sábado, 11 de junio de 2011

ENTREVISTA CON FRANCISCO JOSÉ CRUZ por Antonio Deltoro y Fabio Morábito.

A.D. Y F.M. –Desde que se abre tu libro Maneras de vivir, llama la atención la importancia que otorgas a lo material y lo físico. Ya en el primer poema encontramos la palabra “materia”: el día busca su materia “perdida desde siempre en la galaxia”, donde el día es visto no como una medida de tiempo, como un recipiente de horas, sino como un contenedor material. En otro poema, “Habla el barro”, un verso reza: “Yo no hubiera durado sin ser algo concreto”, y la última palabra del poema es, de nuevo, “materia”. Palabras como “masa”, “calor”, “cuerpo” y, en especial, “cosa”, recurren una y otra vez en tus poemas. A primera vista, pues, parecería que la tuya es una poesía que celebra la concreción, lo tangible; pero, prestando más atención, se observa que más que las cosas en sí, te interesa esos momentos en que la vida parece hallarse momentáneamente en un estado neutro, indeciso, donde una cosa empieza a dejar de ser lo que aparenta. El poema “Lanza o remo”, en que el lejano pasado nos entrega un objeto que ya no sabemos si es un remo o una lanza, o quién sabe qué, es emblemático en ese sentido. De esta manera, parecería que más que el encanto de las cosas, te atrae la indiferenciación que subyace a ellas. ¿Podrías decirnos algo acerca de esto?


F.J.C. –Antes de responder a las preguntas, reconozco que cada una de ellas es ya una respuesta y expresa justamente aquello que yo necesitaba que se entendiera. Nunca sé si un poema, hasta que no llega a otro, transmite, entre otras cosas, lo que me transmite a mí como lector de mi propio poema. Comprobar esa coincidencia me deja admirado y agradecido. Hago tan mía vuestras observaciones que me obligan a pensar de otro modo lo ya pensado, a ir más allá de aquellos aspectos de mi poesía asumidos por mí.
Respondo ahora a la pregunta: Más que recordar que el tiempo pasa, busco mostrar lo que deja a su paso o la interrupción brusca de su paso apenas iniciado, como si no fuera el tiempo el que destruye, sino el azar, algo ajeno al tiempo. Se crea así un estado de perplejidad, no de nostalgia. Trato de dar una presencia a cuanto ya no la tiene. De ahí, tal vez, la relevancia de lo material a pesar de su desgaste. Dejar de ser algo no siempre significa no ser nada, sino empezar a ser otra cosa. Esa otra cosa puede llamarnos la atención sobre la primera. Perplejidad de quedarnos un instante entre lo que fue y lo que podría ser.


–Otra de las palabras clave de tu poesía es “vacío”, lo cual no es de sorprender, considerando la atención que prestas a la materia y a las formas. Pero la omnipresencia del vacío, que está allí, listo para engullir todo, pareces sugerir que ves la vida, el mundo físico, más que nada, como un remanente, como algo que ha sobrevivido, como un residuo; y que la actitud que te suscita no es, como dijimos antes, de celebración, sino de piedad. El poeta, entonces, retomando tu poema “Maneras de biólogo”, sería un observador piadoso, una especie de biólogo del alma que, armado de infinita paciencia, apunta en su libreta las esporádicas apariciones de ese latido precioso. ¿Es la piedad uno de los resortes de tu poesía?


–Al menos no es una premisa consciente. Mi actitud de partida es la de mero espectador. Intento involucrarme lo menos posible en el poema para crear en el lector, no en mí, ese estado de perplejidad al que aludí antes. Procuro que sea el lector quien ponga los sentimientos ante lo que se le muestra. La opinión explícita de quien escribe puede orientar la mirada de quien lee hacia el que está detrás de las palabras, no a lo expresado por ella. Tuve conciencia de esta distancia con los procedimientos narrativos de Mario Vargas Llosa, los cuales, al amortiguar el papel omnisciente del narrador, permiten ver los hechos desde varios puntos de vistas, sin dar por seguro nada. Antes que piedad, indefensión e intemperie. Que los hechos hablen por sí solos. Tal vez esto que digo se vea mejor en mi siguiente libro, aún inédito. Hay poemas en que son las cosas las que hablan. De ese modo evitan que yo hable por ellas.


