el principio de la rima el que nos permite sentir esa proximidad entre entidades aparentemente dispares. Todas las combinaciones que realiza nos suenan tan verdadera porque riman»[4]. Encontramos, pues, a Borges apartándose del espejismo seductor que configura este recurso fónico y buscando, cada vez con más ahínco, esa naturalidad y autenticidad del decir, que tan apacible hacen que suene su poesía de madurez.

En esta dirección se orientan sus consejos sobre la importancia de usar palabras que sean fieles a las vivencias del poeta. Borges desarrolla esta última propuesta en «Profesión de fe literaria», ensayo que cierra el volumen. Si en «El tamaño de mi esperanza» establece su posición ante el criollismo, en «Profesión de fe literaria» resume su credo estético. Ambos ensayos nos dan la moneda total, cuya imagen es Borges en los años veinte, pero un Borges no petrificado, sino cambiante, ya en transición hacia sus planteamientos estéticos de madurez. «La Aventura y el Orden» refleja bien el estado intelectual intermedio entre ésta y su juventud. En este ensayo, de expresión algo presuntuosa y altisonante, Borges pone en la balanza de sus reflexiones dos actitudes de la creación artística muy presentes en el debate literario de aquellos años: la del riesgo inventivo y la que propone la continuidad de una tradición. Así, aventura y orden pesan casi por igual en la valoración del argentino: «A mí me placen ambas disciplinas, si hay heroísmo en quien la sigue». Las titubeantes divagaciones del texto, le dan a éste un aire de poca firmeza, que descubre la paulatina transformación de los gustos borgianos. En este sentido, si por un lado aún acepta que la aventura literaria es factible y puede ser digna de encomio, por otro confiesa que «el individuo puede alcanzar escasas aventuras en el ejercicio del arte», aproximándose con esta última opinión a su posterior descreimiento de las vanguardias. En este mismo ensayo aparece también una opinión sobre el ultraísmo, movimiento que todavía no desacredita: «El ultraísmo […] no fue un desorden, fue la voluntad de otra ley». Esta consideración de algunas vanguardias se reitera en la lectura que Borges lleva a cabo de un libro de Oliverio Girondo, Calcomanías, en la que resalta el buen gusto y acierto de este último en la construcción de algunas imágenes y metáforas no ajenas al influjo de Gómez de la Serna, y que no va más allá del impacto y la ocurrencia. Yo dudo de que el Borges de los años siguientes siguiera elogiando estos poemas de Girondo, debido, sobre todo, a la extravagancia con que, para muchos lectores de hoy, estos ejemplos que cita Borges se nos presentan, extravagancia que se perfila más aún si juzgamos dichas imágenes y metáforas a la luz de los criterios estéticos del Borges maduro. Este comentario sobre Girondo está insertado en «Acotaciones», título que agrupa otros comentarios a libros de varios autores que, lejos del análisis profundo, no pasan de constituir apuntes, a veces, farragosos y, otras, verdaderamente despiertos. Creo que lo más interesante de esta serie está en aquellos trazos que pueden ser indicios de actitudes estéticas del argentino, más que en el comentario mismo de cada obra. En contraste con el fervor que Borges ha demostrado en su madurez por la poesía de Lugones, especial interés ofrece la lectura de su Romancero: comentario mordaz, lleno de ironía y que, incluso, no renuncia a la ridiculización. Por ejemplo, cuando se refiere a las rimas aparatosas y artificiales, así como a las metáforas del mismo corte. Borges, aquí, arremete contra el modernismo crepuscular y hueco, mostrando, a pesar de su agresividad, una indudable lucidez crítica. El lenguaje de esta serie vuelve a ser sofocante e, incluso, de mal gusto en el empleo de algunas expresiones. Así, por ejemplo, escribe «dialogizan» en vez de «dialogan». La misma lucidez y mordacidad emplea al desarmar dos versos de Cervantes en «Ejercicio de análisis» y en «Examen de un soneto de Góngora». A pesar del rigor didáctico de ambos textos, subyace en ellos la irrefrenable afición de Borges por la polémica sofista. El lector intuye que, con la misma habilidad erudita con que Borges puede desbaratar la supuesta solidez de un poema, también sería capaz de defenderlo con parecido poder de convicción. Esta tendencia lúdica del argentino la contempla de modo muy penetrante Ernesto Sábato[5]. Borges nos enseña a leer y a sacudirnos cualquier tipo de distracciones pero, al mismo tiempo, juega con nosotros, dándonos, a veces, a entender que las conclusiones tajantes e inflexibles de poco sirven y que, por tanto, prefiere modelar ante el lector seductoras construcciones de razonamientos antes que implacables verdades, que no dejarían de ser también, en última instancia, ficticias. Y es, precisamente, esto último lo que Sábato reprocha a Borges: la falta de interés de éste para conseguir una verdad desnuda de retórica. Esta verdad desnuda, para Sábato, aparece intermitentemente en la poesía de Borges, no en sus relatos y ensayos. Creo, de todos modos, que el texto titulado La balada de la cárcel de Reading habrá tenido que satisfacer las exigencias de autenticidad del novelista ya que, en este texto, Borges destaca en Óscar Wilde, precisamente, la sencillez sintáctica y métrica, así como la naturalidad expresiva del poema del irlandés. Este poema supone para Borges un modelo de poesía auténtica, a salvo de los adornos y florituras del Wilde simbolista y decadente. Muchos años después, en «Sobre Wilde» (Otras inquisiciones, 1952), insiste en su admiración por el escritor irlandés pero, a mi juicio, el texto primerizo es más hondo que este último, que no pasa de ser una nota, punzante e ingeniosa, de las muchas que Borges escribió en su madurez a modo de prólogos. La balada de la cárcel de Reading es un alegato a favor de la obra más duradera de Wilde y una justificación perspicaz de su conversión personal, que Borges cree reflejada en dicho poema.

