lunes, 30 de mayo de 2011

LECTURA EN LA CASA DE POESÍA SILVA

Pedro Alejo Gómez (director de Casa  Silva), Francisco José Cruz y Mario Rivero

PRESENTACIÓN DE MARIO RIVERO

Poeta Francisco José Cruz y señora Chari de Cruz.
Doctor Pedro Alejo Gómez, director de la Casa Silva.
Señoras, señores:
nos reunimos aquí esta noche en la conmemoración de los 20 años de existencia de la Casa de Poesía Silva y, por iniciativa de su director, el doctor Pedro Alejo Gómez, para ofrecer, con esta ocasión, un merecido reconocimiento al poeta español Francisco José Cruz, a quien queremos honrar como poeta y por su afecto a Colombia. Por su contribución a las relaciones entre España y nuestro país, al ayudarnos a conocernos mejor, mediante encuentros, lecturas y conferencias, coordinadas por él, en la Casa de los Poetas de Sevilla, España, que dirige con tan amplia generosidad, abriéndonos horizontes y permitiéndonos incursionar en otros ámbitos. De igual manera, desde las páginas de la revista de creación Palimpsesto, de calidad indiscutible, también bajo su dirección, y orientada fundamentalmente a la divulgación de las letras hispanoamericanas, abriendo otro campo hospitalario y, casi un refugio, a la poesía colombiana, tan sin cabida hoy en nuestros medios de comunicación masivos. Y sin olvidar tampoco, finalmente, lo que representa para la poesía latinoamericana contemporánea, la colección de autores, patrocinada también por Palimpsesto, y de cuyo fondo editorial hacen parte nombres como el de Antonio Porchia, Roberto Juarroz, Antonio Deltoro y Eugenio Montejo, entre otros.
Compilador, editor, promotor, saltan pues a la vista los vínculos que unen a Francisco José Cruz con América en su manifiesto deseo de poner en valor y en alza nuestras letras y, sobre todo, a la poesía, tendiendo un puente entre los dos mundos literarios, desde Palimpsesto y desde esa gran casa de poesía de Sevilla, en donde los poetas, tan a la intemperie en el contexto actual que hasta parecen haber vuelto a vivir bajo el antiguo canon de “malditos”, han encontrado allí contemporáneamente un nuevo y reconfortante Parnaso.
Francisco José Cruz se presenta así, aquí esta noche, para una lectura de sus textos, dentro del lanzamiento de las ediciones colombianas de sus dos libros más recientes: Maneras de vivir, con el que obtuvo el Premio Renacimiento, en Sevilla, España y A morir no se aprende.
Desatendiendo tal vez el axioma que enseña que en poesía nada puede ser explicado, se podría decir que estos dos libros reúnen la experiencia lírica del hombre que se mira a sí mismo en su transcurrir. Y se reconoce. Y desde ese reconocimiento, y desde ese nudo casi ineludible que liga la poesía moderna con la sinceridad, y desde esa su intuición privilegiada, se inventa en la escritura y penetra en la subjetividad del otro, quebrantando así su soledad. Experiencias pues de la soledad y de la comunicación, amasadas con sentimientos y percepciones en poemas que no son confesiones, sino revelaciones… Maneras de mover recuerdos y palabras. Maneras de explorar su fuera y su dentro. Maneras de pronunciar y de enunciar el mundo. De comprender y amar. De participar, comprometerse y descifrar el texto de la vida, de hurgar inquisitivamente por entre los resquicios de la realidad, y de tornar palabra lo que es silencio, o asombro, o estremecimiento, pero siempre bajo el principio luminoso de sutileza y sencillez, como un arquero lírico que, aún en medio de la noche, da en el blanco.
Conmueve, pues, ver cuán hondo es capaz de sentir este poeta de vocación heroica que, aun constreñido por la invidencia, siempre ha estado, está y seguramente seguirá estando rodeado por los demás, al servicio de la cultura, de pie en la batalla, y en el pleno ejercicio de la dignidad humana, inmerso de lleno en el mundo. Emocional, espiritual y corporalmente, trajinando con la palabra, dentro de todos los proyectos que le toca animar, dirigir y llevar adelante, incluido el de coadyuvar para que la historiada y hermosa Carmona, en donde reside, sea declarada Ciudad de Patrimonio Mundial; y enfatizando siempre con su actitud y sus ideas, que la pasión debe acompañar todos los actos que se emprenden.
La pasión de escribir se muestra así en Francisco José Cruz siempre semejante a la pasión de vivir y de dar vida a su palabra de una manera totalmente sincera, sin desmesuras experimentales, ni rebuscamientos oscuros. Sin gongorismos ni los que se llaman hoy en su país, “venecianismos”. Casi desde una enseñanza becqueriana, en donde los poemas fluyen por un cauce que desborda hacia otra latitud, hacia otra vislumbre última de relaciones y significaciones, en donde palabras corrientes y normales como la propia vida alcanzan un margen de resplandor, un fondo íntimo de frescura, alguna resonancia o vibración inusitada, en esa intuición suya del lenguaje entendido como transparencia y al mismo tiempo como sustancia del misterio. Poesía, pues, que es sentimiento y no artificio. Cosa del alma y no de laboratorio o gabinete. Poesía que no tiene por objetivo deslumbrarnos, pero que tiene el don de seducirnos.
Es pues motivo de honda satisfacción que la Casa Silva me haya dado el privilegio de dar la bienvenida a este destacado exponente de la poesía española contemporánea. Muchas gracias entonces, doctor Pedro Alejo Gómez, muchas gracias al poeta Cruz por haber aceptado esta invitación y muchas gracias a ustedes todos por su presencia aquí esta noche.

Al fondo: Federico Díaz-Granados y Juan Felipe Robledo.
Delante: Francisco José Cruz, Mario Rivero y Chari Acal.

De izqda. a dcha.: Pedro Alejo Gómez, Francisco José Cruz y Mario Rivero

Lectura en la Casa de Poesía Silva. Bogotá, 27 de julio de 2006.

domingo, 29 de mayo de 2011

ENTREVISTA CAPOTIANA A FRANCISCO JOSÉ CRUZ por Toni Montesinos

En 1972, el escritor estadounidense Truman Capote (1924-1984) publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama 1999), y en él el autor de A sangre fría se entrevistaba a sí mismo con especial astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Francisco José Cruz.

–Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?


–La ciudad de Sanlúcar de Barrameda, donde veraneo desde niño y donde conocí a Chari, mi mujer. Es nuestro lugar de nacimiento en común. Sus amplios espacios planos y peatonales no me cansarían.

–¿Prefiere los animales a la gente?
–Para bien o para mal, uno no puede realizarse fuera de su propia especie, de modo que el mejor amigo del hombre no es el perro, sino otro hombre. Nuestra esencial condición creadora, en todos los órdenes, nos distingue radicalmente de los demás animales, al punto de olvidarnos de que también lo somos. De acuerdo con el ensayista William Hazlitt, “el ser humano es un animal poético”.

–¿Es usted cruel?
–No creo que la crueldad constituya un rasgo fijo de nadie, salvo de desquiciados y fanáticos. Sin embargo, llevado por el furor de un momento, he sido a veces cruel intencionadamente y otras sin querer.

–¿Tiene muchos amigos?

–Hay muchos grados de amistad. Todo depende de las relaciones, más o menos banales o profundas, que mantengamos. En cualquier caso, el número no importa. Presiento que un verdadero y viejo amigo –ese que nos acompaña a lo largo de los años, aceptando nuestras virtudes y nuestros defectos– nos llenaría tanto como diez.

–¿Qué cualidades busca en sus amigos?

–Según de quien se trate. Para los más íntimos, sensibilidad, lucidez y, ante todo, cariño.

–¿Suelen decepcionarle sus amigos?

–Si me decepcionaran con frecuencia, no lo serían. Y cuando lo hacen, procuro tener la misma condescendencia que pretendo para mí.

–¿Es usted una persona sincera?

–En general, sí, aunque estoy convencido de que la sinceridad a toda costa, en cualquier situación, no es buena. En ciertas ocasiones, resulta incompatible con valores igualmente necesarios, como, por ejemplo, la compasión. En este sentido, entre otros, podría entenderse el siguiente aforismo de Antonio Porchia: “Quien dice la verdad, casi no dice nada”.

–¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?

–En mi caso, al trabajar en casa, el ocio y el negocio, la devoción y la obligación se confunden. De modo que estar con la familia e ir de la lectura a la conversación es mi santa rutina.

–¿Qué le da más miedo?
–Las enfermedades que pudieran contraer mis seres queridos.

–¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
–La impúdica ignorancia del político profesional, dispuesto a ocupar cargo tras cargo con tal de no quedarse sin oficio ni beneficio. También la charlatanería de los medios de masas, que invitan a la gente anónima, menos precavida, a opinar de todo y sacar sus intimidades, cuando en su entorno privado, no pierde la compostura.

–Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
–Como no vivo de la escritura, nunca me lo he planteado. No recuerdo, además, haber decidido ser poeta. Fui tomando conciencia de ello poco a poco, a medida que iba teniendo la creciente necesidad de intentar una obra de tono y mundo propios, al margen de mis otras posibles tareas, fueran las que fueran.

–¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
–No, aunque reconozco que a mi edad el ejercicio físico sería beneficioso, sin caer en el fanatismo deportivo de hoy, que ya criticaba Juan de Mairena, cuando aconsejaba en su lugar el sosegado paseo.

–¿Sabe cocinar?

–No sé cocinar absolutamente nada, pero disfruto de la buena comida, sobre todo de la tradicional. Esos platos familiares, que pasan de padres a hijos, nos alimentan más que ningún otro, pues conservan el recuerdo de nuestros muertos y, en cierto modo, cada vez que probamos uno, volvemos a comer con ellos.

–Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?

–A Eugenio Montejo, cuya amistad de tantos años hasta su muerte ha dejado huella indeleble en mi vida y cuya obra supone para mí un legado espiritual de primer orden, impropio de estos tiempos.

–¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
–Cualquiera que uno pronuncie con afecto para seguir adelante. Lo importante está en el tono y la intención.

–¿Y la más peligrosa?
–Cualquier palabra que uno pronuncie con el fin de hacer daño.

–¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
–Ni siquiera en los peores momentos se me ha pasado por la cabeza, aunque descubrir un asesino en personas supuestamente equilibradas, me ha hecho sentirme frágil.

–¿Cuáles son sus tendencias políticas?
–Soy incapaz de adherirme a un programa político. Las ideologías me parecen rígidas máscaras de cartón piedra que ocultan nuestro auténtico modo de ser. Me considero un liberal en el sentido más amplio y humano del término.

–Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?

–No lo he pensado nunca. Quizá la escritura y la lectura me compensen de esta imposibilidad. Un poema, a su manera, nos permite ser lo que no somos cuando le da su voz a las cosas.

–¿Cuáles son sus vicios principales?
–Entre los más viejos, oír partidos de fútbol para distraerme de mí mismo.

–¿Y sus virtudes?
–Esas, creo, que deberían decirlas los demás.

–Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
–Soy tan poco imaginativo que no se me ocurre nada, amén de mi mujer y mi hija.

Publicada en Alma en las palabras. Escrituras y vivencias de Toni Montesinos (almaenlaspalabras.blogspot.com/2010/09/entrevista-capotiana-francisco-jose.html), 27 de septiembre de 2010.

sábado, 28 de mayo de 2011

LOS POEMAS A LÁPIZ DE FERNANDO HERRERA

Sanguina es un dibujo a lápiz cuya barrita de óxido de hierro da un color rojo oscuro. El título, pues, de este libro se refiere a una técnica compositiva, no a un tema y menos a una cosmovisión preconcebida. Al apuntar al plano formal, Sanguinas indica una perspectiva y una actitud ante las cosas. Una actitud abierta y sin prejuicios que prefiere observar antes que sacar conclusiones. En este sentido, la poesía de Fernando Herrera, de acuerdo con la concepción poética de Eliseo Diego “es el acto de atender en toda su pureza”.[1] Dicha pureza le viene a través de la descripción sencilla y despejada hecha con la cálida inmediatez del dibujo a lápiz.
Los poemas de Sanguinas presentan a personas en situaciones concretas de la vida diaria o marcadas por alguna circunstancia determinante. Herrera parece dibujarlas en tiempo real, conforme las va viendo vivir, como un dibujante callejero. De ahí el predominio del presente de indicativo, la frecuencia del gerundio y el empleo del “verso libre que colinda con la prosa, no la escrita sino la hablada”[2]. Esta suerte de copia en movimiento le obliga a ser elemental y preciso a la vez. Así, todos los recursos del poema están al servicio de la exactitud y el escueto matiz bien trazado. Por esto, la adjetivación resulta esperable y común, pues, más que sorprender o añadir sentido, sólo pretende, como los poetas renacentistas, redondear la plasticidad adecuada. Esta poesía no aumenta el brillo de la realidad, pero tampoco lo disminuye. La modestia rojiza del lápiz le es suficiente para ser fiel a cuanto su escritura recoge. Una escritura que, a pesar de su carácter descriptivo, es –como anota Charry Lara- “casi apenas, no enteramente objetiva, porque quiere entregarnos no la presencia sino el alma de las cosas”[3]. Pero siempre que no olvidemos que el alma de las cosas surge gracias a su presencia. En efecto, Herrera interpreta lo que ve y, como el que no quiere la cosa, va dejando caer sus reflexiones brevemente, ya en el curso de la mera descripción, entreverada con ella, ya al final del poema a modo de suave cierre. Esta meditación por lo bajo –que es el alma de las cosas– lejos de ofrecerle revelaciones imprevistas, le ayuda a centrar el dibujo y a entender cada situación, haciéndola más veraz y visible. Pensamientos llenos de sentido común que, sin embargo, suenan recién descubiertos por su autenticidad, falta de alarde y conveniencia con lo descrito, pues en ningún momento parecen superpuestos a la situación referida ni remate rotundo de ésta. Dicho sentido común nos permite hacer nuestras sus observaciones de inmediato, como si surgieran de un fondo de sabiduría anónima, y favorece que Herrera se ponga en el sitio de los demás de manera acogedora y compasiva. “En el bus” llega al punto de que una imagen lo traslada incluso de espacio para completar su entorno. El poeta observa a:

una mujer negra
leyendo una carta
y a través de las líneas
escritas con torpeza
en el papel de rayas azules
veo las casas lacustres
la conversación y los taburetes reclinados
con los perezosos torsos desnudos.

Poesía afectiva, cercana al otro, pero no siempre cómplice. La mirada lúcida de Herrera asiente y denuncia, se adhiere y se separa según los casos, y al distinguir lo aparente de lo real, desenmascara. En estos poemas, las apariencias no engañan: Herrera las dibuja con mimo, precisamente, para resaltar lo que hay detrás de ellas. De ahí la importancia que le concede a los gestos y al atuendo. En “Ropa de trabajo” la vestimenta normal y corriente de sus protagonistas oculta sus delitos; mientras que en “Bandido ciego” el esencial desacuerdo entre el rostro de éste y su invalidez provoca desconfianza y lástima. El antidogmatismo salva a Herrera de interpretar estos signos externos siempre de igual modo, pues en el núcleo de cada poema ya hay un contrapunto entre belleza y fealdad, bondad y miseria humanas.
Este contraste entre la superficie y el fondo, que al menor descuido se confunden, actúa como aviso o sutil advertencia. De ahí que, con delicadeza renacentista, Herrera celebre el momento sabiendo que pasa. O mejor: más que celebrar, se deleite serenamente sin crearse ilusiones. Esta conciencia de la fugacidad hace que la mirada evoque el pasado de lo que ve o suscite su futuro. Y de dicha conciencia nace el erotismo que impregna muchos poemas, tengan o no que ver con el amor. Puro erotismo, sin otras implicaciones, en la manera de mirar, de insinuar e imaginar. Un ejemplo hermosísimo es “Muchacha de la pescadería” en que de principio a fin la vemos trajinando sin perdernos detalles de sus movimientos, por inadvertido que parezca, hasta sentir la incipiente excitación de quien la mira y se pregunta:

¿Qué rostro acariciará en la noche
con sus manos olorosas a mares y a limón?

El hecho mismo de observar a la gente en movimiento o adoptando cualquier postura, resulta erótico, gracias al silencioso placer de la mirada, pero dicho movimiento también es la más viva imagen de la fugacidad. Así, el erotismo en esta poesía, a la vez que contrarresta el paso del tiempo, lo reanima. Sensualidad no exenta de cierto tono elegíaco y esporádicas expresiones exclamativas que, en otro contexto, resultarían desgastadas, pero en este suponen un guiño a la tradición poética que a Herrera le ayuda a ver el mundo. “Ah! Triste realidad de la carne”, lamenta en “Evidencia”, donde imagina la belleza de una muchacha, tras pasar por la fetidez que despide su tumba reciente. De nuevo el juego de los contrastes, tan propio del renacimiento y, más aún del sentimiento barroco del desengaño. Si en este escalofriante poema, la muerte evoca la vida, en “Compasiva y terrible”, la visión apresurada y gozosa de unas muchachas al salir de una academia y despedirse cuando cada una va a coger su autobús, desemboca en la certidumbre de que la noche “a todos nos borra”. Incluso en la misma construcción rítmica de los poemas, sentimos pasar el tiempo. “La cadencia, no de un ritmo estudiado sino del habla corriente de la conversación”[4], con versos más o menos cortos, ajustados a cada trazo descriptivo y de vez en cuando encabalgados suavemente, nos permite apreciar la vida a su paso, pero no retenerla.
Este ir y venir de todo genera, a sí mismo, la conciencia del azar, de las casualidades felices e infelices, de encuentros y desencuentros. El azar urdiendo y desbaratando las tramas de la vida sin que nos demos cuenta. Ejemplos de estas dos acciones son “Poema de aniversario” y “El albur”, en los que Herrera, con sensual sutileza –sutileza propia del destino– advierte y enumera los elementos que intervienen en sendas experiencias vitales. En el fondo, este estar apoyados “en la levedad de lo fortuito”, expuesto siempre a un cambio de rumbo, es lo que nos conforma.

