viernes, 4 de noviembre de 2011

DOS POETAS ESPAÑOLES DE HOY

Mi labor no es la del crítico al uso que ordena, interpreta –a veces hasta decide– tendencias, estilos, generaciones. No sabría llevarla a cabo. Además, desconfío de esas listas, sobre todo de las que se centran en el presente inmediato, por la poca distancia y los muchos intereses, voluntarios e involuntarios. Sin ir más lejos, algunos poetas de cierta edad y obra dilatada preparan cada tanto una antología de poetas jóvenes. Uno de sus motivos, según sospecho, podría venir del temor a dejar de ser una referencia y no seguir en el candelero. Esas antologías suelen proclamar posibles cambios de rumbo, cambios que rara vez se producen, debido al breve espacio de tiempo que dista entre una compilación y otra. En verdad, se trata antes de huir de la quema de un discurso agotado que de captar cualquier matiz novedoso.

Al hilo de esta confusa proliferación de autores noveles y al prematuro prestigio de algunos, se ha extendido una opinión autocomplaciente sobre la poesía española de las últimas décadas, a todas luces injusta y paralizante. En efecto, se publican en España más libros de poemas que nunca. Sin embargo, las editoriales de poesía, por lo general, al fomentar demasiados premios literarios, escudándose en subvenciones económicas, han dejado en manos de los jurados, en mayor o menor medida, el criterio de sus colecciones. El resultado es el de obras mediocres cuando no insignificantes que por turno se premian entre sí los poetas que controlan el cotarro y que, con frecuencia, ya tenían algún libro en la editorial convocante. Pero no quisiera cometer la injusticia de echar toda la culpa de la pobreza de la poesía española actual a la falta de independencia y rigor de ciertos editores de peso. Ellos, al fin y al cabo, son productos de un ambiente y no los principales responsables del nivel de una época. Creo que el nivel medio de un periodo determinado lo marcan sus poetas notables que, cuando no aparecen, la exigencia creadora baja considerablemente.

Los caminos de la poesía española de los últimos veinte o treinta años son numerosos. Pero de esta variedad han surgido, a mi modesto entender, muy pocos poetas auténticos, poetas que justifiquen una corriente en vez de ser justificados por ella y conciban cierta línea de la tradición como un punto de partida no de llegada para alcanzar un mundo propio que se nos imponga de pronto, sin excusas teóricas. A mis 43 años siento que es hora de no conformarme con cualquier cosa y, por consiguiente, empezar a perder el prurito de estar al día de libros anodinos por trillados y triviales, que no soy capaz de terminar. Llega un momento en que el lector, al igual que el poeta, debe elegir su propio camino, vaya o no vaya solo por él. Poco a poco, aprendo a esperar a esos poetas que, al darme conciencia de la precariedad e indefensión humanas, me acompañan y alivian extrañamente de ellas. Unos poetas me llevan a otros a través de oscuras intuiciones y necesidades profundas que parecen sólo parecen casualidades. Sus obras no tienen por qué compartir una misma visión del mundo, ni un mismo tono, ni una misma época. Su autenticidad reside, para mí, en esa coherencia interna en que fondo y forma se influyen mutuamente, convenciéndome de que no pueden ser de otro modo del que son. Dicha coherencia a partir de la cual una obra se distingue de otra al adquirir un carácter singular le falta a casi todos los poetas españoles del momento. Vengan de la corriente que vengan, al confundir sencillez con espontaneidad y meditación con ocurrencia, no pasan de un realismo anecdótico de brocha gorda, sin encarnadura vital, de una retórica pseudometafísica, del refrito irracional o la moralina sociopolítica por nombrar algunas inclinaciones recurrentes. Esta variedad de estilos y temas la contrarresta la escasez de metros y estrofas empleados. Patrones miméticos y rígidos acarrean una rutina expresiva que impide que cada contenido encuentre su forma adecuada para no desdibujarse y hacerse necesario. Soy consciente de que la honestidad de mis apreciaciones no garantiza su acierto, pero prefiero, a riesgo de equivocarme, contar mi experiencia de lector sin dejarme llevar por manuales ni reseñistas de periódicos. He optado, pues, por ofrecer una muestra de dos poetas que, sin estar olvidados ni al margen de los circuitos editoriales, no tienen la presencia que a mi juicio merecen, si la comparamos con algunos, tan sobrevalorados.

Ni Julio Martínez Mesanza ni Jesús Aguado centran su poesía en la realidad inmediata, aunque cada uno, con procedimientos y enfoques diferentes, la incorpore decantada a una reflexión más abarcadora de la existencia humana, adquiriendo el presente vivido una dimensión simbólica o atemporal sin que, por ello, estos mundos poéticos pierdan concretud o sentido de lo cotidiano. Así pues, el presente aparece en la medida en que lo reconocemos en cualquier sesgo de la historia o introspección imaginativa, a través de preocupaciones, hechos y sentimientos primordiales de nuestra especie. En consecuencia, ambos poetas evitan referirse de manera directa a sus circunstancias personales y supeditan sus propias experiencias a la visión de la vida que el conjunto de sus obras desarrolla.