–Y siguiendo con el tema del biólogo, hay en muchos de tus poemas una andadura demostrativa. Expresiones como “por esto”, “porque”, “por lo tanto”, “acaso”, “sin embargo” otorgan una impostación meditativa y casi ensayística a tus versos. Así, aunque en algunos de los poemas hablas de tu vida, se percibe una tendencia a transformar esos elementos autobiográficos en materia de especulación universal. ¿Es una transformación dictada por el pudor, o se deriva de otras zonas ese tono especulativo que caracteriza tu poesía?


–Estos procedimientos formales van en la línea que ya he apuntado. Permiten que me aleje del tono sentimental y dan al discurso la frialdad del hecho consumado, a la vez que ayudan a convencer de lo que se expresa. Son procedimientos de corte lógico, con los que trato de hacer razonable lo que puede no serlo y establecer una urdimbre narrativa. Aprendí el uso de estas construcciones en Luis Rosales y Roberto Juarroz, poetas tan distintos. Considero, además, que el dato biográfico no se justifica por sí solo. Para entrar en el poema debe encajar en su sentido. Al lector no le importa lo que a mí me ocurra, sino lo que ocurra en el poema. El poema no es un espejo en el que nos vemos, sino una ventana a través de la que vemos. Así, paradójicamente, el lector y yo estaremos más cerca que si lo abrumo con anécdotas de mi propia vida. El pudor, además de una inclinación personal, es un recurso poético, que he aprendido tras años de una escritura insatisfecha. Por otra parte, en una sociedad tan impúdica como la nuestra, cuyos medios expresivos más potentes convierten lo privado en público y lo público en descaro exhibicionista, la poesía es de los pocos reductos humanos donde intimidad y comunicación se nutren mutuamente.


–En tus poemas abundan las pausas, los silencios e incluso las palabras aisladas, suspendidas entre verso y verso, que no son grandes palabras sino palabras comunes y corrientes que adquieren de esta forma una relevancia que les hace justicia. ¿Quieres hacer una poesía que no se desborde, pero que acoja en su interior, entre sus versos, el vacío, la duda, el silencio?


–Busco, cada vez con mayor intención, una poesía desprovista de cualquier tipo de adornos o de belleza innecesaria. La belleza de un poema debe darla su eficacia, o sea el uso idóneo de los recursos que se manejan. Por muy tentadora que nos resulte, por ejemplo, una metáfora, si el poema no se resiente sin ella, hay que renunciar a escribirla. Hago mío el pensamiento del cineasta Robert Bresson cuando apunta que “no se crea agregando, sino suprimiendo”. Trato de descargar el poema de pesos muertos y de reiteraciones. Al crear la escritura un horizonte despejado, se llega mejor a la idea que expuse anteriormente de evitar la opinión y el desahogo para que el poema sea la presentación de un hecho, no su comentario. Así es él el que habla, no yo a través suyo. Y lo que el poema habla está más en lo que calla que en lo que expone. No me refiero a la poesía simbólica, con su carga de sugerencia y de ambigüedad, sino a que lo dicho por el poema, con la mayor claridad posible forme una especie de transparencia de modo que lo callado se vea a través de lo dicho y se incorpore a su sentido. Para esto, cuido de que la construcción del poema no distraiga al lector y que el lenguaje, siendo todo, parezca casi nada. Conforme pasa el tiempo, tengo menos cosas claras y esto me supone un alivio. De ahí mi rechazo de la rotundidad expresiva en favor de dejar sitio al lector para que complete o haga suyo el poema.


–En Maneras de vivir todo tiene una forma de ser, incluso parecería que se postula que no hay ser informe. Coherente con lo anterior, en tu poesía, tema y forma están indisolublemente ligados. ¿Cómo escoges, si lo escoges, o cómo te viene, la forma de un poema: su métrica, su tono y la división por estrofas? Leyendo tu libro, se hace evidente la poca atención que en la poesía actual otorgamos al uso de la estrofa. ¿Qué importancia tiene ésta para ti y cómo utilizas este recurso en tu poesía?


