domingo, 15 de mayo de 2011

LA COPLA FLAMENCA: POESÍA DE LA INTEMPERIE

El cante flamenco es un modo de expresión artística creado por unas cuantas familias gitano-andaluzas hace unos dos siglos y, dentro de ellas, por hombres analfabetos, solitarios y pobres que consiguieron contagiar al lenguaje de su intemperie y desamparo. En este sentido, como señala Félix Grande, «la premeditada torpeza ortográfica, que alude a irregularidades e inseguridades de dicción, contribuye a que las emociones que contienen y despiertan las coplas, nos lleguen más populares y desasistida»[1]:

Toa la noche sin dormí
sentaíto en una silla
acordándome de ti


¿Quién recuerda a quién? ¿Se trata de una ausencia definitiva? El diminutivo y el gerundio ­­–alargando esa ausencia– acentúan la soledad de un hablante sin nombre y sin rostro, desvalido y desvelado sobre la incómoda dureza de una silla –quizá de enea– en la que se concentra y materializa toda la intensidad de un doloroso recuerdo. En la siguiente copla, ya la silla se compenetra tanto con la desazón humana que la asume por completo al personificarse:

A la silla onde me siento
se l’ha caío la anea
de pena y de sentimiento


Estas coplas tienen la rara habilidad de decir mucho más de lo que dicen. Para esto, aquellos hombres, tal vez sin darse cuenta, exprimieron al máximo algunos recursos expresivos de la poesía oral hasta alcanzar una sobriedad espeluznante y única.
Muchas coplas, separadas del cante, resultan anodinas e incluso vulgares. Pero otras sobreviven sin el cante y pueden ser leídas como poemas muy logrados, a pesar de las siguientes observaciones de Luis Rosales: “El cante no se escribe […] el cante jondo se apoya mucho menos sobre la letra que cualquier otro cante. […] Yo diría que el cante, aislado de la letra, se desvalora, pero la letra aislada del cante, no sólo pierde su valor sino su sentido”[2]. Es esto, justamente, lo que les ocurre a aquellas coplas que sólo en la interpretación, en las ásperas modulaciones de una voz que, a duras penas, se sostiene en un grito y al compás de la música encuentran su plena significación. Pero, insisto, hay coplas que son capaces de vivir fuera del espacio musical del que surgieron y cuyo trasplante a la escritura no troncha, sustancialmente, su proyección estética. De la misma manera que la llamada poesía culta nos ofrece menos poemas de incuestionable calidad creativa de los que a simple vista suele admitirse, las coplas que pueden ser consideradas poemas sin paliativos, una vez escindidas de su ámbito musical, son pocas, sobre todo comparada con las innumerables recopilaciones folklóricas. Pero las que son, poseen el don más propio de la mejor poesía: ser testimonio de una realidad determinada y, a la vez, abrirla a una nueva dimensión insospechada de la experiencia humana.
Aunque la copla flamenca hunde sus raíces en la tradición popular española, el mundo que refleja y el acento con que lo hace la distinguen de dicha tradición. Ya en el plano formal, hay estrofas que, perteneciendo a ésta, se consolidan y se singularizan en el cante jondo como la tercerilla, cuya estructura de tres versos octosílabos, asonantados 1º y 3º, pasa a llamarse soleá por los cantaores, adoptando el nombre de uno de los estilos o palos del arte flamenco. La frecuencia de esta composición nos avisa del espíritu sintético de las coplas flamencas más hondas. La siguiriya gitana, en cambio, sí es una estrofa propia del cante jondo, surgida de la transformación de la cuarteta hexasilábica, habitual, desde antiguo, en el folklore español. La estructura de la siguiriya posee un carácter único en la poesía española. Su disposición métrica es: siguiriya de cuatro versos: 1º, 2º y 4º de seis sílabas y 3º, de once. Riman los pares en asonante:

La mardita lengua
que de mí murmura
yo la cogiera por er medio er medio,
la dejara múa.