En los poemas de Martínez Mesanza (Madrid, 1955), oímos la voz de soldados anónimos de los que desconocemos, incluso, sus rostros y su rango. Soldados que rememoran y meditan sobre vicisitudes de batallas más o menos remotas en las que participaron, cuyos enclaves imprecisos sólo a veces podemos situar por datos dispersos entreverados en la narración. Hombres, normalmente, sin influencia alguna en el curso de las contiendas. Por esto, los recuerdos y deseos que refieren se limitan a sensaciones y sentimientos básicos de aislados episodios bélicos, cuya acción omiten. Esta no es, pues, una poesía de la aventura épica, sino de las huellas ambiguas o contradictorias que quedan en la mente y en el corazón de quienes la vivieron. Siempre con idéntico acento, nos hablan desde la soledad, el desconcierto, la crueldad o la lástima de situaciones repetidas en esencia, ante las cuales la gama de sus reacciones tampoco es amplia. De ahí que tengamos la impresión de que detrás de cada poema oigamos la misma voz, la de un único testigo de campañas ya olvidadas, ocurridas en épocas y escenarios distintos. Esta suerte de monotonía o uniformidad castrense encuentra su férrea correspondencia en la construcción formal de los poemas. De los dos libros publicados por Martínez Mesanza en realidad, varias entregas de uno solo, todos los poemas, salvo “Tres hermanas” están escritos en endecasílabos blancos y ninguno de ellos se divide en estrofas. Acorde con la grisura de este ambiente, los frecuentes encabalgamientos y cesuras internas impiden que ningún verso brille sobre los demás y consiguen que, al depender unos de otros para completar el sentido de una frase y, por extensión, del texto, pasen desapercibido a favor del plano semántico, rondándonos en la memoria al final un clima y una idea. El endecasílabo es el metro más manoseado de la poesía española de hoy. Pero, a diferencia de casi todos los poetas coetáneos suyos que lo usan por simple inercia rítmica, Martínez Mesanza lo llena de contenido. Su desgaste actual y los suaves hipérbatos recogen el aire anacrónico justo de este mundo heroico y decadente. Como apunté, ya no se trata de resaltar las hazañas pasadas. Importan sus secuelas humanas y la conciencia estoica ante la derrota final de todas las empresas. De ahí el carácter epigramático de estos poemas, al que contribuyen el tono, los mecanismos formales y la brevedad; epigramas guiados por el sentido común de las contrapuestas inclinaciones de los hombres con sus grandezas y sus miserias.

La poesía de Jesús Aguado (Madrid, 1961) supone, ante todo, una apertura extrema de la realidad. Nos habla desde nuestro tiempo, pero negándolo, en fuga hacia otro que ella misma va construyendo. Un tiempo que, liberado de lastres, viejos conceptos o tópicos inservibles, resulta ser éste o, al menos, la posibilidad utópica de serlo, hasta el punto de que su espacio natural es el poema. Para habitarlo, debemos dejarnos llevar sin prejuicios ni condiciones. Se trata de un espacio dinámico, entregado al júbilo de la metamorfosis y del juego, donde la impermanencia intrínseca de los seres y las cosas actúa a favor de la vida y no en contra, como suele pensarse. Así, la identidad del yo se convierte en un flujo y en el olvido de quienes fuimos hace sólo un instante con tal de estar, incluso, dispuesto a ser nada. De esta disponibilidad última, surgen los cambios de perspectiva de la obra de Aguado, en la que cada libro posee sus propias características, adecuadas siempre al enfoque adoptado, aunque como se abordan las mismas cuestiones desde puntos de vista diferentes, sus principales mecanismos y su tono no varían en esencia. Varían, eso sí, según la función o el peso que un recurso determinado tenga en cada caso. Hay libros enteros y partes de otros cuyos poemas establecen entre ellos una dependencia decisiva para desplegar su sentido más completo y abierto. Un sentido que no está marcado de antemano, sino que se afirma y se niega de continuo y que se sostiene en la falta de puntos de apoyo, de hábitos y metas. En esta movilidad, el pensamiento y la imaginación se interpenetran, saliéndose de sus contextos endogámicos, sin confundir ni debilitar sus propias cualidades. De ahí que el juego no sea un fin en sí mismo, sino el recurso más personal y eficiente de esta obra. El juego suspende todo discurso, librando al pensamiento de sacar conclusiones. El juego, pues, provoca esa actitud desenfadada y desinhibida tan propicia al intercambio de papeles y a las correspondencias de todo con todo, donde la imagen más abarcadora y sugerente que la metáfora se ofrece como punto de encuentro entre el pensamiento y la imaginación. Gracias, además, al dinamismo de las imágenes que influye a su modo en el ritmo del poema las combinaciones métricas parecen más sueltas y ricas de lo que son. Esta suerte de pensamiento imaginante conecta con algunos aspectos de ciertas filosofías orientales, asumidos e integrados por nuestro autor en los esquemas formales y temáticos de la tradición hispánica a los que recurre. Por esto, sus poemas no están desarraigados de la lengua ni remedan procedimientos ajenos a ella. Sin embargo, dicha hibridación es la responsable de que la poesía de Aguado suene tan distinta a la de los poetas españoles de las últimas promociones.

Publicado en Revista Universidad de Antioquia nº 283 (Medellín, Colombia, enero-marzo de 2006).