martes, 10 de mayo de 2011

EUGENIO MONTEJO: EL VIAJE TOTAL

Uno de los grandes dramas del poeta moderno, tanto o más decisivo que el que supone su obsesiva reflexión sobre el propio hecho poético y la relación poema-realidad, es el paulatino distanciamiento respecto de la sociedad en que vive. El poeta moderno es una isla que se ha ido cerrando sobre sí misma hasta tal punto que el poeta de hoy no ha podido dejar de preguntarse para quién escribe. Mallarmé pretendía que el poema fuese una realidad autosuficiente desvinculada de la vida. Es decir, la poesía ya no refleja al mundo sino que lo contradice y el poema acaba siendo otra realidad distinta. Se trata, a partir de aquí, de vivir en el poema, de hacer de él un fin en sí mismo. El poema, pues, más que buscar la comunicación, con Mallarmé pretendía crear realidad. Sería inútil repetir aquí los insustituibles logros de la poesía moderna desde la búsqueda llevada a cabo por el poeta francés. Sin embargo, este protagonismo del poema, esta total supremacía de las palabras, ha hecho que la poesía de nuestro siglo le haya dado, quizá con demasiada frecuencia, la espalda a la vida: el poeta sólo habla consigo mismo y con algunos iniciados, que suelen ser también poetas. Naturalmente, la culpa de este aislamiento no debe ser atribuida solamente al poeta sino a los múltiples avatares y fenómenos sociales por todos conocidos. El progreso ha ido desrealizando al hombre y, por tanto, padecemos la atrofia de la comunicación, hasta tal punto que no sabemos qué hacer con el recuerdo. La preponderancia de la razón, en su sentido más superficial, ha hecho que perdamos la fe en la memoria y en su increíble facultad de resurrección. Muchos poetas modernos se dieron cuenta del peligro del progreso y, por eso, sus obras fueron una negación, un rechazo y una contestación rebelde de su tiempo.
Pero pocos poetas, además de discrepar radicalmente con su época, han logrado recuperar la función salvadora de la memoria, la capacidad de comunicarse con lo remoto y de ponerlo en relación con el instante. Esta actitud, este esfuerzo vuelve a darle al ejercicio de la poesía un sentido concreto y al poeta una misión. Eugenio Montejo es de los pocos poetas del último medio siglo que, con extraordinaria claridad, ha visto la necesidad de integrar al poeta en la sociedad y de vincular al poeta con la vida: Para que Dios exista un poco más / —a pesar de si mismo— los poetas / guardan el canto de la tierra (“Labor”, Terredad, 1978). El poeta, pues, es un preservador de la memoria del mundo y esto que digo, en la poesía de Montejo, es una convicción y una experiencia. “La poesía —escribe Octavio Paz— no busca la inmortalidad sino la resurrección”. El poeta venezolano pasa de la teoría de la frase a la práctica en sus poemas.
La poesía de Eugenio Montejo nos ayuda a crecer pero hacia atrás. Su palabra es una búsqueda, una fábula y una recuperación. Montejo ha optado por la memoria y esa opción corrobora su falta de fe en el progreso. El progreso ha matado a nuestros muertos, los ha hecho irreversibles, los ha olvidado en favor del futuro. Esta poesía recoge nuestra condición de seres exiliados, esa sensación de estar viviendo fuera de todo y, desde esa constatación, la memoria es una brújula. Sin embargo, esta poesía no está para repetirnos que lo pasado no vuelve sino para mostrarnos que no pasa. Recordar aquí es fundar un foro donde los tiempos se reúnen. El recuerdo, más que un lamento, supone una convocatoria. De esta manera, como escribió Luis Rosales, “la muerte no interrumpe nada”, hasta tal punto que la memoria ocupa el sitio del presente: ya no sabemos bien si somos nosotros quienes vamos en pos de nuestros muertos o son ellos los que nos alcanzan. Este trato de igualdad con los muertos hace de la muerte una imposibilidad o, mejor dicho, la convierte en un espacio más de la vida. Al leer estos poemas, más que percibir cómo el poeta trata de anotar fielmente, con minuciosidad, los detalles de un recuerdo, de una vivencia perdida, tenemos la turbadora sensación de que el espacio del pasado llega hasta nosotros, de que el pasado es un presente oculto, un ahora debajo del ahora que hay que desenterrar, hasta que instante y memoria son lo mismo. De ahí que los poemas donde vivos y muertos se reencuentran están regidos, de principio a fin, por el presente del indicativo:

Volvemos a sentarnos
y hablamos ya sin vernos

vemos flotar antiguos rostros
que empañan los espejos

charlamos horas sin saber
quién vive todavía, quién está muerto.