Siguiriya de tres versos: 1º y 3º de seis sílabas y 2º, de once. Riman los impares en asonante:

Tó lo tengo en contra:
los gorpesito de la marea fuerte
m’entran por la boca.

Los estudiosos que han reparado en esta estrofa, consideran que entre el 2º y 3º verso de la cuarteta hexasilábica, se insertó otro de cinco sílabas, juntándose al 3º a modo de heterostiquio. Este esquema está lejos de ser rígido y, con mucha frecuencia, dicha medida silábica se estira o acorta sin perder su dibujo estrófico. Así ocurre con esta siguiriya, cuyo primer verso es octosílabo:

A la muerte llamo a voces,
no quiere vení;
qu’hasta la muerte tie compañerita,
lástima de mí.

La flexibilidad de las coplas viene dada por su adaptación a las modulaciones del cante y, como dice Caballero Bonald, «es difícil que coincidan métricamente en el papel y en la voz»[3].
Sin salirse de la riqueza de la poesía tradicional y elevando a categoría lírica inserciones expresivas de hábitos del habla diaria –empleo del diminutivo, desajuste sintáctico, pobreza léxica y metafórica (exprimiendo las posibilidades semánticas de ciertas palabras centrales del mundo afectivo del cante)–, el poeta de estas coplas nos muestra con singular exactitud toda una gama de sentimientos que, lejos de excluirse unos a otros, conviven subrepticiamente en el palmo verbal de tres o cuatro versos:

Ya se me murió mi mare;
una camisa que tengo
no encuentro quien me la lave.

El poema, por debajo de su anécdota o, mejor, gracias a ella, recoge a un tiempo la orfandad del hijo, el amor por su madre y la extrema pobreza, donde la única camisa llega a ser un tesoro y la prueba irrefutable de su pena. Pena, naturalmente, por la muerte de la madre, no porque no tenga quien le lave su camisa. Pero era en esta simple y rutinaria labor doméstica donde el hijo sentía la presencia de su madre como ahora siente su ausencia.
Lugares, objetos y seres del mundo gitano-andaluz (cárcel, hospital, silla, camisa, pájaro, viento…) se cargan de energía simbólica, sin borrar la presencia real, tangible y objetiva de su materialidad inmediata e indefensa. También hay coplas que evitan descubrir, incluso en sus mínimos detalles, el hecho o vivencia a que aluden y sólo nos dejan su conclusión en forma escueta de sentencia, reproche o desahogo:

Hijito de mala mare,
criaíto en malas tripas,
revuerto en malos pañales.

Otras se acercan a lo que podríamos llamar metafísica del escalofrío, donde la intuición piensa, más que siente, lo vivido:

Sentaíto en la escalera,
esperando er porvení
y er porvení nunca llega.

A pesar de su sencillez expresiva, estos poemas ocultan tanto como revelan, dicen lo justo para insinuar casi todo. Su potencia poética está en lo que dicen sin decirlo, dejándonos suspensos entre lo entendido y lo intuido, entre lo comunicado y lo callado. Las mejores de estas coplas no se desnudan instantáneamente: después de ser leídas, tardan en entregarnos algunos de sus secretos, mientras otros, no los descubrimos nunca. En ellas, el pudor y el impudor se mezclan en la proporción adecuada para que el misterio y la evidencia no se destruyan mutuamente. La siguiente copla, como tantas otras, nos informa de las consecuencias de una queja, pero no de sus motivos:

Ay, pobrecito de mí,
qu’he perdío el apetito
y las ganas de dormí


La elementalidad del mensaje que transmiten muchas coplas, en vez de desinflar la tensión lírica, debido a su carencia de retórica y banalidad, adensa el espacio de lo dicho y lo impregna de ceñida sugerencia:

Aquí no hay naíta que ve
porqu’un barquito qu’había
tendió la vela y se fue.