[1] Eliseo Diego, prólogo a Por los extraños pueblos (1949), incluido en La sed de lo perdido, ediciones Siruela, Madrid, 1993.
[2] Charry Lara, texto inédito
[3] Opus. Cit.
[4] Charry Lara, opus. cit.

Prólogo a Sanguinas de Fernando Herrera Gómez (Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 2004).

viernes, 27 de mayo de 2011

ABSURDOS Y ABSORTOS EN VIRGILIO PIÑERA

En algunos cuentos breves de Virgilio Piñera, habitan individuos que han abandonado sus actividades y relaciones sociales para dedicarse a una única tarea el resto de sus días. El ejercicio de esta tarea los absorbe por completo y, aunque los aísla del entorno cotidiano, los libra de la angustia de vivir. Los protagonistas de “La gran escalera del Palacio Legislativo”, “La montaña”, “Natación” o “El viaje” son seres obsesivos que en el cumplimiento de su obsesión, como Peter Kien en Auto de fe de Elias Canetti, viven fuera de la vida con tal de que lo circunstancial y azaroso no los alcance. Colmados de irrealidad, no cejan en su propósito y en él se ensimisman:

“He aprendido a nadar en seco. Resulta más ventajoso que hacerlo en el agua. No hay el temor a hundirse pues uno ya está en el fondo, y por la misma razón se está ahogado de antemano [...] Al principio mis amigos censuraron esta decisión. [...] Ahora saben que me siento cómodo nadando en seco. De vez en cuando hundo mis manos en las losas de mármol y les entrego un pececillo que atrapo en las profundidades submarinas”.

“Natación”, El que vino a salvarme, 1970

Para evitar que la corriente de la vida lo arrastre, él se considera ya arrastrado y hace de la anticipación de su derrota una tabla salvadora. El nadador le da la espalda al tiempo como el que decide viajar constantemente por la misma carretera de una punta a la otra. La repetición anula el sentido del viaje y la posibilidad efectiva de progreso. El protagonista de “El viaje”(Cuentos fríos,1956) siempre está en todo sitio, es decir, en ninguno. Como la del nadador, su movilidad es ilusoria. Estas decisiones absurdas tienen el aire ingenuo y terco de un capricho infantil. De hecho, el viajero va y viene sentado en un cochecito de niños , empujado por niñeras vestidas de choferes, apostadas cada mil metros a lo largo de la carretera. Ellas se relevan, pero esos cambios no afectan al viajero que, tal vez, ignore incluso quién lo transporta en cada tramo. A pesar de que se pierda la noción del tiempo no hay vuelta a la infancia. Sólo se recobran actitudes infantiles sacadas de quicio, desprovistas de todo contenido y desarrollo. De ahí que la exclusiva actividad a la que se entregan tenga poco que ver con el juego o la distracción esporádica. Lo absurdo, al hacerse rutina, deja de serlo y se convierte en el destino de estos seres desubicados y solitarios.

La seriedad de niño con que se toman su trabajo, rebaja la comicidad y el ridículo de las situaciones. “Aunque el punto de partida resulte una paradoja o un hecho inverosímil, el deseo ferviente del narrador termina por imponérsenos”, de modo que “el relato naturaliza un imposible”[1]. El hecho de que quienes cuentan las experiencias sean, frecuentemente, los mismos que las viven, las hace convincentes. No dudamos de lo que dicen gracias al tono confidencial, antienfático, y a la falta tanto de complejo como de orgullo. No buscan llamar la atención, sino ser aceptados. La conciencia que tienen del riesgo de que no lo sean impide que los consideremos locos y nos obliga a respetarlos profundamente : “Ése es el problema, hijo mío : la infinita comprensión” le dice el anciano Tadeo a su hijo cuando éste no entiende la petición del padre de que lo coja en brazos y lo acune.[2].

“El narrador toma al lector de la mano para conducirlo según su voluntad […] condenándolo a una lectura denotativa del texto”[3]. Los protagonistas de estos cuentos se limitan a expresar un hecho y, al expresarlo, lo muestran. Ellos no sugieren: son nada más que lo que dicen. Así, al absolvernos de la razón, no nos dejan puntos de apoyo para descreer de lo que leemos. Estos cuentos breves son parábolas que nos escamotean la posibilidad de sacar conclusiones y de paliar el efecto desconcertante de su lectura. Sin embargo, “aunque Virgilio Piñera profesaba horror a las moralejas, en toda su escritura, de manera más o menos explícita, existe una constante reflexión ética entre el deseo y el fruto de la acción, expresada con cierta ironía, pero expresada en definitiva”[4]. Estos individuos llevan a cabo una imposibilidad a modo de rebeldía y, al realizarla, hacen visible su irrealidad.

A veces conocemos algo de la vida que llevaban antes de renunciar a ella, pero no los motivos concretos de la renuncia. Se desentienden sin más del pasado y se instalan en un presente que no apunta hacia ningún futuro. Por eso, estos relatos no narran historias sino que presentan experiencias que se nutren de sí mismas y en sí mismas se agotan. No sabemos cuándo comenzaron y rara vez descubrimos su fin. Su vacío y su plenitud coinciden en un instante continuo que desorienta al tiempo. Ajenos al transcurso de las horas, la compenetración total de estos seres con lo que hacen, nos remite a una suerte de mística del absurdo. Retirados de la vida, se consagran a la inutilidad extrema y nos enseñan el alivio de no buscar razones y de no tener esperanzas.

Esta especie de fijación denodada determina la brevedad de estos cuentos, que van derecho al grano, como si sus protagonistas no pudieran distraerse un momento en este o aquel detalle, por el temor a caer de nuevo en la corriente de la vida. Por eso, Piñera sigue a Robert Bresson al “suprimir lo que desviaría la atención hacia otra parte”[5]. De ahí, la ausencia de ambientes y descripciones. Ni siquiera vemos rostros. Acorde con esta sobriedad casi ascética, el lenguaje se hace invisible, siempre al servicio de una constante precisión, que pasa desapercibida. No hay elemento expresivo que sobresalga de los demás. Su ley consiste en no dar brillo sino nitidez. Esta es una escritura de lo imprescindible, donde cada frase parece hecha para narrar sólo lo necesario. Este carácter de necesidad le confiere a los cuentos la condición de lo inevitable, porque no es su lenguaje, sino su contenido el que no se nos olvida. Tras leerlos, nos dejan la impresión de que, tarde o temprano habrían sido escritos, pues no concebimos que estos seres absurdos y absortos, dotados de una inocencia y autenticidad rara, no existieran nunca.

[1] Antón Arrufat, ”Un poco de Piñera”, prólogo a Cuentos completos de Virgilio Piñera, Ed. Alfaguara, 1999
[2] “Tadeo”, Un fogonazo, 1987
[3] Teresa Cristófani Barreto, “La protohistoria de la frialdad” en Diario de Poesía, nº 51, Buenos Aires, primavera de 1999
[4] Antón Arrufat, ídem.
[5] Robert Bresson, Notas sobre el cinematógrafo, Ed. Árdora, Madrid, 1997.

Publicado en Paréntesis nº 7 , Ciudad de México, febrero de 2001.

miércoles, 25 de mayo de 2011

PEDRO LASTRA, LECTOR DE TODAS LAS HORAS. Entrevista de Francisco José Cruz.

-Pedro, háblame de ese proceso gradual, más o menos azaroso que hizo de ti un lector y un poeta. Qué circunstancias pudieron ayudarte a descubrir que la poesía iba a ser el centro de tu vida.