(“Sobremesa”, Muerte y memoria, 1972)

Al ocupar el pasado el sitio del ahora, el tiempo de los muertos se rige por el tiempo que fluye de los vivos. Montejo atribuye al mundo de los muertos las mismas leyes y necesidades que deben cumplir en el suyo los vivos. De ahí que los muertos tengan el don del movimiento y la necesidad de la acción. Nuestro poeta proyecta en la muerte las leyes de la vida. De ahí que la idea del viaje, del traslado, sea el ámbito más frecuentemente compartido por vivos y muertos. La figura del caballo se erige en el punto concreto donde vida y muerte coinciden. El viaje es un avanzar que, a la vez, es un regreso:

Aquel caballo que mi padre era
y que después no fue, ¿por dónde se halla?

Sé que vine en el trecho de su vida
al espoleado trote de la suerte
con sus alas de noche ya caída,

y aquí me desmontó de un salto fuerte,
hízose sombras y me dio la brida
para que llegue solo hasta la muerte.


(“Caballo real”, Muerte y memoria, 1972)

Sentimiento de orfandad que, sin embargo, no trunca de manera definitiva la relación de muertos y vivos. En «Nocturno al lado de mi hijo» (Algunas palabras, 1976), la relación se intensifica de forma que el poema se convierte en el punto donde se cierra el círculo del tiempo. El poeta se reúne con sus mayores pero también con su infancia hasta que, una vez más, genera una nueva identidad vital: la que crea el movimiento de la sangre común. Este estado de herencia compartida aquí es desconsolador, terrible:

De padre a hijo la vida se acumula
y la sangre que dimos se devuelve

Junto a la transparencia de mi hijo
sigue el bracero de los labios
mezclándonos las voces
en un salmo de amarga sobrevida
que da terror y quema.

A través del viaje, la poesía de Montejo supone un esfuerzo abarcador, alcanzando con frecuencia una visión integradora del fenómeno de la existencia. Aquí, el poeta venezolano entra en un profundo diálogo, en este sentido, con el mundo poético de Rilke, quien, en una carta escrita a su traductor polaco, señalaba: “La afirmación de la vida y de la muerte se revelan como formando una sola. [...] La muerte es el lado de la vida que no está vuelto hacia nosotros”[1] Si en Rilke esta visión de la realidad viene dada por una suerte de intuición metafísica, heredada del mejor romanticismo alemán, en Montejo dicha visión encuentra su sentido en la memoria, no sólo memoria del pensamiento sino, sobre todo, la memoria ancestral del instinto, esa especie de labor del recuerdo que le repite a la materia que somos hombres y no otra cosa. Pero Montejo, en su afán de totalizador va todavía más allá: al crecer hacia atrás, esta poesía nos conduce y nos instala en ese espacio inimaginable, desprovisto de tiempo, en que aún no hemos nacido. Montejo descubre para la poesía contemporánea el otro rostro del más allá, que es ese ámbito que precede al comienzo, donde los no nacidos, como los muertos, también viven. Este crecer hacia atrás permite a Montejo verse antes de ser quien es. Estamos ante una especie de resurrección que se anticipa a la muerte. Tiempo anterior al nacimiento, pero el poeta habla desde aquí en presente, haciendo referencia a las cosas cotidianas del pueblo y su paisaje. No nacido pero está ya aquí. Si la memoria ocupa el sitio del presente, también lo ocupan el origen y lo que lo precede. Tiempo anterior al tiempo. Se juntan, en este poema, la vida en movimiento de sus padres y la consciencia en movimiento del que no ha nacido todavía. El poema, pues, enlaza el tiempo imaginario con el real:

Estoy a veinte años de mi vida,
no voy a nacer ahora que hay peste en el pueblo,

mi padre partirá con los que queden,
lo esperaré más adelante.



(“Güigüe 1918”, Terredad, 1978)


El nacimiento, por lo tanto, más que un comienzo, es la otra frontera de la existencia. En “Los de mañana” (Alfabeto del mundo, 1986) la situación se invierte y ahora es el poeta desde la vida tratando de entenderse con los no nacidos sin lograrlo. Volvemos a descubrir cómo el poema busca ser, ante todo, comunicación:

Los de mañana están en fila

Se ven allí
espiándonos con largos catalejos
desde siglos remotos
inconmovibles, dispuestos a juzgarnos.

¿Qué hacer, qué haremos por ellos a esta hora,
nosotros que jamás les hablaremos?