–Pretendo que la forma no se constituya en un mero soporte del significado. Cada recurso debe complementar, ampliar o contradecir aquello que el poema dice en su nivel semántico. Así, la diferencia tradicional, tan didáctica entre el nivel fonético, el sintáctico y el significativo disminuye para que todos aporten un sentido a la escritura, no sólo sonido y ritmo. Por esto, cada vez me cuesta más empezar un poema sin haber decidido o descubierto su forma. La forma es el cuerpo de lo que habla, aquello que le da su presencia propia, sus rasgos -digamos- personales y que lo distinguen de otro poema que tiene a su vez sus peculiaridades. Se trata de crear la ilusión de que si el poema no estuviera escrito del modo en que está, no existiría. Es su manera de vivir. La idea de forma puede sugerir algo rígido y artificioso. La manera parece más dinámica y humana, inherente a quien la lleva. El político tiene formas; el artesano, sus maneras. El título del libro quisiera referirse tanto a los diversos modos de vida que presenta como a la dimensión artesanal del oficio de escribir. La variedad técnica, además de añadir puntos de vista para enfocar las cosas, hace menos evidente eso que llamamos tono propio. El poeta pierde fuerza identificativa en beneficio, quizá, del carácter único de cada poema. El uso de la estrofa me ayuda a trazar un contorno y, junto con la rima, como decía Joseph Brodsky refiriéndose a esta última, conseguir ese aire inevitable e intransferible al que acabo de aludir. De este modo, además, el poema se recuerda más fácilmente. Que el poema pueda ir con nosotros a todas partes sin tener el libro siempre en las manos. Así siento mejor su compañía y me parece más vivo cuando no lo veo fijado en un papel. Por esto, sin cuestionar las posibilidades que los medios tecnológicos actuales brindan a la poesía, al contrario de lo que imaginó Octavio Paz, prefiero que el futuro de la poesía no dependa más que del lenguaje del hombre y de nuestra capacidad para recordarla y pronunciarla con nuestros propios órganos. Sólo así tendremos la impresión de que nos sigue siendo imprescindible. El libro casi no interfiere la inmediatez de la palabra. Los aparatos demasiados sofisticados complicarían el acceso a ella, por mucha movilidad y combinaciones de sonido e imagen que permitan. Gabriel Zaid tiene un ensayo esclarecedor al respecto, que alude a las ventajas del libro sobre otros soportes.


–Hay una gran unidad en tu libro. ¿Es la unidad, la construcción, algo que te preocupa especialmente? ¿Cómo armaste Maneras de vivir? ¿Qué importancia le das a la composición, en el sentido musical, o la construcción, en el sentido arquitectónico?


–Voy tomando conciencia, poco a poco, de su construcción y de su visión en conjunto. Ciertos poemas van creando la necesidad de otros, que los contrapesen y añadan algo que los primeros no tienen. Aplicar la misma estrofa, el mismo metro y la misma combinación de rima a poemas de temáticas distintas los pone en contacto y provoca un diálogo entre ellos que abre el sentido de unos y otros. Ocurre lo mismo con poemas de asuntos parecidos y formas diferentes. La disposición de poemas en el libro también propicia guiños y complicidades que muchas veces sólo advierte el autor. Por esto, mi idea de libro no establece una interdependencia entre los poemas, sino una simple relación que no afecte a la individualidad de cada texto y le permita, primordialmente, ser él fuera del conjunto. Desarrollar una atmósfera común, pero no un discurso. Este es el motivo por el que me cuesta tanto descubrir cuándo acabo un libro. Hace poco se me desencuadernó uno que estaba leyendo. El poema posee esa cualidad de hoja suelta que decide encontrarse con otras para dar y recibir.


–El lector mexicano de esta entrevista la leerá quizá al mismo tiempo que a Villaurrutia, Gorostiza, López Velarde, Pellicer o Paz. Conocemos tus magníficos ensayos sobre Juarroz, Eliseo Diego, y Eugenio Montejo. ¿Has leído a algún mexicano de este nivel? ¿Qué poetas españoles sueles leer? Eres un poeta andaluz; el último poema de Maneras de vivir tiene un epígrafe de Juan Ramón Jiménez. ¿Qué poetas andaluces lees? ¿Piensas que hoy en día se puede hablar de poetas andaluces y poetas castellanos?