Esta copla parte de otra más tosca y explícita, procedente de la ingente cantera folklórica española: «No voy ni vengo del muelle / porque no tengo a quien ver. / Un amante que tenía / tendió la vela y se fue». La cuarteta lo dice todo, paisaje y anécdota incluidos, y la vela es eso, una vela cerrando una conclusión. En cambio, la soleá, al tener un verso menos y eliminar todo rastro circunstancial, se queda en pura imagen, que se llena de recónditos sentidos, a pesar de que la copla mantiene su oración causal.
Es esta una poesía entrañada con la experiencia, testigo del vivir diario, pero no es anecdótica. Poesía que no se rebela ante los reveses de la vida, sino que los asume y ofrece desde el descampado de la existencia:

Venticinco calabosos
tiene la cárce d’Utrera;
venticuatro llevo andao,
er más oscuro me quea.

Poesía de la resignación, pero también de una resignación asombrada:

Qué quieres que tenga
que m’han dicho qu’a tu cuerpo
se lo va comé la tierra.

Un asombro que parece anterior al primer muerto.
Los sentimientos de soledad, ausencia, abandono, miedo, muerte, tiempo, amor y odio traspasan la denuncia o la queja y, en unas cuantas palabras harapientas, tiritan ante los hechos que refieren y pisan sin ruido ese lado de la extrañeza que tanto tiene que ver con la inocencia original del hombre:

En el hospitá
me dijo mi mare:
ahí te quean dos hermanos chicos,
no los desampares.


Comparto con el poeta Félix Grande su idea de que el romanticismo español más genuino está en el flamenco. Los poemas más hondos de Gustavo Adolfo Bécquer se nutren de la seca concisión de la copla, al simplificar las formas, reducir su extensión y optar por la suavidad de la rima asonantada. Esta concisión, entre otras razones, es la que impide que el tono confesional de la copla se quede en mero desahogo y la que ayuda a Bécquer a renovar la poesía española, haciéndola más ligera e introspectiva. Pero si Bécquer no escribió propiamente coplas, sí lo hizo Augusto Ferrán, poeta coetáneo y amigo suyo, quien publicó dos libritos de poemas, La soledad (1861) y La pereza (1871), tomando como base inspiradora, por primera vez en un autor culto, la copla flamenca, aunque con la conciencia del creador moderno. Ferrán, poeta menos completo que Bécquer, nos dejó, sin embargo, algunos poemas memorables del siglo XIX español, como éstos:

Voy como si fuera preso:
detrás camina mi sombra,
delante mis pensamientos.


(su factura de soleá e indudable sabor flamenco animó a muchos artistas a cantarlo, creyéndolo anónimo)

Eso que estás esperando
día y noche y nunca viene;
eso que siempre te falta,
mientras vives es la muerte.

Por abstracto y algo más complejo que el anterior, se aleja de las vibraciones flamencas, aunque encuentra su eco en este poema, igualmente breve, de José Bergamín: «Lo que yo estoy esperando / no es lo mismo que tú esperas. / Pero los dos esperamos / que llegue lo que no llega».
Suele afirmarse, con demasiada ligereza, que la copla flamenca es nuestro haiku. De hecho, hay traducciones de esta forma japonesa en rima asonantada para que ambos géneros poéticos se confundan aún más en nuestra lengua. Sin embargo, sólo en la brevedad y en la fuerza significativa del silencio se parecen. Sus propósitos y consecuencias son muy distintos: el haiku, al abolir los nexos causales, anula el tiempo. La copla, biográfica, consecutiva, lo concreta. Al margen del haiku moderno –que tiende a separarse de las enseñanzas formales y espirituales de la tradición budista–, el haiku clásico, poema del tú, aéreo, fulgurante, busca la iluminación –satori–, a través del contraste de sus elementos internos y la pura contemplación trascendente. En cambio, la copla flamenca, poema del yo, sujeta a la tierra por su propia ley de gravedad –gravedad en sentido agónico–, se vuelve sobre sí misma en un puro desgarro.