El tiempo se revuelve sobre sí mismo hasta que ya no avanza ni retrocede sino que rompe su linealidad, no desde el espacio de la página, sino desde el plano trastocado de la memoria. La imaginación en «Tiempo transfigurado» (Adiós al siglo XX) conduce a la memoria hasta sus últimas consecuencias y la obliga a imaginar. La dualidad memoria e imaginación desaparece y el poema es un espacio de encuentros y persecuciones, de búsqueda y ausencia:

La casa donde mi padre va a nacer
no está concluida,
le falta una pared que no han hecho mis manos.

En esa tumba no están mis huesos
sino los del biznieto Zacarías,
que usaba bastón y seudónimo.
Mis restos ya se perdieron.

El poema lleva a la práctica la siguiente reflexión de Blas Coll: “La estructura lineal presente-pasado-futuro a que cada discurso se halla forzosamente constreñido, es una pervivencia de la mente arcaica que traba el verdadero conocimiento de la realidad. De allí se origina el falso espejismo de la fragmentación espacio-temporal que gobierna [...] la forma de todo discurso»[2]. Si el paso de la vida a la muerte es el tema central de la poesía de todos los tiempos, motivo de reflexión desde que el hombre tomó consciencia de sí mismo, en el “Cementerio de Vaugirard” (Muerte y memoria, 1972) estamos ante la misma perplejidad de Jorge Manrique. El poema nace en el mismo tono elegíaco pero va más allá ya que los muertos están también vivos y, por tanto, pueden morir otra vez: morir de estar muertos. Aquí la pregunta adquiere una dimensión insospechada, la dimensión extrema del misterio: la poesía de Montejo parece resolver o, al menos, vislumbrar la realidad de la muerte pero no esa metamorfosis en que el muerto desaparece y no hay ya constatación física suya. Vemos, pues, cómo mientras haya materia hay vida. La pregunta de Manrique se sitúa en el cambio que va de vivo a muerto y la de Montejo la que va de muerto a desaparecido, es decir, a la disolución de la materia, a la falta de huellas de la ceniza:

Los muertos que conmigo se fueron a París
vivían en el cementerio Vaugirard

muertos bajo tierra a caballo
¿Qué queda allí de esa memoria
ahora que la última luz se ha embalsamado?

¿qué quedó allí de aquellos huéspedes
agradecidos de tanta posada?
¿Qué noticias envían ahora lejanos
a los caídos, a los vencidos, a los suicidas olvidados?


En este punto, es donde, acaso, el tiempo empiece a mirarse a sí mismo y se haga redondo. Esto explica que Eugenio Montejo, en su poesía, contemple la existencia de los no nacidos aún y que, por tanto, los hijos por nacer estén ya viviendo en sus padres. El tiempo es una lección que no hemos aprendido todavía.
Al abolir la muerte, nos quedamos sin tiempo personal: somos en la medida en que siguen siendo nuestros antepasados, al igual que ellos dependen de nuestra voluntad de existirlos. Esta instintiva trabazón nos integra en el tiempo terrestre. En “Provisorio epitafio” (Terredad, 1978), Montejo vuelve a encontrarse con Rilke para darnos una visión de lo cósmico, apoyada en el cambio continuo de la materia. Percibimos un cambio que se aleja de lo terrestre. Aquí es una metamorfosis ascendente. La muerte no es abolida por el proceso ininterrumpido de la sangre inmemorial sino por la integración en lo cósmico. Sin embargo, el poema está desnudo del tono abismal y vertiginoso de los poetas románticos al uso. El poema nos presenta una realidad que pretende ser vista de la forma más normal y verosímil. También encontramos aquí el sentido del viaje, vinculado a la abolición de la muerte:

Ignoro a dónde voy,
de qué planeta seré huésped,
a partir de cuál forma de materia
—carbón, sílex, titanio—
me explicaré después por aerolitos.

¿No hablan, en verdad, estos versos la misma lengua que el siguiente párrafo de Rilke: “Como las diferentes materias del Universo no son más que diferentes coeficientes de vibración, preparamos de esta manera no solamente intensidades de naturaleza espiritual sino ¿quién sabe?, nuevos cuerpos, metales, nebulosas y astros”?[3]. Texto éste recorrido por un tono de neutra lógica científica, por lo que, como ocurre en el poema de Montejo, la imaginación se reviste de normalidad. Sin embargo, como apunta Guillermo Sucre, “no habría que confundir lo cósmico con ninguna desmesura planetaria. No sólo porque la memoria de Montejo nos hace ver el universo desde cierta intimidad; igualmente porque en toda su obra es muy evidente la entonación mesurada, la trama reflexiva y aún irónica que la aleja de cualquier desencadenamiento visionario o verbal”[4].
Y, además, porque la dimensión de lo cósmico, apuntada arriba, no es la habitual en esta poesía. La relación con lo terrestre es, efectivamente, abarcadora pero alejada de las abstracciones metafísicas. Montejo alcanza una visión de lo terrestre a partir de la referencia concreta. Al aludir a una zona del mundo, no olvida las antípodas. Afán totalizador. En este sentido, debe entenderse el sentimiento cósmico del poeta, expresado en “Otoño en el sur” (Trópico absoluto, 1982):

Este lánguido fuego del otoño en el sur
ya por el norte se aviva en primavera.
Este viento de pampa que retira las hojas
de la luz,
allá las abre nuevamente verdes.