–Dirijo, desde hace diez años, una modesta revista de poesía, cuya intención principal es dar a conocer a poetas hispanoamericanos de las últimas generaciones y a aquéllos que tienen ya una obra hecha pero que aquí, en España, no se han publicado como merecen. Esta labor difusora ha influido decisivamente en mi escritura, haciéndola más receptiva. No tengo una visión cabal de conjunto de la poesía de cada país como la tienen sus poetas. Procuro, sin embargo, aproximarme a esa visión más con entusiasmo que con eficacia. La única ventaja que le veo a esta carencia es la falta de prejuicios con que me acerco a cada tradición poética. Conozco a bastantes poetas mexicanos de distintas épocas, algunos menos parcialmente que otros, pero quiero creer que lo justo para apreciar la riqueza de propuestas y para vislumbrar cada una de ellas a la luz de las otras. Esta dimensión orgánica de la lectura la aprendí en los ensayos de Octavio Paz, cuyos libros sobre poesía siguen siendo para mí fuentes de reconocimiento y amplitud de miras, aunque con los años me atreva a disentir de algunas de sus ideas. Pero este atrevimiento forma parte de su magisterio. En España, su poesía no ha influido mucho. A mí, cierta zona de ella, la menos experimental y esnobista, me ha marcado de modo importante. Quizá en mi interés en aunar imagen y pensamiento. Esta unidad entre imagen y pensamiento la encuentro también en otros poetas que han orientado mi rumbo como Eugenio Montejo y Roberto Juarroz. Por esto necesito afinar más para describir la aportación que recibo de cada uno. Si en Montejo descubrí una dimensión insospechada, sin fronteras, de la memoria afectiva, donde los tiempos se reúnen, no se suceden, en Juarroz encontré una libertad de pensamiento que, más tarde, noté en otros autores, pero fue su poesía la que me dio conciencia total de que pensar e imaginar desde la creación poética son lo mismo. A ella debo el empleo frecuente de partículas dubitativas y adversativas, que relativizan el discurso y mi inclinación por la simetría estrófica, considerada como ilusorio refugio contra la inseguridad e incertidumbre de todo. “El orden da certidumbre” dice con ánimo de consuelo un verso de “Camino de cipreses”. Estos recursos los extraigo de una poesía conceptualmente muy depurada para aplicarlos a una de tono más cotidiano, donde el hecho sobre el que medita el poema, al contrario que en Juarroz, no se oculta. Siento que su concepción de la poesía (es decir, sus reflexiones teóricas) y su fervor por ella me acompañarán siempre. Su pensamiento se podría definir como un pensamiento imaginante. Ahora estoy más cerca de la poesía de Montejo que de la suya. Ambas poseen la misma libertad y penetración creadora, pero la rotundidad aforística y antianecdótica de Juarroz incurre, en sus peores momentos, en una retórica sin contenido, tal vez propiciada por la falta de variedad formal y cambios de tono. La riqueza formal que le falta a Juarroz le sobra a Eliseo Diego. Esta riqueza, que no es mero alarde, sino adecuación sigilosa a cada tema, me hizo ver que la elección de una forma y no de otra sirve para cambiar la perspectiva de un mismo discurso, de modo que, en el fondo, no sea el mismo. El sentido de la perplejidad a la que me referí al comienzo de esta entrevista lo encontré sobre todo en sus últimos libros de poesía.
Si los ensayos de Octavio Paz, tan abarcadores y sistemáticos, modificaron mi actitud de lector y me enseñaron a considerar la poesía como una actividad humana llena de sentido ante la historia, los ensayos de Guillermo Sucre, menos generales pero más íntimos, me dieron el tono para los míos propios, convenciéndome de que yo era capaz de escribir sobre las obras que más me tocan, sin más pretensiones que dialogar con ellas y descubrir por qué las necesito. Esta disposición modesta y recogida de la lectura me inclina cada vez más a hablar de libros y poemas antes que de obras completas. Hay autores cuya trayectoria me atrae poco y, sin embargo, algunos de sus textos coinciden con mis gustos y refuerzan mi búsqueda. Y otros que leo con disgusto pero en los que descubro qué no debo hacer.
De los autores españoles ya he aludido a Luis Rosales, poeta que leo con fervor. Sus poemas largos están construidos como un montaje cinematográfico. En ellos alternan el momento lírico, el retrato descriptivo y el amago ensayístico. Estos cambios de tono y de clima facilitan el trasvase de giros y frases hechas de un contexto no poético a uno poético. Así, expresiones propias del ámbito administrativo y económico se insertan con total eficacia, por ejemplo, en unos versos introspectivos. Me di cuenta de que las palabras son oportunas o inoportunas, pero no poéticas o antipoéticas. Estas inserciones tienen el mérito de establecer relaciones imprevistas y, sin embargo, tan naturales que sorprende por qué antes no se habían dado. La alternancia conlleva, además, una congregación de tiempos y espacios que he intentado en algunos poemas míos, aunque menos narrativos y mucho más breves que los de Rosales. Esta dimensión espacio-temporal, desde un desarrollo muy distinto, la encontré en el poema “Nocturno alterno” de José Juan Tablada, cuya construcción formal quizá me haya influido más de lo que parece.
En cuanto a Juan Ramón Jiménez creo que, a pesar de tantos altibajos por una obra tan basta y cambiante, es el poeta español que ha ido más lejos, el que más le ha pedido al lenguaje y a su propio pensamiento. Este sentido del riesgo creativo de Juan Ramón, a veces delirante, ha prevenido a mi escritura de una ambición excesiva y me ha dado conciencia de mis propios límites. Confío en que esta conciencia no tenga que ver con el conformismo, muy acusado en la poesía española de los últimos años, salvo aventuras aisladas y no reconocidas en la medida que merecen. Hay un triunfalismo de los críticos y de los propios autores al considerar la calidad de la poesía actual española verdaderamente injusto y dificultoso para subir el nivel estético. El concepto de tradición que predomina es el de un mimetismo de formas consagradas que se repiten hasta el hartazgo. Esto da como resultado la uniformidad de enfoques y de acentos. También la sobrevaloración de ciertos autores perjudica más de lo que parece al crear epígonos de epígonos.
Por último, creo que la diferencia entre poesía andaluza y castellana es más didáctica que real. Si alguna hubo hace siglos, Bécquer, Antonio Machado y Cernuda se encargaron, cada uno a su modo, de corregir el preciosismo metafórico -a veces incluso decorativo- de la peor poesía hecha en el Sur de España. De ese preciosismo quizá quede aún el gusto por los versos supuestamente bellos que, por sí solos, pretenden justificar un poema mediocre. Pero esto ocurre hoy en cualquier región española.


