miércoles, 17 de agosto de 2011

JESÚS AGUADO: LA PRISIÓN DEL FUGITIVO.

“Cada libro de poemas es un plan de fuga puesto en práctica para escapar de una cárcel diferente. [...] Cuando uno escribe el mismo libro reiteradamente se está convirtiendo en su propio carcelero”[1]. Estas anotaciones no sólo nos previenen contra el tópico de que un poeta no hace más que reescribir el mismo poema, sino que señalan la trayectoria de Jesús Aguado que, a pesar de su juventud, ya ha publicado suficientes libros como para observar la evolución de su escritura. Considerada en conjunto, con afán de síntesis, esta poesía surge de un fresco aliento metafísico “poesía metafísica, no filosófica”, como pedía Juan Ramón Jiménez en que imagen y pensamiento se necesitan y nutren mutuamente para no caer en bagatelas conceptuales ni en la mera experiencia iluminante de las cosas. Poesía y pensamiento se contagian hasta el punto de que el pensamiento imagina y la imagen medita. De este modo, cada poema nos transmite una inequívoca libertad de creación, libertad alejada de la ocurrencia instantánea o del juego por el juego. La libertad creadora de Aguado nace de la exigencia de no aceptar lo que llamamos realidad tal como nos la dan de antemano. Este inconformismo hace de cada poema un espacio abierto sobre el que el poeta airea la realidad, la aligera, la transforma, juega con sus elementos. Siempre he recibido la impresión, al leer un libro de Jesús Aguado, de estar ante un mundo de una potencia imaginativa extraordinaria, como si no necesitara repetirse para mantener la misma intensidad en cada libro, sin verse obligado a cambiar de tono ni de ritmo sus tres últimos libros, los más logrados y personales hasta hoy, se apoyan, casi invariablemente, en la combinación de alejandrinos, heptasílabos y endecasílabos, combinación aliviada por periódicos eneasílabos para evitar una excesiva uniformidad rítmica que pudiera distraernos del sentido. Esta recurrencia formal no impide, sin embargo, movimientos de fondo en esta poesía. La estructura formal en Aguado es más un carril que un cuerpo. Por el carril circula el poema su forma es su circulación, no su solidificación. Hasta Libro de homenajes incluso, casi todos sus poemas parten de una experiencia concreta que el narrador no oculta, aunque dicha narración no se quede en el mero dato descriptivo o emotivo. El lector no sólo asiste al desarrollo meditativo del poema sino que comparte con el autor la experiencia que lo origina. Esta variedad de argumentos facilita los cambios de enfoque sin que estos cambios resulten bruscos, ya que las maniobras del pensamiento y la manera de construir el poema se mueven dentro de una atmósfera siempre reconocible. Se puede apuntar, por consiguiente, que es un único autor quien escribe todos los libros de Jesús Aguado aunque no son el mismo libro. Cada uno indaga más que el anterior sobre este o aquel aspecto: indaga, no insiste. Esta inconformidad de no quedarse en las satisfacciones de ciertos logros estéticos le hace decir que “encontrar modo de escapar, fallos en el sistema represivo de la Realidad es la tarea por antonomasia del poeta” Así pues, la conciencia creciente de que “el buen poeta es un hábil fugitivo”[2] obliga a Jesús Aguado a dar un paso más en su trayectoria poética con la escritura de El fugitivo.