Más que ver cómo los días pasan, en los poemas de Montejo sentimos cómo la tierra gira.
De esta constatación global del mundo nace el sentimiento de insatisfacción y la importancia del deseo en esta poesía. En los poemas de Montejo vemos siempre el afán de pasar de la teoría del lenguaje a la práctica de la vivencia. De esta manera, el poeta comprueba su limitación, venida de su consciencia del espacio. Si la memoria logra enlazar pasado y presente, el deseo, sin embargo, no basta para juntar los espacios de la tierra:

Me voy con cada barco de este puerto

Me voy a Rotterdam donde ahora cae densa la nieve

Si mediara otra senda más simple, más humana,
saldría sin ausentarme.


(“Partida”, Terredad, 1978)

Poesía cósmica pero también, como apunta Ramos Rosa, “poesía de la separación”[5]. Estamos en un mundo poético que se sitúa, como señala Sucre, entre “la nostalgia de lo cósmico inmemorial y la desacralización del presente (...) pero sin entregarse a ningún patetismo, sin acentuar una dualidad irreconciliable”[6]. Así, la ciudad es el ámbito y el símbolo donde Montejo expresa ese conflicto entre su sentido mítico del mundo y el desarraigo respecto a su entorno. En “Manoa” (Trópico absoluto, 1982), ciudad legendaria, el poeta no encuentra dificultad en descubrirla. La imaginación hace de esa ciudad inexistente una posibilidad real. Montejo se reacomoda al mito y acaba incorporándose a él: Manoa es la otra luz del horizonte / quien sueña puede divisarla, va en camino, / pero quien ama ya llegó, ya vive en ella. Aquí la intuición puede fundar la realidad hasta que lo imaginario nos hace verdaderos. Lo que buscamos está en nosotros, en nuestra capacidad de crearlo, en la necesidad de inventarlo. El mito aquí se hace humano y depende de nosotros, no nosotros de él. Montejo hace del paraíso original, de su nostalgia, una inmediatez recuperable. La ciudad también es la metáfora de la imposibilidad y del desarraigo, así como el espacio real del extravío, de la soledad, de la incomunicación. La ciudad es donde con más frecuencia instante y memoria no se reconcilian. En “Mural escrito por el viento” (Trópico absoluto, 1982), la ciudad cambia más que el hombre. Su continua metamorfosis la hace, al fin, irreconocible hasta aislar al poeta, que rechaza la velocidad del mundo urbano y su imposible relación íntima. Es el entorno quien se hace hostil. Estamos ante el amor de Montejo por ciertas ciudades y su temor de que cambien demasiado deprisa. En este poema parece pasar más rápido ciertos espacios que el tiempo. Los paisajes de la ciudad cambian pero no de manera circular. No buscan el entorno:

Una ciudad no es fiel a un río ni a un árbol,
mucho menos a un hombre.

Cuando se ven por la ventana de un avión
todas atraen
con sus cumbres azules
largos bulevares rumorosos,
pero al tiempo son sombras amargas.
Sus edificios nos vuelven solitarios,
sus cementerios están llenos de suicidas
que no dejaron ni una carta.
Por eso el río pasa y no vuelve,
por eso el árbol que crece a sus orillas
elige siempre la madera más leve

y termina de barco.

Este cambio incesante de la modernidad está a la vez reflejado y contradicho en la poesía de Montejo, es decir el poeta nos muestra dicha realidad y nos da salida siempre desde el esfuerzo de la reconciliación y nunca de la fuga. No estamos ante un poeta evasivo sino ante quien denodadamente busca el rostro de la resurrección. Así, en “Los gallos” (Terredad, 1978), la memoria, de manera sorpresiva, inesperada para el poeta, vuelve a tender un puente entre el mundo natural y la crudeza sin fondo de la ciudad, Puente por donde el pasado llega hasta el presente. El poeta no nos presenta el acto de recordar, no nos dice que está recordando. Pretende que lo que él recuerda sea la auténtica realidad o una realidad tan vigente como la del instante en que escribe. Por eso, el pasado se escribe en tiempo presente:

¿Por qué se oyen los gallos de pronto
a medianoche
si no queda ya un patio en tantos edificios?