–En tus poemas son frecuentes los endecasílabos, los heptasílabos y los alejandrinos, pero también están presentes los versos pares (tetrasílabos y octosílabos). Conocemos un ensayo tuyo sobre la copla y otro sobre el flamenco. ¿Qué papel juega en tu poesía la tradición popular española y andaluza?


–No soy aficionado al arte flamenco, como no lo soy a la música en general. Mi formación musical es nula. De modo que me siento incapaz de tener criterio propio al escuchar música y, aunque me agrade hacerlo, mi disfrute es muy primario. Muchas coplas, separadas del cante, resultan anodinas e incluso vulgares. Pero otras, sobreviven sin el cante y pueden ser leídas como poemas muy logrados. Aunque la copla flamenca hunde sus raíces en la tradición popular española, el mundo que refleja y el acento con que lo hace la distinguen de dicha tradición. Hay estrofas propias del cante flamenco surgidas de la transformación de otras que sí pertenecen a la tradición popular. La siguiriya flamenca podría considerarse como una variante reelaborada de la seguidilla folklórica, pero ni en forma ni en fondo se parecen. El flamenco es un modo de expresión creado en unas cuantas familias gitano-andaluzas hace unos dos siglos y, dentro de ellas, por hombres analfabetos, solitarios y pobres que, con muy pocos recursos verbales a su alcance, consiguieron contagiar al lenguaje de su propia intemperie y desamparo (“Toa la noche sin dormí / sentaíto en una silla / acordándome de ti”) o de un asombro que parece anterior al primer muerto (“Qué quieres que tenga / que m’han dicho qu’a tu cuerpo / se lo va comé la tierra”). Estas coplas tienen la rara habilidad de decir en tres o cuatro versos mucho más de lo que dicen. Para esto, aquellos hombres, tal vez sin darse cuenta, tuvieron que exprimir al máximo las posibilidades expresivas de la copla, haciendo de su sobriedad algo único. Esta sabiduría creadora, basada en la pobreza de recursos, me ha enseñado a renunciar a lo prescindible y a recuperar en el poema lo necesario.
Los mejores poemas de Bécquer se nutren de la seca concisión de la copla, al simplificar las formas expresivas y optar por la suavidad de la rima asonantada. Esta concisión, entre otros motivos, es la que impide que el tono confesional de la copla se quede en mero desahogo y la que ayuda a Bécquer a renovar la poesía española, haciéndola más ligera e introspectiva. Pero si Bécquer no escribió propiamente coplas, sí lo hizo Augusto Ferrán, poeta coetáneo y amigo suyo, quien publicó dos libritos de poemas, tomando como base inspiradora la copla flamenca, aunque con la conciencia del creador moderno. Ferrán, poeta menos completo que Bécquer, nos dejó, sin embargo, algunos de los poemas más hondos del siglo XIX español, como éste: “Eso que estás esperando/día y noche y nunca viene;/eso que siempre te falta,/mientras vives es la muerte”. Comparto con el poeta Félix Grande, quien me hizo comprender el valor poético de la copla, su idea de que el romanticismo español más genuino está en el flamenco.
La flexibilidad métrica de la copla, que viene dada por su adaptación a las modulaciones del cante, es otra de las lecciones que no olvido a la hora de sacar partido a cada metro, acortándolo o alargándolo según las exigencias expresivas. El metro es un recurso más del poema, no un fin en sí mismo. Cuando se usa como mera apoyatura rítmica pierde valor significativo. La ruptura de metros tradicionales me ayuda a eliminar inercias. El metro debe estar al servicio del ritmo y no al revés. Convertir, por ejemplo, un octosílabo en dos versos de cuatro sílabas o un endecasílabo en uno de nueve y otro de dos, siempre que no se haga por capricho, da movilidad al poema, hace sus gestos más propios y lo aleja del sonsonete. Pero el abuso de este tipo de ruptura acaba distrayendo al lector, además de perder su sentido. Echo de menos este tratamiento del verso por parte de las últimas generaciones de poetas españoles, demasiado monocorde e insulso. Tal vez su distancia de la poesía popular explique esta rigidez. Tampoco yo despliego en mis poemas una gran variedad métrica, pero procuro combinar los pocos metros que empleo de la manera más eficaz posible. En el libro que preparo ahora, intento no caer siempre en los golpes acentuales más frecuentes de cada metro para evitar lo pegadizo del ritmo. Como el poeta flamenco, antes que alardear de muchas habilidades, hay que ejercer con sentido las pocas que se tengan. Tal vez sea mejor hablar de destreza que de habilidades.


