lunes, 16 de mayo de 2011

HUMBERTO AK'ABAL, LAS PALABRAS DE UN HOMBRE.

Descubrí a Humberto Ak’abal hace siete años en un número de la revista bogotana Casa de Poesía Silva, que dirigía María Mercedes Carranza. Allí leí unos pocos y breves poemas que no me dieron idea, ni siquiera aproximada, de la magnitud de esta obra. Pero la delicadeza y deliberada ingenuidad que encontré en ellos me atrajeron de sobra como para buscar de inmediato a su autor e invitarlo a colaborar en las páginas de Palimpsesto, revista que, desde 1990, mi mujer y yo llevamos en Carmona, ciudad próxima a Sevilla. La gran poeta colombiana me facilitó las señas de Humberto Ak’abal, quien generosamente me contestó a vuelta de correo con algunos libros suyos. Sólo entonces supe que aquellos primeros poemas eran versiones españolas, realizadas por él mismo de su lengua materna, el maya-k’iche’. Al margen de cualquier interés étnico, esos libros me llenaron de emoción y entusiasmo hasta el punto de que, en vez de publicar algunos textos sueltos, decidí preparar una antología para el nº 16 de la colección Palimpsesto, en la que incluí, además de poemas, reflexiones del propio Ak’abal sobre su vida y su escritura.
Sin duda, me daba cuenta de que estaba entrando en un mundo tan personal como intransferible, hecho de esas recurrentes correspondencias que urden la coherencia interna de toda obra auténtica. La antología me confirmó que la fidelidad del poeta guatemalteco a sus registros formales y temáticos es tal que, a diferencia de esos autores que necesitan crear un clima distinto en cada libro, los suyos conforman uno solo, cuyo despliegue es hacia dentro y no hacia adelante, como reflejo de su noción circular de la existencia. Sin embargo, la gama de matices de esos registros –que van del amago humorístico al sentencioso, pasando por el detalle descriptivo y el diálogo directo- lo salvan, sin romper la unidad de fondo, de la monotonía o el estancamiento.

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La condición bilingüe de Ak’abal no se queda en el hecho de que él mismo traduce sus poemas, sino que determina la perspectiva desde donde los escribe. Poemas como “Sombras” o “El viaje” no tendrían sentido en su lengua materna: se atienen a una fórmula verbal híbrida para dar a conocer a quienes no pertenecemos a la cultura maya, el espíritu de imbricación del k’iche’ con los seres naturales, elementos y ámbitos cotidianos. Esta fórmula constituye en el fondo un recurso creativo más para provocar un efecto dado. Poeta, hasta cierto punto, fronterizo entre dos lenguas y dos mundos, toda su poesía, de un modo más o menos soterrado, guarda esta intención y supone, en primera instancia, un tapiz de personajes, costumbres y creencias tan coherente y verazmente tejido, que lo que pudiera parecernos incluso mera superstición, lo aceptamos como signo primordial, heredado de una larga experiencia de esa realidad que el poeta recuerda y vive. Una realidad en la que “todo tiene habla” y encuentra su sentido, adverso o favorable, dentro del flujo temporal que comunica al pasado, al presente y al futuro entre sí.

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La autenticidad de estos poemas nace, en gran medida, de la actitud comprensiva y entrañable -pero no complaciente- con que Ak’abal se refiere a cualquier aspecto de su entorno y, en consecuencia, de la falta de conclusiones o afirmaciones tajantes –salvo salpicados poemas de corte aforístico- que pudieran llevarlo al pintoresquismo o, peor aún, al exotismo de cartón piedra. Ak’abal no opina: presenta hechos, situaciones, sensaciones y personajes, dejando el silencio justo para que lo no dicho flote en lo dicho como un temblor sobreentendido y sugerente. Es este despojamiento el que le da a esta poesía su carácter íntimo e individual. El poeta habla, en última instancia, de su mundo para reconocerse y, a través de esos hábitos y señales ancestrales, hacernos sentir su inquietud y las incertidumbres de su propia vida. Así sucede en poemas como “Tax-tax-tax…”, “Viento de hielo” o “La cuerda del silencio”, donde los espantos –suerte de indicios premonitorios, presencias intuidas o enmascaradas, a la vez físicas e imaginarias- suspenden de súbito el curso normal de las cosas hasta recoger, con la fuerza de una imagen elemental, la inocencia primigenia del miedo. Pero esta misma inocencia –que es simple reconocimiento del misterio de todo- hace de esta poesía un modo atento y acogedor de estar en el mundo, sin imponerse a nada.

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La onomatopeya cumple una función central en esta poesía porque le permite a Ak’abal oír a los seres y a las cosas y, por tanto, entenderlos y atenderlos. La onomatopeya nunca es aquí gratuita: se integra en el fraseo de un poema para completar su sentido, no para reiterarlo, añadiendo una sensación física, como por ejemplo en “Zarabanda”, que las palabras no alcanzan a transmitir. La máxima expresión de este recurso aparece en “La canción del fuego”, poema sostenido enteramente por la regular repetición -con mínimas variantes- de grupos silábicos hasta crear el puro chisporroteo que nos calienta por dentro. Sonido y sentido, pues, como aspiraba Valéry, se funden. Ak’abal no nos cuenta qué dicen las cosas, nos las pone al oído y quizá los poemas onomatopéyicos supongan la total decantación de su espíritu animista.

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Pero esta riqueza espiritual no excluye la conciencia de la pobreza material. Ambas constituyen las dos caras de una moneda, cuyo borde sería la forma breve de casi todos estos poemas. La brevedad casa tanto con el silencio contemplativo o el sentimiento más delicado, como con la evidencia de la precariedad, donde una imagen, en ambos casos, basta para decirlo todo, sin insistencia alguna. Por ejemplo, “La luna en el agua” se acerca a la inasible fulguración de un haiku, mientras que “Solot” a la áspera intemperie de una copla flamenca. Este mismo espíritu de la brevedad –que calla más que afirma, que muestra más que insiste- lo posee, a pesar de su inusual extensión en esta escritura, “La carta”, cuyas dotes narrativas apuntan a la dramática indefensión de algunos relatos de Humberto Ak’abal, y que ya están implícitas en muchos de sus poemas cortos como “El acial”, “Los zapatos”, “Tiburcio”, “Mi vecino”…

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La brevedad y la ingenuidad dan a estos poemas una apariencia de apuntes sin pretensiones, como salidos de un tirón. Pero una y otra son el resultado de un orden expositivo que reparte, con audaz sentido común, los elementos formales y temáticos que conviene resaltar en cada momento para no caer en lo anecdótico. De ahí el frecuente equilibrio estrófico y la sensación de no estar leyendo unos poemas traducidos. Poemas que nacen, según el propio Ak’abal, de “la mirada de un niño en las palabras de un hombre”.


Prólogo a La danza del espanto de Humberto Ak'abal (Artesanales Fz'ukulik, Guatemala, 2007).