Cruzan el empedrado,
la niebla de la calle,
alzan sus crestas de neón,
entran cuando el televisor borra sus duendes.

Es este uno de los pilares fundamentales sobre los que esta poesía se sostiene: la relación entre hombre-naturaleza y el conflicto que para el hombre moderno esta relación conlleva. La naturaleza en Montejo no está considerada como un ente general, casi abstracto, al modo de los presocráticos. El poeta venezolano, al dirigirse a ella, lo hace siempre desde el plano de lo concreto, rozando incluso la consideración individual. En este sentido, el árbol y el pájaro son los seres a los que Montejo con mayor asiduidad se refiere. El árbol es un ser vivo pero no a la manera rebajada de la biología sino al modo sorprendente de lo vital, del temblor de la consciencia. El poeta lo humaniza, dándole las cualidades propias del hombre:

Hablan poco los árboles, se sabe,
Pasan la vida entera meditando
y moviendo sus ramas.
Basta mirarlos en otoño
cuando se juntan en los parques:
sólo conversan los más viejos


(“Los árboles”, Algunas palabras, 1977)

Montejo ve en la reunión de los árboles una estructura social regida por los ancianos, una distribución primitiva que se nos antoja un orden perfecto, en acuerdo con el entorno. A esta armonía de un mundo mítico, el poeta venezolano, muy esporádicamente, logra unirse. Así, en “Algunas palabras” (Algunas palabras, 1977), el lenguaje conecta de manera profunda con el ritmo vital de los seres de la naturaleza: Palmeras de lentos jadeos / giran al fondo de lo que hablamos. Esta extraordinaria simbiosis, esta interdependencia de fondos no pasa de ser en esta poesía un vislumbre muy esporádico. Por lo general, como apunta Ramos Rosa, en Montejo constatamos “la insuperable nostalgia de una coincidencia con los seres y las cosas del mundo”[7]. En su relación con los elementos del mundo natural es donde comprobamos la doble dimensión de esta poesía. Su recuperación del mito, no como un ornamento culturalista del poema sino como ámbito de correspondencia ya perdido, al que el poeta trata de reingresar. Esto hace de Montejo, como señala Francisco Rivera, “poeta de lo actual que viene de tiempos muy remotos”[8]. En una conversación mantenida con Floriano Martins, el poeta venezolano expresa, de manera admirable, su visión sobre lo mítico, que nace de la consciencia de no pertenecer ya a este mundo y del sentimiento de desarraigo del hombre moderno: “La magia del mito como historia verdadera constituye un elemento fundamental del arte de nuestro continente. [...] [Los precolombinos] definían al poeta como aquél que, al hablar, hace que las cosas se pongan de pie. Esto último es imposible sin la fuerza mítica de la palabra”. El poeta se sabe exiliado pero con la misma claridad entiende la necesidad de reiniciar un diálogo con la naturaleza, y su poesía es, en su centro, la atención de ese esfuerzo:

Quien está solo y llama
a los árboles desde lejos
inventando sus nombres con un grito,
sabe que al fin ninguno ha de acercarse.

No hay voz que diga el nombre verdadero
de uno siquiera de los árboles.


(“Como Orestes”, Alfabeto del mundo, 1986)


Llegamos a uno de los grandes dilemas de la poesía contemporánea, que es la posibilidad o no de que el lenguaje pueda asir la realidad. Sin embargo, en Montejo no encontramos una radical desconfianza en el lenguaje. Efectivamente, el poeta venezolano ha meditado a fondo sobre la insuficiencia del lenguaje poético. Sin embargo, su agudeza teórica no se ve, de modo práctico, reflejada en la ejecución del poema. El poeta discute con el lenguaje pero jamás la discusión desemboca en ruptura. El problema está en lo que con verdadero acierto indica Américo Ferrari: “La poesía no es exacta, primero, porque la realidad no es sino imperfectamente legible, y segundo, porque su alfabeto interminable y necesario es irreductible a los treinta signos convencionales del nuestro”[9]. Su acercamiento a la naturaleza está perfectamente explicado por Sucre: “Montejo no describe ni enumera, tampoco se deja llevar por la fabulación genérica. Su terredad supone siempre una busca de inmediatez anímica con el mundo”[10]. Bajo estas premisas, la figura de Orfeo en Montejo, a diferencia de la de Rilke, es un canto que duda de sí mismo. Si el poeta alemán ya advertía las dificultades de expresión para Orfeo y su acorralamiento por parte del mundo moderno (“Tu juego fecundo se elevó por sobre las demoledoras / [...] Pero te aplastaron, al fin, furibundas, locas de venganza; / mientras en peñascos aún y en leones tu voz perduraba, / y en pájaros y árboles. Ahí es donde ahora cantas todavía”[11]), en Montejo el canto ya no es celebración sino tanteo, testimonio de un derrumbe:

Orfeo, lo que de él queda (si queda)
lo que aún puede cantar en la tierra
¿a qué piedra, a cual animal enternece?