–En “El funambulista” el día busca su materia entre las cosas; en “La costurera y el mendigo”, la tarde teje una capa de sombra para el día; así el día y la tarde se hacen personajes a la manera de los cuentos de hadas o de las leyendas. ¿Qué papel juega en tu poesía este tipo de mitologizaciones?


–Este tipo de poemas responde quizá a mi tendencia de personificar las cosas. La personificación me borra las vaguedades, traza contornos e incluso da presencia física a lo que no la tiene, como el tiempo, tan real e inasible a la vez. Son fábulas de corte mítico, pero siento que mi poesía está lejos de interesarse por el mundo de las mitologías. Es más, rehuye cualquier referencia explícita al respecto, debido a mi incapacidad para leer la vida a través de sus arquetipos y a mi gusto de abordar la realidad sin pretensiones simbólicas deliberadas.


–Tu poesía manifiesta lo sagrado en cada cosa, sin necesidad de aureolas ni liturgias. ¿La consideras una poesía religiosa?


–Tampoco me desenvuelvo bien en el ámbito de lo sagrado, al menos intelectualmente. Es un mundo que deriva de lo mitológico. No me propongo de manera consciente sacralizar las cosas, ni para demonizarla ni para divinizarla. Mi poema “El ausente” aborda el problema de Dios desde una perspectiva que intenta ser irónica y distante. El poema, en el fondo, quisiera expresar la despreocupación por la existencia o inexistencia de Dios. En su libro Presencias reales, Georges Steiner sugiere que la decadencia artística de nuestra época parte de una casi total indiferencia hacia Dios como conflicto humano. Tal vez tenga razón si la despreocupación por lo divino conlleva un desinterés por el hecho mismo de ser y de no ser. El punto de contacto que pudiera tener mi poesía con lo religioso quizá sea esta meditación constante sobre la existencia y la búsqueda infructuosa por encontrarle un sentido. Puede que la poesía dé un sentido a nuestra vida, aunque de ningún modo despeja su misterio esencial ni alivia nuestro sentimiento del absurdo.