-Todo empezó con las lecturas infantiles: desde que aprendí a leer me convertí en lector de todas las horas, gracias a la pequeña biblioteca de la escuela de mi pueblo. No fui interrumpido, afortunadamente, por distracciones frecuentes ahora. La luz eléctrica era lujo de muy pocos en ese pueblo y, como lo he contado en otra parte, mis lecturas de Salgari, Verne, Dumas, ocurrieron a la luz de lámparas, a menudo portátiles, cuyo movimiento producía un fascinante ir y venir de sombras o creaba zonas de penumbra propicias a las figuraciones de la fantasía. Esas penumbras suelen recurrir en mis versos, y tal vez vienen de aquéllas proyectadas por las velas y las lámparas de la infancia. Irene, mi mujer, se sorprende cuando me ve leyendo o incluso escribiendo no a la luz plena sino en zonas intermedias, donde la luz linda con la sombra: esa atracción algo crepuscular, pues, no ha desaparecido.
Una circunstancia decisiva para el acercamiento a la poesía fue la costumbre escolar de la época de memorizar poemas. Mi maestro de primeras letras era un entusiasta de esa práctica y me traspasó su entusiasmo; memoricé muchos poemas, atraído primero por la armonía de las rimas, aunque no siempre se trataba de poemas infantiles: a los diez años yo recitaba poemas de Gabriela Mistral tan inquietantes como "Interrogaciones": “¿Cómo quedan, Señor, durmiendo los suicidas? / Un cuajo entre la boca, las dos sienes vaciadas...". Casi una pesadilla; pero los ejercicios de la memoria hicieron lo suyo, favoreciendo encantamientos y fervores futuros.

-Además de las vagas y típicas inquietudes de tipo intelectual y sensible, que fueron con el tiempo tomando cuerpo, qué experiencias vitales han podido influir en la visión del mundo que luego desarrollaste en tu obra. Te hago esta pregunta, precisamente, porque en tu escritura no domina la anécdota, aunque no desestimes el dato personal ni siquiera, a veces, cierto desarrollo narrativo. En este sentido, el pudor de tu poesía, ¿tiene que ver más con razones personales o literarias?
-Ensayaré una reflexión acerca de las razones sugeridas en tu pregunta, porque no las había pensado antes en ese sentido. Tal vez lo que señalas insinúe en algunos poemas una cierta visión distanciada, que de alguna manera traduce vivencias de marginalidad. Podría ser. Durante seis años estudié en un internado y tengo recuerdos más bien sombríos de ese tiempo. No todo fue negativo en ese lugar, desde luego, e incluso hice obrar en mi favor las negatividades -las conductas descomedidas o agresoras del alrededor cotidiano- refugiándome en cuanto me era posible en la excelente biblioteca del internado. De un personaje de Borges se dice en un relato que abrió un libro "como para tapar la realidad". En esos años, y antes de leer a Borges, llevé a cabo ese acto muchas veces. Y una cosa por otra: podía ser al mismo tiempo desdichado y feliz o, visto de otro modo, hacer de la desdicha una felicidad. Sin embargo, esta es sólo una parte de la cuestión, porque no escasean los poemas cuyo origen está en otras experiencias concretas traspuestas con mayor o menor fidelidad a un ámbito poético, como los poemas sobre Roque Dalton, Javier Lentini y Ricardo Latcham, pues las situaciones vividas son siempre, de una manera u otra, una textualidad de base para todo escritor.

-Este pudor, sin embargo, potencia por contraste la sensación de extrañamiento e incluso de desconcierto ante el vivir. Extrañamiento y desconcierto que desdibujan las fronteras entre vigilia y sueño, pasado y presente hasta la perplejidad misma de no estar donde se está o de no estar donde se estuvo. Poesía sin esperanza, pero tampoco desesperada. Háblame en este orden de cosas de tu noción de extranjero y en qué medida supone un alivio y una rémora.
-La respuesta anterior adelanta algo de lo implicado en esta pregunta, pues las vivencias de marginalidad, sean éstas más o menos intensas, generan siempre desconcierto. La noción de extranjería materializa verbalmente esa perplejidad, por lo que la escritura -y en mi caso también la lectura- vendría a ser el intento de llegar a una posible explicación de sí mismo, o una manera de alcanzar "una palabra" (ese es el título de un poema de Gottfried Benn que leo en traducción de mi amigo Rafael Gutiérrez Girardot): "un brillo, un vuelo, un fuego" en medio de la oscuridad, monstruosa, "en el vacío espacio junto al mundo y al yo".
En un artículo sobre la poesía del exilio, escribí que los términos descolocación y lejanía describen bien la figuración de distancias dibujada en esos poemas. Ahora los pienso como aplicables también a algunos de mis poemas de extranjería: haber podido escribirlos me ha procurado un sentimiento de alivio, algo como una pequeña catarsis o exorcismo que supongo común a todo escritor o artista al dar por terminada una tarea que lo ha obsedido, y esto a pesar de las incertidumbres o del escepticismo con que uno juzga después su trabajo a la luz de sus genuinas admiraciones: digamos solamente Vallejo, Borges, Eliot, Machado, Pessoa, Neruda, Lihn. Y repito ahora, porque los estoy recordando siempre, estos versos de Lihn: "Porque escribí porque escribí estoy vivo": Palabra de salvación me permití llamarla en nuestras conversaciones de 1978.

-Tu poesía le da el mismo rango de realidad al sueño que a la vigilia. Es más, ambos comparten esa condición inestable, escurridiza y provisoria de la existencia. Leyendo algunos de tus poemas, nos damos cuenta, poco a poco, de que narran un sueño, como si rasgos de la vigilia lo enmascararan. A pesar de ello, siento que el sueño representa a veces un último reducto, un espacio propicio al encuentro, como la memoria. ¿Lo ves tú también así? ¿O se trata sólo de una prolongación del laberinto sin salida, que es la vida humana?
-Describes muy bien lo que llamas "condición inestable de la existencia". En efecto, las representaciones del sueño configuran a menudo un espacio compensatorio, aunque no siempre más seguro -porque los sueños suelen ser también muy perturbadores- pero sí abierto a esa extraordinaria posibilidad exaltada por André Breton en su primer manifiesto: la de vivir varias vidas simultáneas. Es lo que ocurre de manera semejante con el discurrir de la memoria. Y así como la vigilia modifica y reduce los sueños al tratar de imponerles un orden (casi siempre uno retiene apenas un retazo de lo que fue una desplegada, veloz y compleja situación en ese mundo), el tiempo modifica y altera lo recordado al convertirlo en una figuración que en sus extremos puede ser amable o tormentosa, pero que nunca coincidirá con lo que Eduardo Anguita llamó en uno de sus mejores poemas "el verdadero momento", ese momento tan irrecuperable como el sueño que se quisiera reconstituir en la vigilia. Yo giro alrededor de esos enigmas, tal vez porque son para mí la vivencia más reveladora de la inestabilidad del existir. Me han inquietado siempre tales reflexiones y no es raro que en mis versos aparezcan fragmentos o astillas de esas escenografías tan frágiles como misteriosas que doblan o miman lo que entendemos como lo real.
Me atraen particularmente los escritores y pintores que han visto en el sueño y la memoria una fuente de provocaciones creadoras: René Magritte, por ejemplo, cuyo cuadro El durmiente temerario me parece inolvidable desde su título.

-Hay sueños que se exponen con total coherencia narrativa, como el descrito en “Otras conversaciones”. Y, aunque otros poemas –“Informe para extranjeros”, por ejemplo- no mantengan la continuidad lógica de la experiencia que cuentan, siempre están bajo control sus elemento irracionales. ¿A partir de qué aspectos reelaboras el sueño en el poema?

-En algunos textos, como los que mencionas, he tratado de articular sugestiones provenientes de ese mundo. La palabra articular es importante para mí en estos casos, pues los desplazamientos en que abundan esas situaciones -hay un cuadro de Yves Tanguy que se llama La velocidad del sueño- introducen en ellas lo que Enrique Lihn describió alguna vez como "el perfecto desorden". El trabajo del poeta consiste, creo, en atender a esas sugestiones, que suelen ser muy ricas, y conferirles un cierto orden. A veces he reconstituido fragmentos de esas imágenes o voces vistas u oídas en momentos fronterizos, en ese estado intermedio entre sueño y vigilia conocido como duermevela. El poemita que he titulado precisamente así no es más que una notación escrita a partir de figuras y ecos algo sombríos, aún presentes al despertar. Me pareció que la escritura de esa breve secuencia convertía la vaguedad y la extrañeza de una escena indescifrable en una fugaz reflexión poética. Tal vez en otros casos se crucen datos oníricos dispersos ofrecidos por la memoria, pero su concurrencia no es premeditada, lo que hace prevalecer en el poema la impresión de control que tú has tenido.