Viene a cantar (si canta) a nuestra puerta,
ante todas las puertas. Aquí se queda,
aquí planta su casa y paga su condena
porque nosotros somos el Infierno.

(“Orfeo”, Muerte y memoria, 1972)

Ya no estamos ante el “dios de la lira”, según Rilke, sino ante un Orfeo desmitificado, hecho nombre común: Orfear, acaso, tendido en las aceras, / con monológico organillo.., (“Orfeo revisitado”, Alfabeto del mundo, 1986). Orfeo, además, en esta poesía, junta en su símbolo al poeta moderno, aquél que escribe sin saber bien qué, y al poeta del comienzo, aquel intermediario entre la memoria y la voz. De ahí que el poeta moderno, confundido en su mundo de letras, quiera averiguar qué es lo que debe escribir, prefiriendo oír a la naturaleza antes que a sí mismo: No pude separar el pájaro del canto / [...] anoté cuanto pude sin espantarlo / [...] Ignoro si inventaba o traducía. (“Canto lacrado”, Adiós al siglo XX). El poeta se halla en esa encrucijada que es estar entre la escritura y la oralidad. Para Montejo, el poema siempre debe pasar de la página a la memoria; más que leído, debe ser dicho. El poeta declara a Floriano Martins: “La poesía es anterior a la era alfabética y seguramente la sobrevivirá. No es, por tanto, la lectura su verdadero lugar sino la memoria colectiva”. Sin embargo, no podemos confundir esta actitud con el mundo poético de Pablo Antonio Cuadra, cuyos poemas buscan reproducir la simplicidad y naturalidad del lenguaje común, del mundo épico y terrestre en que se desenvuelven. El empeño de Montejo está en conseguir para el poema una impregnación anímica pero dentro de un lenguaje poético que sabe que su misión no es reflejar sino sugerir. De ahí que Américo Ferrari señale: “La consciencia que tiene el poeta del alcance y las limitaciones de la expresión por la palabra es lo que seguramente lo aleja en el aspecto formal de todo recurso a onomatopeyas o aliteraciones que traten de imitar torpemente los sonidos del mundo”[12] Así, la presencia del silencio en esta poesía no se proyecta en la negación del decir sino en la consciencia de qué es lo que se puede decir y cómo. Miguel Gomes explica con nitidez la función del silencio en Montejo: “La pobreza en él se traduce en precisión y no en los oceánicos espacios en blanco de la página. No desperdiciar el decir, pero tampoco cohibirlo”[13] . O sea: el silencio ni se ve ni se oye pero, por esto mismo, está no en medio de las palabras, no separándolas sino por debajo de ellas. En este mismo sentido, la contemplación no excluye al lenguaje sino que lo depura. En “Mayo” (Élegos, 1967), la visión de la naturaleza es el resultado de una limpia contemplación y, por tanto, el poema se configura a partir de anotar, sin apoyatura de la reflexión, lo visto. Sin embargo, el relieve de la expresión y su sobriedad alejan al poema de toda anécdota, y lo instala en la dimensión de la presencia: Es mayo aún su cielo plúmbeo; / gordas moscas husmean viejas cáscaras, / brotan escarabajos de la tierra húmeda. En El cuaderno de Blas Coll, la contemplación se desnuda de lenguaje y la convivencia palabra-mundo se quiebra. La radicalidad de Blas ColI no es, en ningún momento, compartida por Montejo. Sin embargo, nos da idea de la exigencia del poeta venezolano y, además, nos vuelve a situar en el dilema planteado entre el tiempo verbal y el tiempo real. Nuevamente, la lúcida pobreza de la escritura frente al mundo en movimiento: “El río que contemplamos no cabe en sus tres letras, la mente cesa de percibirlo como nombre o máscara y se funde en su fluencia maravillosamente”. El lenguaje, pues, no expresa la realidad y, sin embargo, no tenemos nunca la impresión de que esta poesía la anule. Lo predominante en Montejo es el esfuerzo y nunca la claudicación. El poema necesita encontrar la vida, no sustituirla ni callarla. El lenguaje, aquí, a pesar de todo, sigue siendo un milagro y una esperanza:

Café con el aroma de las horas
y la mesa en el aire
donde al primer hervor los vivos y los muertos
levitemos

Sólo para avivar su aroma escribo a tientas
al dictado del fuego.
Sólo para servirlo siempre dejé oculta
alguna taza que se beba entre líneas,
detrás de mis palabras.