EL FRAGMENTO EN EL FLAMENCO

No sólo la poesía culta persiste en la tendencia al fragmento, sino que la poesía popular se ha inclinado también hacia dicha tendencia y ha ido afilando cada vez más las cualidades expresivas de la forma breve, forma inherente a la sensibilidad anónima de la tradición, cuyo «carácter más saliente –según Menéndez Pidal– está en ser eminentemente sintética»[4]. Menéndez Pidal ha explicado el proceso paulatino de asimilación de las formas breves por la poesía popular: «Al hojear un Romancero del siglo XVI nos sorprende la gran abundancia de asuntos inacabados. Puede ser olvido o descuido lo que así deja incompleta la versión de un romance; pero en seguida desechamos esta explicación. Bien se comprende que si en el siglo XVI las versiones truncas fuesen tenidas por defectuosa, no hubieran hallado tan fácil y frecuente acogida en los Romanceros, pues éstos se publicaban para recreo del público, no para el estudio de los eruditos o arqueólogos; y esta observación se comprueba al comparar la belleza de esas versiones fragmentarias con otras que tienen su final completo, pues fácilmente se echa de ver que el fragmento es más hermoso que el todo. […] El infante Arnaldos [...] no es otra cosa que una versión fragmentaria; aquí el corte brusco transformó un sencillo romance de aventura en un romance de fantástico misterio y esto no fue por casualidad, sino después de varias tentativas de un final trunco, algunas de las cuales se nos conservan en los cancioneros antiguos. El acierto aparece así como una verdadera creación poética. El fragmentarismo del Romancero es, pues, un procedimiento estético: la fantasía conduce una situación dramática hasta un punto culminante, y allí, en la cima, aletea hacia una lejanía ignota, sin descender por la pendiente del desenlace"5]. Esta fórmula de lo inconcluso instalará en la conciencia de la tradición oral una suerte de intuición que logra su máxima decantación en ciertas coplas flamencas, cuyo sentido de la síntesis ya no es ese saber callar a tiempo con tal de crear expectativas enigmáticas. Se trata, más bien, –como en algunas modalidades aforísticas muy próximas a la poesía– de meter un máximo de contenido en un mínimo de continente. Si para la llamada poesía culta esto ha sido considerado un hallazgo estético de gran valía, para la poesía flamenca es además una necesidad primordial: en un mundo de personas iletradas, la única manera de convivir fructífera e íntimamente con el lenguaje es desdeñando por completo la retórica, aprovechando, del modo más eficaz, los escasos recursos expresivos con que contaba la comunidad gitano-andaluza.
La incipiente vaguedad del romance desembocará con el tiempo en la copla. De este modo, como aclara Rodríguez Marín, «la cuarteta o copla octosílaba romanceada es [...] muy posterior al romance en la historia de nuestra literatura: coplas llamaban nuestros escritores del siglo XVI, entre ellos Juan Rufo, en una de sus apotegmas a cada cuatro versos de un romance, y, en efecto, [...] nuestra copla no es sino un trozo o pasaje del romance mismo»[6].
A través de la copla, la sensibilidad anónima redescubre cómo cantar los temores y los júbilos más suyos, sus celebraciones y sus derrotas, su amor y su odio. Y, a medida que «la copla, más personal y más directa»[7] que el romance, se afianza en el sentir colectivo, el tono narrativo del romance no refleja ya, a pesar de sus vuelos imaginativos, las necesidades vitales de la gente. El romance añadía otras vidas a la vida real de cada uno. A través de sus historias épico-líricas, el pueblo participaba de otros mundos, de una realidad evasiva que compensaba, sin alterarla, la suya propia, rutinaria y muchas veces poco llevadera. Al reducir la extensión del canto, se acerca más a sus propias vivencias y aprende a abarcarlas. Así, el folklore recoge aquello que pasa a quienes lo cantan. La expresión poética vuelve a ser una proyección de su propio mundo. Y digo vuelve a ser porque antes las cantigas galaico-portuguesas y las cancioncillas primitivas castellanas eran limpia y simple poesía del sentimiento. Pero el paso de los siglos no sólo ha reforzado los recursos instrumentales de la lengua, sino que también ha dotado a esta nueva poesía popular de un carácter cada vez más individual. El flamenco aprovecha los moldes expresivos de la tradición, los transforma hasta conseguir un tono inconfundible en su mundo afectivo y social, a través de reacomodos estróficos y singulares tratamientos léxicos. Estos tratamientos interiorizan definitivamente la expresión poética anónima y la apartan del folklore. La poesía flamenca, clandestina durante mucho tiempo debido a la persecución del pueblo gitano, es cultivada solamente por unos cuantos individuos de esa sorda convivencia entre gitanos y andaluces. Estas coplas, sin dejar de ser una denuncia testimonial de la pobreza y marginación del pueblo gitano-andaluz, expresan, sobre todo, experiencias concretas de quien las canta. De ahí que, incluso a bastantes de ellas se les atribuya un autor. Este eminente talante personal impregna a la copla flamenca de una extraordinaria intimidad y desnudez. Su sobriedad desecha todo adorno o imagen superflua. Este rigor compositivo alcanza su perfección en muchas coplas flamencas, ya separadas del canto más común del pueblo. Y esto es debido a su capacidad de síntesis, que comparte, en alguna medida, con el aforismo. Para Laura Cerrato, «sólo el aforismo escapa a nuestro reduccionismo [...] porque es una construcción que, o se repite igual o es irrepetible, ya que no admite modificación»[8].