-Tú no eres un poeta que celebre el mundo natural ni que se sienta a salvo en él. Todo lo contrario: eres hijo de la perplejidad y la desorientación modernas. Sin embargo, te apoyas con frecuencia en elementos primordiales de la naturaleza. ¿A qué puede deberse esto?
-La vivencia de la naturaleza está en todo y en todos y es, como se ha dicho muchas veces desde la Edad Media, el verdadero "libro de la experiencia". Irene, que es una de las personas más inclinadas a la celebración de la naturaleza que conozco, observó alguna vez en mis poemas lo mismo que señalas, y eso me llevó a reflexionar sobre esto: ocurre que en mi infancia yo tuve un trato muy intenso con el mundo natural, y es la memoria de ese tiempo lo que recurre tal vez en ciertos poemas como sustrato, como relación y también como contraste con el fárrago y la inarmonía urbanas. En "nuestras ciudades ruidosas", como las llama George Steiner, es imposible no sentir la nostalgia del silencio y de la armonía imperantes en la naturaleza.

-Quizá a esa desorientación esencial contribuya el halo de ambigüedad que sutilmente envuelve tu poesía sin menoscabo alguno de su capacidad comunicativa. La brevedad de muchos poemas tuyos –a veces extrema-, ¿obedece sólo a un creciente rigor estético o pretende también ir en consonancia con el carácter casi fantasmal de los seres y objetos que los habitan? De hecho tienes poemas que empiezan con una copulativa o adversativa, sin que parezcan fragmentos truncos.
-Me parecen válidas las dos razones que tú propones como explicación de la brevedad de varios de los poemas. En la segunda parte de la pregunta te refieres a la presencia de lo fantasmal en el espacio abierto por el o los versos que lo constituyen: no se me había ocurrido esa posibilidad de lectura, no poco reveladora y sugerente para mí.

-A partir de 1979, y tras descartar casi todos tus poemas escritos hasta entonces, has ido publicando sucesivos volúmenes bajo el título común de Noticias del extranjero. En cada edición has enmendado, eliminado y añadido textos. Es como si más que expresar vivencias nuevas de continuo, necesitaras ahondar en unas cuantas que no dejan de acompañarte a lo largo de la vida. ¿Se podría decir que desde dicha fecha te has dedicado exclusiva y tenazmente a la mejora de un único libro cuyo proceso artesanal ha podido seguir el lector? ¿O consideras válidas aún sus diversas versiones que, comparadas entre sí, enriquecerían el conjunto? En definitiva, ¿cómo llegaste a esta concepción de tu trabajo y qué te hace perseverar en ella?
-A mí me convence la descripción que hace Roland Barthes del escritor como un experimentador que siempre varía lo que recomienza; según su decir, un sujeto obstinado que no conoce más que un arte: el del tema y sus variaciones. Me adscribo a esa idea, que veo relacionada al mismo tiempo con sentimientos de incertidumbre y con aspiraciones perfeccionistas, aunque no ignoro que ambas mociones del ánimo pueden llevar a la parálisis o al silencio. Corrijo con alguna tenacidad, es cierto, y siempre en el orden de las reducciones o eliminaciones, cuando sorprendo lo que podríamos llamar "ruidos molestos" de la escritura, es decir, palabras o frases que estuvieron ahí como soporte inicial, pero que pasado un tiempo aparecen como innecesarias. Por eso no considero del todo válidas las distintas versiones de mis poemas: opto por las últimas, desde las ediciones chilenas de Noticias del extranjero, y me gustaría ser estimado o desestimado por ellas y no por las versiones primeras y tentativas.

-Al reescribir durante décadas Noticias del extranjero, se podría pensar, en una primera y apresurada lectura, que su unidad no va más allá de un tono sostenido, de unos temas recurrentes y de ciertos poemas que se han mantenido en todas las entregas a modo de columna vertebral de tu poesía. Sin embargo, dicha unidad resulta de mayor alcance si se advierten las relaciones temáticas o de clima que unos poemas establecen con otros, como si, al complementarse, formaran las dos caras de una moneda. Por ejemplo los vínculos más o menos directos o evidentes entre “Copla” y “Contracopla”, “Balada para una historia secreta” y “Lección de historia natural”, “Carta de navegación” y “Nostradamus”, “Noticias del maestro Ricardo Latcham...” y “Noticias de Roque Dalton”, “Puentes levadizos” y “Plaza sitiada” ¿Te sorprenden estas relaciones al releerte o escribes teniendo en cuenta lo ya escrito?
-Advierto a veces tales relaciones y las entiendo como una especie de natural continuidad temática y expresiva, aunque los poemas hayan sido escritos en momentos muy distantes; pero tu observación me convence: ese diálogo textual podría leerse como una suerte de entramado o cimiento subterráneo, por así decirlo. No se trata de una práctica deliberada, sin embargo, porque no escribo teniendo presente lo anterior; por el contrario, creo que uno está buscando siempre la manera de ampliar los límites de su acción: las variaciones suelen revelar también ese empeño.

-La brevedad, la limpieza del verso, cuyo periodo rítmico –sin el sobresalto del encabalgamiento- suele coincidir con la idea y los cambios respiratorios, invitan a aprender poemas de memoria. Pulidos y amortiguados, su tersura es tal que raramente hay en ellos estrofas: parecen hechos de una sola pieza. De modo que cuando las hay no están sólo al servicio de un ritmo interno, sino que proponen un silencio o llaman la atención sobre algo. como por ejemplo ocurre en “Los días contados” o “Informe para extranjeros”, en los que el verso final se desgaja del resto, cargándose así de sentido. Cuéntame cómo escribes. O sea, si vas haciendo mentalmente el poema y luego lo pasas al papel. Si te surge de un tirón o en momentos distintos...
-Nunca se sabe cómo ni cuándo llegará la primera palabra de un verso, a no ser que uno se proponga escribir acerca de algo muy determinado y por lo mismo pensado de antemano. El poema sobre Roque Dalton es un ejemplo de eso, en mi caso: Rigas Kappatos me pidió una pequeña relación de mi amistad y mis encuentros con Roque, y fue en el intento de realizar esa tarea más bien informativa cuando advertí la posibilidad de un poema. Hay semejanzas entre ese poema y las “Noticias del maestro Ricardo Latcham”..., es cierto, pero la motivación del segundo fue distinta; desde luego, no me lo propuse sino que lo suscitó la azarosa relectura de un libro de don Ricardo, que de pronto desvió mi atención de lector hacia imágenes y situaciones activadas por la memoria. Escribí ese poema como si me lo dictara a mí mismo, las correcciones fueron mínimas y tiene una extensión desusada en mi escritura. Es notorio que ambas noticias son "poesía de la experiencia", como se dice ahora, y en un sentido muy cabal.
Pero otras noticias se han originado en una primera frase, cláusula o fragmento verbal, de motivación muy variada y a veces imprecisa, en la cual presiento lo que Felisberto Hernández describió con inmejorable expresión como un porvenir artístico. Con frecuencia ese porvenir insinuado en una cláusula se manifiesta para mí en ella misma, y de ahí la brevedad extremada de algunos de los textos. Aunque no todos son tan breves, porque a partir de esa moción sensible y de las sugerencias que provoca, la búsqueda de la finalidad poética puede ser larga e incierta y nada garantiza su hallazgo o su aproximación en una u otra de sus versiones. Muchos poetas deben proceder tal vez de modo parecido.

-Tu escritura, tanto por su recato como por su falta de experimento formales, se desmarca de la corriente más atrevida y desmelenada de la poesía chilena –incluso la obra de Óscar Hahn, que se acerca a la tuya en algún punto es más arriesgada y juguetona-. Además de una necesidad íntima, ¿escribes desde la conciencia crítica de esta corriente, tan inventiva y próxima a la vanguardia?. Recurres con frecuencia a imágenes y símbolos reusados por la tradición como silencio, arena, agua..., acercándote a Borges en esta suerte de conformidad con los acarreos de siempre para aprovecharlos a tu manera. ¿Te consideras dentro de otra corriente de la poesía chilena o te has sentido más o menos solo en dicho panorama?-Mi lugar en la poesía chilena es marginal no porque yo me considere al margen de las diversas y animadas manifestaciones que la constituyen, sino por circunstancias que determinaron, de manera muy explicable, tal condición. Aunque nunca he dejado de escribir, mis publicaciones en el país han sido escasas y han aparecido lentamente, con varios años de distancia entre una y otra: de 1954 y 1959 son mis primeros libritos, que ahora veo como meros ensayos de palabra poética y cuya insuficiencia se me hizo notoria en cuanto aparecieron. Me bastaba comparar esos versos con los de Enrique Lihn y Jorge Teillier, amigos míos muy próximos, para emprender una huida crítica, por así llamarla. Había otros poetas además, como Óscar Hahn, que empezaron por esos años y a los cuales yo leía con admirativo interés porque me parecían más dignos de esa gran tradición que nos comprometía a todos. Empecé, pues, a conformarme con esa práctica de lector, que proyectó cierta imagen mía como conocedor de cosas varias, a lo cual contribuía mi acción como profesor de literatura, de hispanoamericanista vocacional, muy cercano a don Ricardo Latcham, gran maestro de esa disciplina. En una nota periodística fechada en 1969, Jorge Teillier celebró mi retorno "desde la erudición a la poesía": me gustó leer esa nota de Jorge: la sentí como animadora. Pero todavía hay personas allí que se sorprenden cuando oyen decir que escribo poesía: me pusieron muy temprano una especie de cartel con la leyenda "Profesor", lo que en efecto he sido por muchos años. En ese terreno las cosas suelen ser así, y así las registró Felisberto Hernández en una página autobiográfica: "... después que el mundo se hace una idea de una persona, le cuesta mucho hacerse una segunda o corregir la primera". La verdad es que yo tampoco me he empeñado en corregir esa idea, porque ser reconocido o no como cultor de este u otro género es algo irrelevante para un escritor que intenta hacer su trabajo de la mejor manera a su alcance. Uno debe tener alguna conciencia de sus propias posibilidades y una buena medida para valorar las de los otros. Eso define a un buen lector, me parece, y ser un buen lector ha sido una de mis aspiraciones principales. Me ayudó a llegar a ese punto mi interés inicial por la música, arte en el cual es imposible no hacerse cargo a tiempo de las limitaciones personales. Esas convicciones me han permitido seguir en mi tarea sin distraerme demasiado con las novedades de cada día o las influencias de siempre: esta es una de las muchas lecciones que le debo a Borges.