(“Café”, Alfabeto del mundo, 1986)


Si el caballo une vida y muerte en el transcurrir, el café es, en momentos de reposo, en momentos en que el tiempo parece estar detenido en el lago ambiguo del presente, el elemento diario en que con más frecuencia convoca y reúne a vivos y muertos. Estamos en el espacio de un tiempo mítico pero dentro de un presente. De ahí que, aunque encontramos una reconciliación con el entorno, a esta poesía no la abandona ese conflicto que viene de no entender del todo casi nada. Instante y memoria, consciencia e instinto se interfieren y el poema acaba siendo una tensión entre la intimidad y el desarraigo, entre la palabra y el mundo. Una tensión que no siempre fracasa. Como en la poesía de Antonio Porchia, en ésta todo está vivo, aunque la vida aquí se desnuda de la metafísica y se nos da desde una elementalidad humanizada y originaria. Las cosas tienen el don de la humanidad. Ellas también se sienten exiliadas, destilan mansedumbre, irradian debilidad. Esta visión sobre las cosas comparte la que nos da la poesía de Roberto Juarroz, aunque en éste las cosas desarrollan inquietud e incertidumbre y, en Montejo, están barnizadas de intimidad, de sosiego y nostalgia. Aquí, el reino de las cosas participa del reino natural, forma parte de él:

Un instante la silla ha regresado
a su lejano árbol
con sus verdes tatuajes ya secos

Fiel a sus tablas, sólo da reposo
cuando de tarde la hemos recostado
a la pared, ahogando una memoria
de días que crecieron como un árbol.


(“Regreso”, Muerte y memoria, 1972)


El instante y la memoria tensan el hilo que los une y los separa y por él, la silla viaja a su origen, demostrándonos que no ha dejado de vivir. La silla es ella misma y, a la vez, metáfora de la metamorfosis y de la añoranza del comienzo. Viaje hacia atrás, necesidad de empezar de nuevo. La silla nos recuerda que no estamos ya donde debiéramos, que no somos quienes fuimos. La humanización de las cosas es característica lógica en este mundo poético antiartificial, no rígido. Por esto, las cosas también tienen el don de la memoria y el sentimiento de exilio. El árbol se halla confinado en la estrechez de la silla, como el hombre moderno, en la estrechez de su casa, de sus normas sociales y de su lenguaje convencional y utilitario. Así pues, la vida es un engranaje cuyo ritmo es marcado por el tiempo de la tierra. Vivir, por tanto, es movimiento y expresa, por un lado, la dimensión integral de la existencia y, por otro, el sentimiento de orfandad del hombre moderno. De ahí, la recurrencia al viaje, que es un deambular y una aceptación. El viaje es la forma de temblar del tiempo mítico, su modo de ser y, a la vez, de no ser, la vía por la que el punto de fuga y el punto de encuentro establecen su diálogo de fondo. El viaje vuelve a enlazar vivos y muertos y, a través de él, el poeta se sabe otros pero unos otros que son el verdadero sí mismo. Su cuerpo es el punto de encuentro donde él y sus antepasados se reúnen. El cuerpo, pues, es un lugar común, una transferencia interminable. Somos en la medida en que viajamos por los cuerpos: pertenecemos al tiempo de la tierra y no al de los relojes. La consciencia individual se asoma al fondo común de la especie y, al verse, nos descubre muertos y vivos a la vez, nacidos y por nacer. La identidad en Montejo equivale a la remota correspondencia que se establece entre él y los suyos: Bajo mi carne se ven unos a otro / tan nítidos que puedo contemplarlos / y si hablo solo, son ellos quienes hablan / (...) Mis mayores van y vienen por mi cuerpo (“Mis mayores”, Trópico absoluto, 1982). La búsqueda de una identidad común no sólo ocurre en el ámbito de la memoria familiar. En Nostalgia de Bolívar (1976), el hombre se hace río. Nuevamente, Montejo desciende al fondo de la especie, sembrando en el poema una identidad que podríamos llamar identidad reunida. El verdadero yo del mundo es el formado por todos. Bolívar aquí es la metáfora de la congregación, de la comunidad instintiva. De esta forma, el sentido del tiempo se borra y entramos en el terreno de lo mítico, en el espacio donde habita el temblor, no las horas:

En el mapa natal que tatuamos en sueño
sobre la piel, las manos, las voces de esta tierra,
Bolívar es el primero de los ríos
que cruzan nuestros campos.

Adentro de nosotros Bolívar se desborda,
nos hundimos en su rumor profundamente
y dejamos que en las ondas nos lleve
despacio, de la mano, entre el sueño y el agua.