–Las cosas sin las tareas para las cuales fueron creadas sobreviven, pero se aburren y padecen, son a un tiempo más reales y más difusas. Casi todos los personajes de tu libro habitan un lugar que no les corresponde, un tiempo que no es el suyo y que quizá por eso hace más evidente su esencia. Muchos viven eternamente en un sobretiempo dado por una vitrina o una jaula, por una grabadora o un espejo. Casi todos tus personajes son como los vampiros, muertos-vivos que no producen terror sino lucidez. Para ti, ¿esa sobrevivencia es una manera de vivir más reveladora? Estos personajes, ¿son símbolo de qué: acaso de la naturaleza artificial de la vida contemporánea?


–Ninguna respuesta mejorará vuestro comentario, muy penetrante y minucioso. Yo también soy lector de mis poemas, y sus últimas significaciones las encuentro mucho después de haberlos escrito. Estas desubicaciones tal vez revelen lo inestable de la identidad y la indefensión de todo ante el remolino del tiempo que, mientras no destruye las cosas y los seres, los vacía de sí mismo y los acumula en los rincones más estériles de la realidad. Puede que ese estado de inutilidad definitiva los haga más presentes que cuando cumplían una misión.


–Tu libro está recorrido por fantasmas que no son, claro está, los típicos de la literatura fantástica o de terror, sino fantasmas esenciales, serios, creíbles; el lector no siente que está leyendo algo ideado: una ficción literaria. Los fantasmas juegan en tus poemas un papel simultáneamente metafísico y material, manifestando no sólo una manera de vivir o de morir, sino una manera de estar en la muerte. En tus poemas se mezclan el ser con el no ser hasta que en algún punto se anulan sus diferencias y con ello se funden presente, pasado y futuro en un solo tiempo, como por ejemplo en “Manera de comer”. ¿Qué significan para ti estos fantasmas? ¿Los consideras como tales?


–Los fantasmas son residuos de nuestra vida o indicios de ella no consumados. Por esto, “los fantasmas no existen: tan sólo son amagos / de quienes nunca fuimos ni seremos”. Estos versos pertenecen a “Manera de no ser”, poema que, si no me equivoco al interpretarlo, habla de los fantasmas con suave ironía, que los afirma y los niega a la vez ya desde su plano formal. Los versos de cada estrofa se van acortando para producir una impresión desencarnada. Pero esta falta de relieve es frenada por un orden fijo de estrofa y rima. El hecho de que cada estrofa tenga tres versos de catorce, siete y cuatro sílabas y que la disposición de la rima no cambie contribuye a dar una presencia a esos fantasmas que el contenido del poema no reconoce. Esta suerte de terquedad formal les impide ser nada o, al menos, deja testimonio de su inexistencia. El libro trata de asumir este clima de desmaterialización en que todo se adelgaza.


–Tu libro oscila entre la materia y la inmateria, entre la vida y la muerte hasta el extremo que el no ser parece una manera de ser, y que el no haber sido deja en el ser una huella fundamental. Los muertos están cada vez más muertos, pero a la vez están lejos de desaparecer para siempre, y así un venado, siempre en el poema “Manera de comer”, está simultáneamente en el bosque y en el plato. ¿Es investigar lo que los muertos tienen de vivo en nosotros y lo que nosotros tenemos de muerto en ellos; y lo que ellos tienen vivo en algún lugar desconocido y lo que nosotros tenemos ya muerto sin saberlo, la columna vertebral de tu libro?


–En efecto, para mí un poema debe llegar a donde nosotros no llegaríamos sin él. Por esto supone una búsqueda y no la confirmación de nuestro pensamiento anterior a escribirlo. Hay que escribir un poema con la misma actitud alerta y abierta con que se lee. "Quien dice la verdad casi no dice nada” nos recuerda Antonio Porchia, autor que admiro y en cuyas Voces aprendí que lo imposible tiene su propia certeza. La poesía no resucita a los muertos pero les da la realidad de su condición que la vida les quita. Esos muertos somos nosotros también, que nos vemos así antes de no poder hacerlo. Ponerse en el lugar de quienes ni siquiera pueden abrocharse un botón, peinarse o simplemente abrir la boca, da conciencia de nuestra vida y de ese modo despertamos a estos actos cotidianos cuya repetición casi mecánica nos duerme. “Además de escribir lo que vivimos, escribimos también lo que no vivimos”, señala Virgilio Piñera, otro autor querido. Quizá, el único lugar donde el ser y el no ser de todo se reconcilien sea un poema.


Publicada originalmente en Paréntesis, Año I, nº 6, México, enero de 2001.