-¿Qué obra o, concretando en lo posible, qué aspectos de tales obras han influido en la tuya? Me refiero a esos aspectos o sesgos menos notorios para el lector, pero que para ti han sido decisivos.-En unas páginas de regocijante e ilustrativa lectura tituladas Método fácil y rápido para ser poeta, el escritor colombiano Jaime Jaramillo Escobar (conocido también como X-504), dice que uno aprende o debería aprender de todo, "hasta de un gusanito que pasa". Es cierto: y si se trata de obras escritas, un lector encuentra muchas cosas en sus andanzas por los libros. La palabra sesgos a la cual tú acudes aquí invita a enfrentar la dificultad de esta pregunta, y yo lo intento empezando por decir que incluso aspectos negativos o ingratos encontrados en alguna obra pueden transformarse en lecciones valiosas, al poner de manifiesto lo que no debe hacerse. En el lado positivo de la influencia, señalaría cuanto se relaciona con la precisión y la necesidad del decir, que es vivencia en el trato con poetas sentidos como perdurables: la palabra que se me impone siempre en la lectura es la vivida como necesaria, aunque me apresuro a admitir que para otro lector la experiencia de esa palabra puede ser totalmente distinta.
Alejado de las supersticiones de una supuesta norma de perfección que nadie podría determinar a ciencia cierta, como lo razona Borges en un ensayo famoso, a mí me fue muy aleccionador un principio encontrado en la Poética de Aristóteles. Es aquel pasaje referido a la unidad del objeto, donde el filósofo señala que los actos parciales de la trama o intriga deben estar unidos, "de modo que cualquiera de ellos que se quite o se mude de lugar cuartee y descomponga el todo, porque -dice- lo que puede estar o no estar en el todo, sin que nada se eche de ver, no es parte del todo". No sé cuánto he aprovechado de esa lección en mi trabajo como poeta, pero sé que me ha ayudado en mi desarrollo como lector.

-Desde 1972 vives regularmente en Nueva York, donde eres profesor emérito universitario. ¿De qué modo ha influido esta larga ausencia de tu país en tu escritura y en la relación con la poesía chilena, teniendo en cuenta, además, que tu entorno lingüístico no es el español?
-La distancia ha intensificado mi temprana convicción de que la patria de un poeta es esencialmente la poesía, una patria cuyas líneas fronterizas están constituidas, desde luego, por la lengua materna. Insisto en la palabra esencialmente, pues nadie podría desconocer la gravitación que tienen en la vida de un poeta las experiencias de la infancia, por ejemplo, o el trabajo de la memoria, o el peso de una determinada tradición literaria, sobre todo cuando de alguna manera se es parte de una historia poética como la chilena. Pero el hecho de que mi vocación fuera el estudio de la literatura hispanoamericana me preparó, creo yo, para recibir lecciones muy variadas, entre las cuales la poesía chilena es una manifestación más, sin menoscabo del particular interés con que considero su proceso y la dignidad o excelencia de sus logros mayores.
Vivir en la cercanía de Nueva York es, por cierto, muy enriquecedor para un escritor, y en muchos sentidos. Lo que podría llamar la "adicción museológica" es uno de ellos, y no el menor.

-En la entrevista con Edgar O’Hara, que cierra su ensayo sobre tu obra La precaución y la vigilancia, reconoces que encontraste algo tarde tu propio camino y aceptas, sin la menor queja, que el reconocimiento a tu trabajo sea también tardío, a pesar de la estrecha relación que has mantenido con importantes e influyentes escritores de nuestra lengua y cuyas obras has editado y difundido. Pensando, sobre todo en los jóvenes poetas, recuerdo que en Bogotá Rogelio Echavarría, a mi comentario de que hay que saber esperar, me respondió que en realidad ni siquiera se debe esperar nada. Háblame de esta experiencia tuya y del papel –hoy tan olvidado- que juega la paciencia. No sólo referido al reconocimiento público, sino también al mismo acto creativo.
-La opinión de nuestro amigo Rogelio Echavarría me recuerda una idea de Joseph Conrad, para quien el escritor debía hacer su trabajo lo mejor posible y “no aguardar otra recompensa que el silencioso respeto de sus iguales"; pero pienso que también se podría argumentar con el Dr. Samuel Johnson a favor de este matiz, no sin importancia en esta materia: "...nadie se complace en que todo lo suyo sea desdeñado, por poco que sea".
Como al poeta Echavarría, a mí no me han desvelado nunca preocupaciones de esta clase, y concuerdo con él en esta suerte de convencimiento implícito de que estar un tanto al margen favorece la concentración en el propio quehacer. Por algunas de las razones que han aparecido en este diálogo, mi presencia poética ha sido precisamente la de un extranjero, en el sentido más extenso de la palabra, y por lo mismo mis lectores son escasos; casi podría asegurar que los conozco en persona, lo cual yo entiendo como un privilegio: esos pocos lectores se cuentan entre mis amigos, los que al leer y comentar conmigo algún poema, o hacerme llegar un juicio de su lectura, me expresan su cercanía. Yo aprecio esto como el mayor reconocimiento que podía esperar. Lo demás lo dice, o no lo dice, el tiempo que vendrá.
Lo más memorable que he escuchado sobre esto se lo oí a Juan Gelman, una tarde en que leyó sus poemas para un grupo de mis estudiantes en Stony Brook. Uno de ellos le propuso esta inesperada posibilidad: - ¿Cómo le gustaría a Juan Gelman ser leído por alguien en sesenta años más? Y Juan contestó: -Si eso ocurriera, me gustaría que ese lector se sintiera acompañado.


Carmona-Sound Beach, octubre de 2004.



Publicada por primera vez en Datos Personales de Pedro Lastra, selección y entrevista de Francisco José Cruz (Colección Palimpsesto, Carmona, 2005).

martes, 24 de mayo de 2011

FRANCISCO JOSÉ CRUZ DESDE SEVILLA. Entrevista de Gloria Luz Ángel.

Es el verano de 2010 en el sur de España y en Sevilla los termómetros han subido hasta los 40° centígrados y más. Es una tarde con un sol brillante y me he citado con el poeta español Francisco José Cruz y su esposa, Chari, en la estación de trenes de esta ciudad. El motivo, hablar con él de poesía, mientras saboreamos un gazpacho y una fritura de pescado y mariscos típica de la región.
–La poesía sencilla, cotidiana, sincera, transparente, urbana como la suya, ¿es la que le llega mejor al lector de hoy, más que la heredada del Siglo de Oro español?
–Por accesible que sea un poema, un lector no familiarizado con la lectura de poesía se queda inevitablemente en el contenido más superficial, perdiéndose esos guiños formales y temáticos que amplían su significado. De ahí que la sencillez resulte engañosa. Además, los estilos se interpenetran y casi siempre hay rasgos de unos en otros. En mi caso, la estrofa cerrada, el metro regular y la rima me apartan de la poesía urbana. Al barroco me acerca el hecho de no rehuir lo desagradable y deforme del cuerpo.

–¿Es su luz interior la que ilumina sus versos?

–Concibo el poema como una ventana a través del cual ver lo que sin él no vería. Quizá la ceguera influya en mi afán de precisión, al punto de documentarme, si es necesario, sobre éste o aquél detalle para redondear una idea o una imagen. A veces creo que soy el intérprete formal de lo que mi mujer observa por mí. A la hora de crear no importa lo mucho o poco que se percibe, sino cómo se elabora lo que se percibe para construir un mundo propio. Según Eugenio Montejo, el lenguaje nos determina tanto o más que nuestros sentidos. Por esto, nuestra visión de las cosas está hecha también de la de los demás, subyacente en la lengua que compartimos.