Los poemas de este nuevo libro no surgen de experiencias reconocibles por el lector. Ahora es la escritura la que crea, sin la mediación de lo cotidiano, una realidad determinada a través de la que el autor se expresa. El fugitivo se compone de cinco partes. La última recoge poemas que pueden leerse independientemente unos de otros, aunque sin desmarcarse de las restantes, ya que mantiene aproximaciones temáticas con ellas y un mismo recorrido rítmico. Las cuatro primeras forman un sólo poema que dialoga consigo mismo y, gracias a cuyo diálogo va transformando su discurso: el poema se convierte así en un fugitivo. Estas cuatro primeras partes se estructuran sobre secuencias o fragmentos sin titular ni puntuar todos en minúscula y cuyas unidades de sentido, sin llegar a lo ininteligible, no están completas si no se leen consecutivamente. El fugitivo es el libro de Jesús Aguado donde la estructura formal refleja con mayor evidencia el contenido y, al reflejarlo, lo intensifica. Esta desnudez de elementos formales empieza a marcar la intención del autor: liberarnos y liberarse del tiempo que nos aferra con las múltiples adherencias y lastres del yo. Así, para alcanzar la condición de fugitivo la poesía, según Aguado, es “una fuga esencial”[3], fuga, no evasión irresponsable del mundo el poema se sitúa en el origen del tiempo, más exactamente, crea este origen que es un punto desde el que todo se expande. “todo estaba en un punto hasta que vino el tiempo / hasta que vino el expulsado / puso el punto en su honda y lo lanzó / con la fuerza que brota de la nada / una miga de pan que se deshace / una miga de pan que al deshacerse / va creando las aves que las comen / las cuales a su vez necesitan reposo / y originan los bosque de cuyos troncos surgen / los tambores las manos que los tocan”. El tiempo, ya desde el primer fragmento, ha disparado el mundo. A partir de aquí, el poeta se considera un punto más en medio de la vorágine de puntos, puntos que en sus colisiones y coincidencias forman el verdadero obstáculo que hay que salvar: el nudo. “No se puede lanzar un nudo por el aire / [...] / derribar con un nudo las murallas del tiempo”. El nudo es, pues, “esa traición al punto original” que impide la fluidez de todo entre todo, de todo y nada. Pero no sólo el poeta es un punto más, sino un punto que genera relaciones de punto hasta tejer el tapiz de la realidad:“un punto que respira sin soltarse del hilo / que va tendiendo el hilo por las habitaciones / como vías de un tren que va inventando / pasajeros en todas las esquinas / las cuales a su vez llevan sus hilos / cogidos de la mano”. A estas alturas, el poema ha creado ya la necesidad de fuga: la conciencia de huir y la condición de fugitivo. La repetición de imágenes en los sucesivos fragmentos, no sólo nos recuerda que estamos dentro de un discurso férreamente construido y donde ningún elemento es azaroso, sino que consigue transmitirnos una sensación de asfixia: el lector se siente encerrado entre tantos hilos de araña y líneas de punto que, con precisión de geómetra, va trazando el poema. Para reforzar esta dimensión, la segunda parte está constituida por cinco sonetos estructura cerrada por antonomasia, sonetos en que se cambia el orden normal de cuartetos y tercetos en algunos de ellos para expresar los forcejeos del yo y procurar la huida. Al alternar cuartetos y tercetos, el poeta consigue que se tambaleen las barreras. Ya antes de entrar en los sonetos el poeta reconoce “soy el que escapa el fugitivo aquel / al que persiguen sus miradas / sus gustos los paisajes las sillas de su cuarto / sus opiniones y sus libros / el café de las siete” y así huye de “ese mamut furioso que llaman biografía”. En los sonetos se expresa la mayor prisión pero también la rebeldía de salir de ella: “soy el que escapa y me persigue / [...] / nunca me atraparé del todo nunca / seré mi carcelero totalmente”. El soneto es el propio poeta enredado en sí mismo. Estos versos de Borges reconocen también una dimensión laberíntica pero no van más allá del tono elegíaco: “Y no comprendo cómo el tiempo pasa, / yo, que soy tiempo y sangre y agonía”. Jesús Aguado, en cambio se descubre dentro del laberinto y va a salir de él a cualquier precio aunque este precio sea dejar de ser quien es: “dejaré de escapar y perseguirme / quieto en un punto inmóvil sin vivirme”. Así, el único poema de la tercera parte que es otro soneto supone una transición hacia la cuarta, en que esa anulación del yo se cumple. Ya había escrito Aguado que “ la poesía nos enseña el camino para deshacer los lazos anudados”[4]. Estos lazos se desatan en la cuarta parte a costa de la desaparición de todo. “vamos barriendo todo / un hilo y una mano lo va barriendo todo / miradas opiniones el café de la siete”. Es como si al tirar de un hilo no pudiéramos evitar que el tapiz del mundo se deshaga entero. La fuga es, pues, una desaparición paulatina. Por esto, Jesús Aguado vuelve a la estructura del fragmento o secuencia, al hilo cada vez más breve uno de ellos es un endecasílabo en la página. El poema regresa a donde partió pero ahora es el tiempo el que se oculta en el punto y no el que lo lanza. La solución al conflicto de ser es una disolución: “el tiempo ese cachorro acorralado/ [...] / que está tan asustado que abandona sus armas / y acaba refugiándose / dentro de un punto palpitante un punto / que lo calma borrándolo del todo”. Imágenes que, al repetirse en momentos distintos del desarrollo del poema, son las mismas y son otras, como el propio lector al terminar la lectura. El poema crea su propia realidad y, al crearla, puede destruirla sin que dicha destrucción suene a hueco malabarismo o a salida fácil. El fugitivo convierte a sus imágenes en una trama alegórica del tiempo y en la ilusión del hombre por deshacerla, imágenes que, al reaparecer en puntos estratégicos del discurso, nos convencen de que son más que imágenes, de que son las únicas con las que puede expresarse lo que el poema expresa.