Es interesante seguir los pasos de una imagen poética hasta que se incorpora a una copla flamenca para comprobar hasta qué punto la irreductibilidad ensancha las posibilidades semánticas de la copla. Copio estos versos de un viejo romance:

¿Dónde está mi espejo, madre, donde me suelo mirar?
¿Qué espejo preguntas, hijo, el de vidrio o el de cristal?
No pregunto por el de vidrio, tampoco por el de cristal,
pregunto por mi Anarbola que me digas dónde está.
[9]

Aquí la imagen del espejo es el trasunto de una mu­chacha, una metáfora que, en última instancia, podría ser eliminada sin alterar el sentido de la pregunta, aunque sí su belleza. Esta imagen, siglos más tarde, reaparece en la siguiente siguiriya gitana:

Maresita mía,
yo no sé por dónde
al espejito donde me miraba
se le fue el azogue.

La imagen del espejo forma parte decisiva de la copla, aunque todavía sigue siendo una metáfora susceptible de ser desentrañada como hace Machado y Álvarez: «es muy bonita la metáfora que se emplea en esta conocida copla por la delicada relación tácita que ofrece entre el azogue y la vida. Nosotros traducimos esta metáfora del modo siguiente: dejó de existir la persona amada o dejó de existir su cariño hacia nosotros: se le fue el azogue»[10]. La imagen del romance es superficial y fugitiva: se deja atrás en la ristra de versos que narran una historia escabrosa. En ningún momento es parte central de ésta. Sin embargo, la misma imagen nutre a la copla transcrita de decisiva intimidad. Habría que componer otra para prescindir de esa imagen, otra copla que, sin embargo, expresaría un parecido sentimiento de amor tan esencial y desamparado. Esta siguiriya de cuatro versos tiene otra versión de tres:

Yo no sé por dónde
al espejito donde me miraba
se le fue el azogue.