–¿Cómo convertir la cotidianidad en poesía?
No engañándose a sí mismo, siendo fiel a las experiencias personales y empleando, con el máximo rigor posible, los recursos adecuados a cada poema, sin confundir lo cotidiano con la espontaneidad o la ocurrencia.

–En la poesía, ¿el tiempo es uno solo?

–Es frecuente en mis poemas la contraposición de espacios, tiempos o situaciones con el propósito de abordar el tema desde varios puntos de vistas y transmitir una impresión abarcadora.

–¿Es cierto, como dice Kundera, que el poeta escribe para ser amado y endiosado?
–Es ingenuo e injusto establecer una correspondencia inmediata y completa entre la manera de escribir y la de ser. Para amar a alguien, hay que conocerlo personalmente, pues uno no se dedica en la vida sólo a hacer poemas. Desconcertado ante la existencia misma, yo, al menos, escribo por un profundo sentimiento de precariedad e incertidumbre.

–¿Qué comparación se suele hacer entre la poesía española y la latinoamericana?

–Considero un error poner en un platillo de la balanza a la poesía española y, en el otro, como si se tratara de un bloque homogéneo a la hispanoamericana. Después de quinientos años del descubrimiento, cada país hispanohablante ha desarrollado, con peor o mejor fortuna, sus características más singulares y constantes, que lo identifican dentro de la gran tradición del idioma. Así, la poesía de hoy hecha en España se secaría sin el decisivo aporte de las corrientes de América.

–¿Qué piensa de la poesía de Mario Rivero? ¿Qué otros poetas colombianos tendría en cuenta para una antología u obra completa?¿De los jóvenes, cuáles?
–Debo al generoso empeño de Mario Rivero las ediciones colombianas de mis dos libros anteriores, Maneras de vivir y A morir no se aprende. Aún me conmueve que se ocupara de ellos como si fueran suyos. Antes de tratarlo personalmente, yo ya admiraba en su poesía la soltura del verso libre, tan acorde con el flujo de la ciudad moderna, los vivos retratos de los seres marginales y su sentido de la piedad.
También me acompañan el asombro lúdico de Luis Vidales, el lúcido coraje de María Mercedes Carranza y, especialmente, la finura espiritual de José Manuel Arango. Poeta de estirpe machadiana, que parece caminar mientras contempla el paisaje, sus insinuantes reticencias y sigilosa sabiduría compositiva han guiado mi búsqueda.
Lejos de sentirme un maestro, pienso, sin embargo, que los jóvenes deben saber esperar. Salvo excepciones, muchos entran en las antologías sólo por ser jóvenes, cuando ni siquiera han vislumbrado su propio camino.

–Hábleme de la Biblioteca Sibila-Fundación BBVA de poesía en español, a cuyo consejo editorial pertenece.

–Su propósito es difundir en el ámbito hispánico las obras que jalonan la poesía de cada uno de nuestros países (muchas de ellas aún desconocidas fuera de su entorno de influencia), procurando una visión abierta y orgánica dentro de lo posible. Para ello, hemos ordenado la Biblioteca en cinco colecciones: poesía completa, ensayo, antología, libro histórico e inéditos. Salvo estos últimos, todos los volúmenes llevan un prólogo crítico. Han salido hasta la fecha veinte títulos, entre los cuales hay varios de autores colombianos.

–En la misma Biblioteca Sibila-Fundación BBVA acaba de aparecer El espanto seguro, su libro más reciente. ¿Cuál es su intención respecto a los dos anteriores publicados en Arango Editores?

–Su título es un verso de “Lo fatal”, poema de Rubén Darío, que llevo en la memoria desde mi adolescencia. Junto a los tonos y enfoques predominantes de mis dos libros anteriores, surgen o adquieren más relieve otros, como el amor de madurez, ahondado por el paso de los años, la escalofriante paradoja de sentir el cuerpo propio y ajeno a la vez, y el aguijón del remordimiento. Hay, además, viejos metros y estructuras como el dodecasílabo (sin la fijeza acentual de Juan de Mena o de Darío) y la canción de cuna, con un contenido distinto al tradicional.

Al terminar la tarde, luego de recorrer con ellos el centro de Sevilla, volví a la estación de tren con varios libros bajo el brazo, entre ellos la obra completa del poeta Mario Rivero.

Publicada en Papel Salmón, suplemento del diario La Patria (edición 936, Manizales, Colombia, 10 octubre de 2010).

sábado, 21 de mayo de 2011

HACER CON PALABRAS UN ESPEJO

EL ESPEJO

Sólo se aprende aprende aprende
de los propios propios errores
.

GONZALO ROJAS

“Sólo se aprende de los propios errores” es una frase común y corriente que recuerda el refrán que afirma que “nadie escarmienta en cabeza ajena”. La forma de manipularla despeja la opacidad de la frase hecha y construye un poema dotado de inusual transparencia.
“El espejo” se aparta de la línea habitual que sigue la poesía de Gonzalo Rojas. Sin embargo, aunque por su brevedad no se sostenga sobre la tensión emotiva y rítmica, comparte con el resto de su obra el gusto por el guiño irónico, por los juegos verbales y el hecho de que el título influya en el sentido del poema, no sólo lo corrobore.
El título desvía nuestra atención de la tópica frase hacia su forma. Rojas carga su significado sobre la estructura externa del poema, hasta el punto de que sin este título dicha estructura estaría vacía de contenido y no se justificaría. El poema no nos habla del espejo ni plantea una visión metafísica del doble. El único propósito del poeta es hacer con el lenguaje un espejo, de modo que sean las palabras, más que lo que ellas dicen, las que materialmente reflejen su idea de la experiencia de la vida. No es casual que el poema conste de dos versos: el fenómeno de la reflexión necesita la dualidad para producirse. Dos versos que, además, al tener la misma medida, evitan la distorsión de la imagen. Así, el sentido de las proporciones reales, entre lo que está dentro y fuera del espejo, lo da el mismo número de sílabas. El eneasílabo es un metro sigiloso, que amortigua el soniquete de los versos más tradicionales de nuestra lengua y rebaja su confianza expresiva. Debido a esto y a que rara vez alberga el sentido completo de una frase, posee algo de la fragilidad filosa del vidrio. Ya desde el nivel fónico, el primer verso se refleja en el segundo a través de la aliteración en eco de las palabras “aprende” y “propios”. El encabalgamiento, por su parte, mide las milésimas de segundo que la imagen tarda en aparecer sobre el cristal.
Configurada la forma del poema, es decir preparado el azogue, descubrimos mejor su contenido, tan imantado de ella que la frase común se ha transformado en lúcida conciencia de ser. Su desvaída seriedad adopta ahora un tono de resignación desenfadada que da al poema la distancia justa para que, junto a la condición reflexiva de la partícula “se” (aunque en este caso su función gramatical sea otra), surja el reflejo. El adjetivo “propios” precisa que es el nuestro. Sin él no nos reconoceríamos en el que está al otro lado. La palabra “sólo” (que abre el poema) y la palabra “errores” (que lo cierra) enmarcan y determinan los rasgos esenciales de la experiencia vital, al dejar fuera del espacio visible los aciertos. El carácter insistente de las anáforas formadas por los términos “aprende” y “propios”, con su dureza cacofónica (que afecta hasta la última palabra del poema), refuerza la determinación de lo reflejado (los propios errores, no los ajenos) a la vez que remite a la dificultad de todo aprendizaje y a la sensación de tropezar siempre en la misma piedra. En el error vemos cara a cara nuestra condición humana. Podría considerarse que el acto de aprender y el de equivocarse se contraponen. En efecto, no son conceptos opuestos pero, al menos a la luz del poema, establecen cierta tensión interna. Si aceptamos el amago paradójico, completamos este espejo de palabras. El atisbo contradictorio permite en el nivel semántico la ilusión del reflejo. Su fidelidad invertida se consigue a través de dicha relación. El acto de asomarse a un espejo es siempre actual e inmediato. Por esto, el único verbo del poema está en presente de indicativo. Al repetirse varias veces, el tiempo no pasa y la contemplación se fija. La falta de comas entre las repeticiones, tanto del verbo como del adjetivo, favorece la continuidad espacio-temporal del acto.
En contraste con la economía verbal del poema, sus escasos recursos están aprovechados al máximo, hasta el punto de que ninguna palabra juega un papel secundario. Así, el poema, más que expresar algo, lo muestra, cumpliendo con la exigencia creadora, cada vez menos frecuente, de que la forma, además de ser soporte rítmico, participe del contenido. “El espejo” de Gonzalo Rojas supera, en este sentido, a los poemas pintados de Vicente Huidobro. Éste potencia lo expresado mediante el dibujo externo de su objeto, de modo que, en ocasiones, tal procedimiento no pasa de una audaz redundancia. Rojas, sin embargo, opera desde dentro del lenguaje sin recurrir a nada ajeno a las palabras, hasta extender la significación del poema a todos sus niveles.

