sábado, 4 de junio de 2011

EUGENIO MONTEJO, MENDIGO DE LA FORMA

Eugenio Montejo y Fran Cruz en el Alcázar
de la Puerta de Sevilla de Carmona, junio de 1993
Conocí a Eugenio Montejo en octubre de 1992, a punto de clausurarse la Expo de Sevilla, que él deseaba visitar con su familia. Al no haber por esas fechas plazas hoteleras libres en la capital andaluza ni alrededores, mi mujer y yo le ofrecimos nuestra casa, entusiasmados por los poemas que acabábamos de publicarle en la revista Palimpsesto. No siempre la admiración por una obra desemboca en una relación frecuente, y mucho menos íntima, con su autor. Pero en este caso, la inesperada y estrecha convivencia de aquellos días alentó un mutuo y hondo afecto que sólo su muerte ha interrumpido. Eugenio Montejo era, entonces, diplomático de la embajada venezolana en Lisboa, de modo que la relativa cercanía a Carmona lo empujó a venir con cierta regularidad. Su traslado de nuevo a Caracas, al cabo de algunos años, no impidió, sin embargo, que siguiera visitándonos bajo cualquier pretexto literario que lo trajera a España. Como los viejos y hermosos lugares lo conmovían -máxime si mediaba con ellos un vínculo amistoso-, llevó a nuestra ciudad en su corazón y habló de ella en público y en privado cada vez que pudo. La última vez que vino a Carmona fue en febrero de 2005 para dar en la Biblioteca Municipal, junto al poeta chileno Pedro Lastra, una memorable e intensa lectura con motivo de la presentación del nº 20 de Palimpsesto, de la que casi desde sus comienzos, hace ya diecinueve años, él ha sido una presencia tutelar y seguirá siéndolo a través de su fecundo recuerdo.
En esta fecha, la obra de Eugenio Montejo empezaba a ser difundida por las editoriales españolas. Pero cuando en la primavera de 1992 dedicamos la separata de nuestra revista -de factura y diseño mucho más modestos que los de hoy- a algunos poemas que luego se integrarían en su libro Adiós al siglo XX, muy pocos en nuestro país tenían noticias suyas y casi nadie lo había leído, aunque la excelencia de su poesía superaba ya las fronteras venezolanas y era celebrada en Colombia y México. Precisamente, la descubrí en una antología del Fondo de Cultura Económica, titulada Alfabeto del mundo, una tarde del verano de 1991, donde en un banquito del Paseo Marítimo de Sanlúcar de Barrameda mi mujer y yo leímos y releímos, con sostenido regocijo esos poemas.
Desde entonces, la poesía de Eugenio Montejo me ha ayudado -amén de nuestras innumerables conversaciones- a encontrar mi propio camino creador, gracias a su profunda memoria afectiva, que se aparta de la concepción lineal del tiempo y vislumbra en los seres y las cosas signos humanos.
Conservo en la memoria una frase que revela algunas de sus cualidades e inquietudes personales y creadoras. Me la dijo en Caracas en septiembre de 2007, meses antes de ponerse enfermo: “En un viejo país desabrochado, yo iba de puerta en puerta, mendigando la forma”. Se trata de un apunte, aún inédito, ya no recuerdo si de él mismo o de Blas Coll. Cuando lo escuché por primera vez, creí que era un poemita de tres versos medidos: un endecasílabo y dos heptasílabos, tan acorde lo sentí con el tema:

En un viejo país desabrochado,
yo iba de puerta en puerta,
mendigando la forma.


El apunte (o poema), además de aludir con exquisita reticencia, sin exabrupto alguno, al talante y al lenguaje groseros, chabacanos, prepotentes y dogmáticos del poder político venezolano de hoy, y por ende, de cualquier poder abusivo e inculto, refleja también la preocupación de nuestro poeta por la pérdida paulatina del sentido formal, tanto en el trato con los hombres como con la escritura. Sobre esta última animaba a menudo a los jóvenes volver al Romancero, convencido de que su lectura ayudaría a los futuros poetas a recuperar esa especie de ilusión o inocencia artesanal, tan necesaria a una poesía menos desaliñada y superflua, más emotiva y entrañable, capaz de acompañarnos en nuestros ancestrales deseos e incertidumbres. Ni que decir tiene, Eugenio Montejo aplicó este esmero formal a su poesía ortónima. Pero lo extremó en la de sus heterónimos Tomás Linden y Sergio Sandoval. En este sentido, el primero compuso sonetos y canciones tradicionales -entre ellas, una albada de estilo medieval- y el segundo coplas de cuatro versos, recopiladas bajo el título de Guitarra del horizonte.
Considerando que la poesía de Eugenio Montejo y la de estos dos poetas colígrafos comparten un parecido tono y una visión espiritual semejante, siempre sospeché -aunque él nunca me corroboró esta idea- que confiaba a Linden y a Sandoval, así como al poeta de rimas infantiles Eduardo Polo, esas estrofas cerradas, más propias del pasado, por un vago temor anacrónico a quedarse demasiado fuera de su época. De hecho, sus finísimos modales, infrecuentes hoy, ya parecían situarlo un tanto al margen, como si viniera de otro siglo más apacible, de visita a éste, estridente y ostentoso. En efecto, su trato tenía algo de prudencia desusada que hacía compatibles el respeto y la confianza, la efusión afectiva y su insondable intimidad. Este aire cordialmente misterioso favorecía su don de establecer vínculos entre unos y otros para propiciar un enriquecimiento mutuo y ensanchar la corriente benéfica de la poesía. Su desinteresada y generosa labor mediadora contribuyó decisivamente a la madurez estética de Palimpsesto, ampliando el espectro de sus colaboradores.
Su discreción también se notaba cuando daba algún consejo, al paso, como si no lo diera, de manera que su interlocutor no se sintiera condicionado por lo que le decía. Gracias a ella, he hecho mías, rumiándolas casi sin darme cuenta a lo largo de estos años, muchas de sus observaciones.
“En un viejo país desabrochado, yo iba de puerta en puerta, mendigando la forma.” Quizá en esta nostalgia de la forma, o sea, de la armonía del mundo, arraigue la dimensión abarcadora de su obra hasta convertirse en un admirable correlato de su vida interior. Por ello, al releer la poesía de Eugenio Montejo tras su muerte, estoy persuadido de que la escribió para cuando ya no estuviera con nosotros, pensando en sus seres queridos.
En Sanlúcar de Barrameda. Al fondo, el Coto Doñana, junio de 1993.

En Caracas, septiembre de 2007.
Publicado en Palimpsesto nº 24 (Carmona, 2009).