Como apunté al comienzo, El tamaño de mi esperanza recoge muchas de las inquietudes temáticas de Borges y sus singulares maneras intelectuales de enfocarlas. Efectivamente, todavía no encontramos aquí su central y reincidente preocupación por el tiempo, pero sí su asombrado gusto por los mundos imaginativos de la teología, aunque aún, en «Historia de los ángeles», Borges no aborde este tema desde su aspecto puramente metafísico. en este texto se hace un recuento profuso de la variedad de ángeles y de su consideración en las distintas religiones y literaturas, desde la hebrea, en que los ángeles son estrellas, hasta fijarse en versos de Jáuregui, Góngora, Lope de Vega, Juan Ramón Jiménez…, pasando por los ángeles cristianos, musulmanes y la Cábala. El ensayo, más que llevar a cabo un desarrollo sesudo del tema, adopta un aire juguetón e, incluso, aflora en él una ligera y tierna ironía. Resulta curiosa la afirmación de Borges de que de tantos engendros surgidos de la imaginación humana (monstruos, tritones…), sólo la figura del ángel pervive aún. Por lo mismos años en que Rafael Alberti componía Sobre los ángeles, el argentino se daba a estas vaporosas cavilaciones, que adelantan su preocupación por temas de tipo teológico. «Historia de los ángeles» es el anverso de un ensayo que publicará más tarde en Discusión (1932), bajo el título de «La duración del Infierno», donde Borges pasa revista a los diversos infiernos que ha imaginado el hombre.

Por todo lo dicho, El tamaño de mi esperanza, a mi entender, no debe aislarse, bajo ninguna excusa, de la trayectoria literaria del genuino lector que fue Jorge Luis Borges, sino que, a partir de esta nueva edición, participa activa y normalmente de las contradicciones y fidelidades que recoge la obra borgiana.

[1] Octavio Paz, «El arquero, la flecha y el blanco (Jorge Luis Borges)», en Convergencias (Barcelona, Seix Barral, 1991).

[2] Op. cit.

[3] Op. cit.

[4] Joseph Brodsky, «Sobre “September 1, 1939” de W. H. Auden», en La canción del péndulo, versión española de Juan Gabriel López Guix (Barcelona, ed. Versal, 1986).

[5] Ernesto Sábato, «Los dos Borges», en El escritor y su fantasma (Círculo de Lectores, Barcelona, 1994).

Publicado en Cuadernos Hispanoamericanos, nº 532 (Madrid, octubre de 1994).