Los poemas de la quinta parte, aunque dentro del ámbito metafísico que caracterizan los libros de Aguado, no continúan el discurso de los de las cuatro anteriores. “El saltador” vuelve a inspirarse en una experiencia concreta, basada en la contemplación de unos dibujos del escultor Antonio Sosa. “Poema del círculo” retoma muy tangencialmente el torbellino expansivo de la existencia, torbellino ahora surgido del lenguaje mismo. El libro se cierra con dos poemas amorosos: En “Lección de metafísica” son el ser y el no ser los que se aman, se conocen y se desconocen, se afirman y se anulan en una especie de intercambio mutuo. Largo poema endecasílabo en que se expresa la apoteosis del ser trascendido en el cuerpo de la persona amada, cuerpo del que participan las cosas y los espacios cotidianos que lo rodean. Poema de intensa significación que encuentra su reverso en la fuga de sentido que lleva a cabo “Jugos de palabras”. Aquí las palabras se interpenetran: sonidos de unas danzan en los de otras hasta desbaratar la rigidez verbal. “Jugos de palabras” es la apoteosis del amor hecho con el cuerpo del lenguaje. Ambos poemas se complementan. Creo que “Lección de metafísica” resulta algo retórico y “Jugos de palabras” me parece un ingenuo escarceo de corte vanguardista, cuya intención está por encima del resultado. Este poema es además un sentido homenaje a Oliverio Girondo.

El fugitivo supone en definitiva una vuelta de tuerca más a la vivencia de la metamorfosis que Libro de homenajes planteó en su poema central y que, considerado desde este último libro, se convierte en uno de los ejes creativos de Aguado. Las siguientes palabras del poeta, posteriores a la publicación de Libro de homenajes y anteriores a la escritura de El fugitivo marcan el alto grado de conciencia creativa y la exigente noción de obra de este autor: “la experiencia de la metamorfosis no es la del cambio sino la de la simultaneidad. [ ] En un único punto está contenido todo el Universo; este punto, eso sí, está custodiado por el tiempo, el cual a veces lo confunde con una piedra, arma su honda con él y lo lanza hacia nosotros”[5]. Cada libro de Jesús Aguado dice lo que el anterior no dijo o habita en lo mismo de modo diferente. Si en el poema “La metamorfosis” de Libro de homenajes, la experiencia de la metamorfosis se presenta en un vertiginoso gozo de ser y dejar de ser, en El fugitivo se expone el anhelo y el esfuerzo por conseguirla, consecución realizada en los dos últimos poemas del libro: ámbitos de libertad interior.

Estoy convencido de que El fugitivo no sólo es un libro que aporta una nueva actitud en el desarrollo del discurso poético de Jesús Aguado sino que nos enseña cómo puede asumirse riesgos creativos sin quedarse en la mera intención. Aquí son los logros los que reclaman la atención del lector. No siendo, a mi juicio, el que a mí más me agrada leer, sí lo siento como un libro necesario, ya que completa y amplía la noción de obra de este autor. La trayectoria de Jesús Aguado exige ya sin excusas un mayor interés crítico, interés que aún no se ha producido a causa del marasmo acomodaticio de la crítica en general.


[1] “Jesús Aguado. Dos poemas” (RevistAtlántica nº 14, Cádiz 1997)

[2] “Jesús Aguado. Dos poemas”. Idem.

[3] “Invitación al ser” Jesús Aguado, El Urogallo nº 122 / 123, Madrid, Julio / Agosto 1996.

[4] “Invitación al ser”. Idem.

[5] “Preguntas a Jesús Aguado” (entrevista de Francisco José Cruz. Palimpsesto nº 10, Carmona, 1995).

Carmona, 1998.

domingo, 7 de agosto de 2011

Presentación de la BIBLIOTECA SIBILA-FUNDACIÓN BBVA




De izqda. a dcha.: César Antonio Molina, Rafael Pardo (director de la Fundación BBVA), Juan Carlos Marset y Fernando Rodríguez -Lafuente (director de ABC Cultural).

