sábado, 28 de mayo de 2011

LOS POEMAS A LÁPIZ DE FERNANDO HERRERA

Sanguina es un dibujo a lápiz cuya barrita de óxido de hierro da un color rojo oscuro. El título, pues, de este libro se refiere a una técnica compositiva, no a un tema y menos a una cosmovisión preconcebida. Al apuntar al plano formal, Sanguinas indica una perspectiva y una actitud ante las cosas. Una actitud abierta y sin prejuicios que prefiere observar antes que sacar conclusiones. En este sentido, la poesía de Fernando Herrera, de acuerdo con la concepción poética de Eliseo Diego “es el acto de atender en toda su pureza”.[1] Dicha pureza le viene a través de la descripción sencilla y despejada hecha con la cálida inmediatez del dibujo a lápiz.
Los poemas de Sanguinas presentan a personas en situaciones concretas de la vida diaria o marcadas por alguna circunstancia determinante. Herrera parece dibujarlas en tiempo real, conforme las va viendo vivir, como un dibujante callejero. De ahí el predominio del presente de indicativo, la frecuencia del gerundio y el empleo del “verso libre que colinda con la prosa, no la escrita sino la hablada”[2]. Esta suerte de copia en movimiento le obliga a ser elemental y preciso a la vez. Así, todos los recursos del poema están al servicio de la exactitud y el escueto matiz bien trazado. Por esto, la adjetivación resulta esperable y común, pues, más que sorprender o añadir sentido, sólo pretende, como los poetas renacentistas, redondear la plasticidad adecuada. Esta poesía no aumenta el brillo de la realidad, pero tampoco lo disminuye. La modestia rojiza del lápiz le es suficiente para ser fiel a cuanto su escritura recoge. Una escritura que, a pesar de su carácter descriptivo, es –como anota Charry Lara- “casi apenas, no enteramente objetiva, porque quiere entregarnos no la presencia sino el alma de las cosas”[3]. Pero siempre que no olvidemos que el alma de las cosas surge gracias a su presencia. En efecto, Herrera interpreta lo que ve y, como el que no quiere la cosa, va dejando caer sus reflexiones brevemente, ya en el curso de la mera descripción, entreverada con ella, ya al final del poema a modo de suave cierre. Esta meditación por lo bajo –que es el alma de las cosas– lejos de ofrecerle revelaciones imprevistas, le ayuda a centrar el dibujo y a entender cada situación, haciéndola más veraz y visible. Pensamientos llenos de sentido común que, sin embargo, suenan recién descubiertos por su autenticidad, falta de alarde y conveniencia con lo descrito, pues en ningún momento parecen superpuestos a la situación referida ni remate rotundo de ésta. Dicho sentido común nos permite hacer nuestras sus observaciones de inmediato, como si surgieran de un fondo de sabiduría anónima, y favorece que Herrera se ponga en el sitio de los demás de manera acogedora y compasiva. “En el bus” llega al punto de que una imagen lo traslada incluso de espacio para completar su entorno. El poeta observa a:

una mujer negra
leyendo una carta
y a través de las líneas
escritas con torpeza
en el papel de rayas azules
veo las casas lacustres
la conversación y los taburetes reclinados
con los perezosos torsos desnudos.

Poesía afectiva, cercana al otro, pero no siempre cómplice. La mirada lúcida de Herrera asiente y denuncia, se adhiere y se separa según los casos, y al distinguir lo aparente de lo real, desenmascara. En estos poemas, las apariencias no engañan: Herrera las dibuja con mimo, precisamente, para resaltar lo que hay detrás de ellas. De ahí la importancia que le concede a los gestos y al atuendo. En “Ropa de trabajo” la vestimenta normal y corriente de sus protagonistas oculta sus delitos; mientras que en “Bandido ciego” el esencial desacuerdo entre el rostro de éste y su invalidez provoca desconfianza y lástima. El antidogmatismo salva a Herrera de interpretar estos signos externos siempre de igual modo, pues en el núcleo de cada poema ya hay un contrapunto entre belleza y fealdad, bondad y miseria humanas.
Este contraste entre la superficie y el fondo, que al menor descuido se confunden, actúa como aviso o sutil advertencia. De ahí que, con delicadeza renacentista, Herrera celebre el momento sabiendo que pasa. O mejor: más que celebrar, se deleite serenamente sin crearse ilusiones. Esta conciencia de la fugacidad hace que la mirada evoque el pasado de lo que ve o suscite su futuro. Y de dicha conciencia nace el erotismo que impregna muchos poemas, tengan o no que ver con el amor. Puro erotismo, sin otras implicaciones, en la manera de mirar, de insinuar e imaginar. Un ejemplo hermosísimo es “Muchacha de la pescadería” en que de principio a fin la vemos trajinando sin perdernos detalles de sus movimientos, por inadvertido que parezca, hasta sentir la incipiente excitación de quien la mira y se pregunta:

¿Qué rostro acariciará en la noche
con sus manos olorosas a mares y a limón?

El hecho mismo de observar a la gente en movimiento o adoptando cualquier postura, resulta erótico, gracias al silencioso placer de la mirada, pero dicho movimiento también es la más viva imagen de la fugacidad. Así, el erotismo en esta poesía, a la vez que contrarresta el paso del tiempo, lo reanima. Sensualidad no exenta de cierto tono elegíaco y esporádicas expresiones exclamativas que, en otro contexto, resultarían desgastadas, pero en este suponen un guiño a la tradición poética que a Herrera le ayuda a ver el mundo. “Ah! Triste realidad de la carne”, lamenta en “Evidencia”, donde imagina la belleza de una muchacha, tras pasar por la fetidez que despide su tumba reciente. De nuevo el juego de los contrastes, tan propio del renacimiento y, más aún del sentimiento barroco del desengaño. Si en este escalofriante poema, la muerte evoca la vida, en “Compasiva y terrible”, la visión apresurada y gozosa de unas muchachas al salir de una academia y despedirse cuando cada una va a coger su autobús, desemboca en la certidumbre de que la noche “a todos nos borra”. Incluso en la misma construcción rítmica de los poemas, sentimos pasar el tiempo. “La cadencia, no de un ritmo estudiado sino del habla corriente de la conversación”[4], con versos más o menos cortos, ajustados a cada trazo descriptivo y de vez en cuando encabalgados suavemente, nos permite apreciar la vida a su paso, pero no retenerla.
Este ir y venir de todo genera, a sí mismo, la conciencia del azar, de las casualidades felices e infelices, de encuentros y desencuentros. El azar urdiendo y desbaratando las tramas de la vida sin que nos demos cuenta. Ejemplos de estas dos acciones son “Poema de aniversario” y “El albur”, en los que Herrera, con sensual sutileza –sutileza propia del destino– advierte y enumera los elementos que intervienen en sendas experiencias vitales. En el fondo, este estar apoyados “en la levedad de lo fortuito”, expuesto siempre a un cambio de rumbo, es lo que nos conforma.

[1] Eliseo Diego, prólogo a Por los extraños pueblos (1949), incluido en La sed de lo perdido, ediciones Siruela, Madrid, 1993.
[2] Charry Lara, texto inédito
[3] Opus. Cit.
[4] Charry Lara, opus. cit.

Prólogo a Sanguinas de Fernando Herrera Gómez (Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 2004).