¿Es en verdad otra versión? A mi juicio es otra copla, cuya fragmentación desarrolla una vaguedad definitiva y concentrada al máximo. ¿De qué nos habla ahora esta nueva copla? ¿Sigue preguntando por su amor? ¿Plantea un extravío de la identidad del ser? ¿Expone el laberinto de soledad última en que el hombre moderno se haya perdido? ¿Es el poema de la desorientación humana? Al suprimirse el primer verso, la referencia concreta del interlocutor desaparece. La madre, refugio de las quejas de la poesía tradicional y centro afectivo del mundo flamenco, ya no está para oír la voz lastimada de la copla y, por tanto, los tres versos de ahora se vacían de connotaciones para llenarse de ambigüedad creativa. La condición fragmentaria de esta copla anónima logra, sin lugar a dudas, la aspiración suprema de una de las constantes más depuradas de la poesía contemporánea: la capacidad de dejar flotando en el poema todo aquello que es imposible expresar y que sólo de una manera latente es sentido y expresado como una presencia inabarcable: lo indecible no se dice pero se incorpora al poema y es vivido por quien lo lee o lo canta. En esta siguiriya de tres versos, la imagen del espejo no forma parte decisiva de la copla: es la copla. Esa imagen ocupa su forma e irradia hacia dentro de la existencia humana el abierto esplendor de sus múltiples sentidos. Incluso su rima deja de ser un recurso mnemotécnico para convertirse en el reflejo acústico que el espejo proyecta como esencia de su materialidad. Esta siguiriya, igual que el aforismo, es irreductible e intransformable. Laura Cerrato señala que «los motivos de la vigencia del aforismo y otras formas fragmentarias [...] tienen que ver con la necesidad del ser humano de encontrar una modalidad expresiva en la que forma y contenido, lenguaje e idea, significado y significante, tengan la posibilidad de estar presentes en la misma medida, en la misma fragilidad de equilibrio en que fueron concebido por su autor”[11].
Este equilibrio se pierde conforme el cantaor, por lógicos avatares históricos, deja en manos de letristas la parte literaria de las coplas y se convierte en mero intérprete cada vez más profesional, alejado de su propia experiencia hasta el punto de no cantar lo que vive. Pero la decisiva correspondencia entre vida y poesía de las coplas flamencas tradicionales son hoy para mí una indeleble referencia a la hora de frenar esa inercia de frivolidades que despeña a mucha poesía actual, por cuyo predominio sofocante ya tanto nos cuesta distinguir lo ocurrente de lo necesario.


[1] Félix Grande, «Antonio Machado y Álvarez, fundador de la flamencología», introducción a Cantes flamencos recogidos y anotados por Antonio Machado y Álvarez (Demófilo). Ediciones Cultura Hispánica, Madrid, 1975.
[2] Luis Rosales, Esa angustia llamada Andalucía. Ed. Cinterco, col. Telethusa, Madrid, 1987
[3] José Manuel Caballero Bonald, Luces y sombras del flamenco, Ed. Lumen, Barcelona, 1975.
[4] Ramón Menéndez Pidal, «La primitiva poesía lírica española», en Estudios Literarios, Editorial Espasa Calpe, col. Austral, Madrid, 1968.
[5] Ramón Menéndez Pidal, Flor nueva de romances viejos, Segunda edición, 1933.
[6] Francisco Rodríguez Marín, «La copla», en Miscelánea de Andalucía, Editorial Páez, Biblioteca Giralda, Madrid, 1927.
[7] Juan Ramón Jiménez, «El Romance, río de la lengua española», en Política poética, Alianza Editorial, Madrid, 1982.
[8]Laura Cerrato, «El aforismo y la escritura fragmentaria», en Doce vueltas a la literatura, Ed. Botella al mar, Buenos Aires, 1992.
[9] «La mala suegra», versión copiada de El Romancero viejo, edición de Mercedes Díaz Roig, Editorial Cátedra, Madrid 1992.
[10] Antonio Machado y Álvarez «Demófilo», Colección de Cantes Flamencos, edición de Enrique Baltanás, Portada Editorial, col. Biblioteca Flamenca, Sevilla, 1996.
[11] Laura Cerrato, ídem.

Prólogo a Poesía de la intemperie. Selección de coplas flamencas (Ed. de Francisco José Cruz, col. Palimpsesto, Carmona, 2010)