De izqda. a dcha.: Antonio Deltoro, Félix Grande, Juan Carlos Marset y Francisco José Cruz.



Palacio del Marqués de Salamanca, Madrid, 21 de octubre de 2010.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Presentación de LOS PASOS LEJANOS de Rafael Adolfo Téllez

Rafael Adolfo Téllez y Francisco José Cruz

Como bien escribe H. Heine, “en las obras de los poetas hay que buscar la historia de su vida, […] sus confesiones más secretas”. Por ello no voy a referirme, en acto público, a las cualidades humanas del presentado ni a presumir de su larga y entrañable amistad. Esto es algo exclusivo de la esfera privada y en ella adquiere su valor auténtico. Pero sí comparto con ustedes mi impresión de que él, después de un cuarto de siglo de conocernos a fondo, ha cambiado mucho menos que yo en estos años. Esta fidelidad a sus íntimas y viejas obsesiones personales la refleja, libro a libro, su poesía, cuya unidad de tono y mundo –sólo alterada sutilmente por lógicos influjos de sucesivos maestros de oficio- podemos comprobar en Los pasos lejanos, volumen que nos convoca hoy aquí y que reúne los poemas de Rafael Adolfo Téllez hasta la fecha.

Según Octavio Paz, “la poesía no busca la inmortalidad, sino la resurrección”. Si esta idea pudiera no convenir a cualquier obra, a la de Rafael Adolfo Téllez le viene como anillo al dedo. En ella, más que sentir cómo pasa el tiempo, descubrimos de golpe que ya ha pasado. De ahí su acusado carácter atemporal y, por lo tanto, nada anecdótico, a pesar de que los seres queridos ya muertos aparezcan en el poema con sus nombres, sus gestos más propios y dentro de un inconfundible ámbito familiar de calle, casa, patio, tapias, gallos, lluvia… Con ellos, el poeta parece recobrar un precario y fugaz contacto. Digo parece porque la nítida concreción de las imágenes no oculta ni un ápice su irreductible condición de fantasmas. En realidad, ellos deambulan como aislados en un aire de soledad remota, ajenos a todo y a punto de ser de nuevo polvo a cada verso. Así pues, estas amadas presencias, paradójicamente, subrayan las huellas que sus ausencias definitivas dejan en el lenguaje y en el corazón. En este fatal contraste residen el escalofrío, la ternura y la piedad de esta poesía. Su estremecedora verdad que, más que una visión del mundo, expresa una emotiva vivencia telúrica.

Esta dimensión de lo ancestral la aprehende Rafael Adolfo Téllez de sus maestros iniciales: Borges, Vallejo o Félix Grande, y la ahonda gracias a los posteriores como Eliseo Diego, Eugenio Montejo y Jorge Teillier, en quienes descubre un modo abierto, no lineal, de concebir el tiempo. De ahí que la infancia, el amor y la muerte –las tres heridas sin cerrar de esta poesía- conformen un único temblor hasta contagiarse mutuamente.

Pero si Rafael Adolfo Téllez encuentra su familia poética en la América Hispana, el misterio elemental de sus imágenes surge de lo más profundo de su memoria, cuya finura lírica pertenece a esa zona de nuestra tradición andaluza, tan poco cultivada hoy, más recogida, esencial y delicada. Es en esta sencillez de las cosas y hábitos primordiales –que la liviana y casi invertebrada enumeración va convocando sin apoyaturas conceptuales- donde reconozco lo más singular e intransferible de estos poemas.

Puede que más de uno de los que estamos aquí haya tenido con ellos, como yo, la repetida y doble experiencia según se los oiga recitar a Rafael o los lea a solas. La lectura en silencio, reposada, me muestra versos cortos, frecuentemente encabalgados, al contrario de la que él suele hacer a sus amigos o en público, donde los versos se alargan, fluyen sin trabas, más acordes, a mi gusto, con la inocencia de esta poesía y su inmediatez sentimental. Estos poemas, en la voz de Rafael Adolfo Téllez, de algún modo, nos devuelven al origen de la poesía, a ese primigenio asombro de vivir y nombrar a la vez, llevando siempre el poema con uno como una antigua oración que ya comienza.

Francisco José Cruz

Casa del Libro, Sevilla, 24 de abril de 2008.