Viaje ancestral y no estelar como los de Sor Juana Inés de la Cruz y Vicente Huidobro. Estos nos muestran la caída y aquél nos enseña a navegar por la sangre. Vértigo del alma en Sor Juana, del lenguaje en Huidobro y de la memoria en Eugenio Montejo. Esta interdependencia de cada uno de los elementos del mundo encuentra su reflejo en la composición del poema: a través de estructuras repetitivas y de un desarrollo unitario que se acerca a lo narrativo, el poema va y viene, se mueve con el mundo. Sólo en la configuración formal del poema y en su precisión verbal, que descarta cualquier desbordamiento, acerca esta poesía a la de Roberto Juarroz. El poema, al crecer hacia atrás, nos regresa siempre a quienes fuimos, a quienes seguimos siendo en nuestros muertos. Estamos ante una poesía material: el poema está habitado por cosas y sensaciones. Cargada de intensidad, la emoción consigue que el lenguaje tenga esa humedad fértil de la vida. La emoción hace creíble al poema: «Mi acercamiento al poema ocurre por la vía de las imágenes, que es el lenguaje natural de lo afectivo, de lo anterior al raciocinio. Los sentidos siempre nos hablan por imágenes», declara a Floriano Martins. No es ésta una poesía sensual pero sí llena de relieves, caracterizada por “el espesor y la rica gama textual”[14]. Podríamos decir que la poesía de Montejo es comprobable. Leyendo estos poemas, siempre tenemos la certeza de que seguimos en el mundo. El poema se desliza sin trabas por un lenguaje cotidiano y preciso, lenguaje casi exento de experimentalismos pero pleno en experiencias. No obstante, la experiencia nunca da nuevos temas sino que se pone al servicio de las obsesiones del poeta, dándoles cuerpo y presencia. Esta poesía va siempre más allá de la anécdota. Sin embargo, no nos oculta el hecho o el recuerdo que provocó el poema. Es decir, Montejo nos permite vivir en el poema lo que él vivió en la vida. Así, la lectura es una forma de recuperar no sólo el tiempo, sino también el espacio y las cosas que lo habitan. La poesía de Montejo está alentada por cierta aceptación que no es estoicismo sino, más bien, el vislumbre de que la vida no nos pertenece, sino que pertenecemos a ella:

Si vuelvo alguna vez
será por el canto de los pájaros.
lo que fue vida en mí no cesará de celebrarse,
habitaré el más inocente de sus cantos.


[1] Rainer María Rilke, Elegía de Duino. Sonetos a Orfeo. Versión y estudio de José Vicente Álvarez. Estudio y apéndice de Alfredo Terzaga. Colección “Campana de fuego”, editorial Assandri, Córdoba Argentina, 1956.
[2] El cuaderno de Blas Coll (1981), libro de escritura heteronímica, es una arriesgada y rica meditación sobre el lenguaje, donde el humor distancia a Montejo de sí mismo a la vez que le permite desconfiar de sus propias reflexiones. De esta manera, Blas Coll es y no es Eugenio Montejo. El poeta declara a Floriano Martins: “Como personaje, Coll se halla tan distante de mí como pueden estar de un novelista o de un dramaturgo sus propios caracteres. […] En cuanto a los reflejos de sus cavilaciones en mi poesía, sólo podría suponerlos en el plano artesanal de la escritura, es decir, en la búsqueda de una precisión lo más leve posible que nos permita obviar las fórmulas rígidas del idioma”.
[3] Texto recogido de la carta a su traductor polaco, apéndice de la obra citada.
[4] Guillermo Sucre, “La metáfora del silencio”, en La máscara, la transparencia, FCE., col. Tierra Firme, México, 1985.
[5] Antonio Ramos Rosa, “La imposibilidad del canto”, en Jornal de letras, artes e ideas, año X, nº444, Lisboa, 8 a 14 de enero de 1991.
[6] Opus. cit.
[7] Opus. cit.
[8] Francisco Rivera, “La poesía de Eugenio Montejo”, en Inscripciones, col. Ensayo, Fundarte, Caracas, 1981.
[9] Américo Ferrari, “Eugenio Montejo y el alfabeto del mundo”, prólogo a Alfabeto del mundo de Eugenio Montejo, F.C.E, col. Tierra Firme, México, 1988.
[10] Opus. Cit.
[11] Rainer María Rilke, Elegías de Duino, Sonetos a Orfeo, opus. cit.
[12] Opus. cit.
[13] Miguel Gomes, “Poesía de la estación perdida”, en El pozo de las palabras, Fundarte, Caracas, 1990
[14] Guillermo Sucre, opus. cit.


Prólogo a Antología de Eugenio Montejo (Monte Ávila , Caracas, 1994).