Publicado en Sibila nº17, revista de Arte, Música y Literatura (Sevilla, enero de 2005).

viernes, 20 de mayo de 2011

NO TE QUITES LA MÁSCARA

No te quites la máscara,
confúndete con ella
hasta ajustártela
célula a célula.

No te la quites
ni en soledad siquiera,
para que olvides
que la tienes puesta.

No te quites la máscara
aunque suenen huecas
a veces tus palabras
a través de ella.

No te la quites nunca
ni pruebes otras nuevas,
confórmate con una,
la que mejor te queda.


Publicado en Sibila, revista de arte, música y literatura, nº 35 (Sevilla, enero de 2011).

miércoles, 18 de mayo de 2011

NO CREO QUE UN PAR DE VERSOS SALVEN A NINGÚN POEMA NI A NINGÚN POETA. Entrevista de Ramón Ordaz.

Francisco José Cruz tal vez sea el poeta español que más vinculaciones y correspondencias tenga con el universo literario latinoamericano. Un indicador bien podría ser su consecuencia con Palimpsesto, la revista que edita en Carmona (Sevilla), desde hace dieciocho años, a través de la cual ha construido puentes de acercamiento e intercambio con la poesía latinoamericana, y que en estos momentos alcanza los veintitrés números en circulación; otro, tan importante y trascendental como el primero, es su obra poética, la que cuestiona sin tapujos en una primera etapa suya, pero que de seguidas reivindica en sus libros posteriores, calzados por la madurez, por una sentida indagación formal, por esa incursión de su palabra en los laberintos de lo cotidiano, subsumida en una suerte de lugar común de la existencia, que por común y reiterativa, precisamente, sirve al poeta para satirizar, poner en cuestión nuestro acontecer, ese transcurrir del tiempo y de las cosas que su oficio de poeta interroga, coloca en jaque con fina ironía, a veces con crudeza. No es una poesía complaciente la de Francisco José Cruz. El ser y el no ser, la cotidianidad de la muerte –la de los vivos y la de los muertos-, la ilusión del tiempo, el tiempo que pasa y que no pasa, la vida en el más íntimo resquicio del cuerpo desmaterializándose, la orfandad ante la pérdida de parientes y allegados, los malabares de las eternas preguntas infantiles, tienen en el poeta andaluz una voz crítica que transgrede las respuestas comunes que tienen el resto de los mortales. No hay evasivas en su escritura poética. Venido al mundo en Alcalá del Río, Sevilla, España, en 1962 Francisco José Cruz es autor de los poemarios: Prehistoria de los ángeles (1984); Bajo el velar del tiempo (1987); Maneras de vivir (1998); A morir no se aprende (2003); Hasta el último hueso (antología publicada en Venezuela por la editorial El otro, el mismo, 2007). Es autor, además, de varias compilaciones y ediciones: Antonio Porchia, Voces (Carmona, col. Palimpsesto,1991); Roberto Juarroz, Poesía vertical (Madrid, Visor, 1991); Poesía de la intemperie. Selección poética de letras flamencas (Carmona, col. Palimpsesto, 1996); Antonio Deltoro, Poemas en una balanza (Carmona, col. Palimpsesto, 1998); Humberto Ak’abal, Todo tiene habla (Carmona, col. Palimpsesto, 2000); María Mercedes Carranza, La Patria y otras ruinas (Carmona, col. Palimpsesto, 2004); Pedro Lastra, Datos personales (Carmona, col. Palimpsesto, 2005), entre otros. Sobre la obra de Eliseo Diego, Eugenio Montejo, Alejandra Pizarnik, Virgilio Piñera, Gonzalo Rojas, Fabio Morábito, José Manuel Arango, Julio Cortázar y Gabriel García Márquez ha dejado testimonio en su obra ensayística. Invitado a la ciudad de Mérida a participar en varias actividades de la VII Bienal Literaria “Mariano Picón Salas”, entre ellas el bautizo de su libro Hasta el último hueso, entrevistamos al poeta en el Hotel Prado Río el 21 de septiembre de 2007.

Ramón Ordaz.- En primera instancia, estimado Francisco José, hay algo que me interesa indagar acerca de tu poesía, y que en cierto modo lo aborda Eugenio Montejo cuando se refiere a tu obra, y es el hecho de que eres un poeta aferrado a la tradición. ¿Cuál es esa tradición para ti, cómo la concibes hoy?

Francisco José Cruz.- Cuando digo tradición me refiero a ciertas formas trabajadas y consolidadas por el uso de siglos. A mí me interesa parte de ella. Por un lado la poesía anónima: el romance y la copla flamenca. Por otro, dentro de la poesía culta, la zona más íntima y recogida, que parte de Jorge Manrique, pasa por Bécquer y llega a Eliseo Diego, Eugenio Montejo o José Manuel Arango, por ejemplo. Como bien señala el poeta español Dionisio Ridruejo, uno puede nutrir su imaginación creadora y su visión del mundo de poetas pertenecientes a otras lenguas, pero sólo de los poetas de nuestra propia lengua aprende uno su íntimo manejo artesanal.

RO.- Interpreto que tu poesía cumple un compromiso de continuidad con un vasto horizonte de la poesía española. ¿Tus contemporáneos están en esa línea?
FJC.- Yo creo que el poeta actual no tiene sentido de la variedad y, en general, está muy perdido. Suele confundir versos con la división aleatoria de líneas en el papel. Si uno alarga una línea o la corta, tiene que ser por algo, no por capricho. Olvidamos con frecuencia que lo que queremos decir en un poema depende en gran medida de la forma elegida para ello. Yo trato de encontrar en ciertas formas tradicionales los matices necesarios que las hagan mías. Al revés de lo que suele pensarse, el verso libre y la disolución de la estrofa dan más facilidad e inmediatez al poeta que las formas tradicionales, pero no más libertad. La libertad surge de las posibilidades técnicas con que se cuenta, y la tradición ofrece un despliegue variadísimo de metros y estrofas muy poco utilizados hoy día. En este sentido, es para mí modélico el aprovechamiento innovador que lleva a cabo el gran poeta peruano Carlos Germán Belli de ciertos registros procedentes de distintas épocas, especialmente de la barroca, sin que la compleja amalgama verbal reste emoción al poema.

RO.- En la presentación de tu libro señalas algo que me llama la atención. Hay una especie de mea culpa de los primeros libros, incluso dices “llegué a considerarme poeta sin serlo todavía”. Recuerdo en estos momentos un poema de Cavafis, “El primer peldaño”, en el que el poeta Eumenos se lamenta ante Teócrito de lo poco que ha escrito y cuánto es de difícil escalar un peldaño más; en cambio obtiene como respuesta de Teócrito el halago: Ya de tu primer paso debes/ sentirte feliz y satisfecho. Esto es un verdadero reto, exigente en todos los sentidos; el mismo Borges llegó a afirmar que ojalá la posteridad reconociera en él un par de versos. ¿Cómo interpretar la flagelación que asumes respecto a tus dos libros anteriores, mientras los dos últimos constituyen el camino añorado, la concreción de una búsqueda?
FJC.- No creo que un par de versos salven a ningún poema ni a ningún poeta. El verso es un instrumento más del poema, un recurso, y debe estar justificado por el anterior y por el siguiente, sin resaltar sobre el resto, y si, por bello que sea, no encaja en el puzzle, sobra. Tardé en encontrar mi propio tono, aunque uno nunca sabe si lo encontró. Esto lo sabrá la posteridad. Incluso, una obra puede servir en una época histórica y en la otra ser olvidada, porque no depende sólo de su propia verdad, sino también de las necesidades de quien la lee. A mí me costó muchos años ser sincero conmigo mismo. Entre el segundo libro -que no refleja ninguna vivencia mía auténtica ni trato íntimo con el lenguaje- al tercero, pasaron once años, que fueron para mí un calvario. Todo lo que hacía lo rompía, pero romper -ahora se dice muy fácil-, en esos momentos de euforia, cuesta mucho. Cuando uno consigue no engañarse, empieza a exigirse en su trabajo, a establecer un diálogo con su propia realidad.

RO.- De acuerdo. Estamos hablando del poema como una entidad autónoma. En un contexto mayor, el libro, un libro de poesía no necesariamente tiene por qué conservar una unidad. ¿Cuál es tu apreciación al respecto?
FJC.- Creo que un poema tiene que funcionar en el lector de modo independiente al resto de los poemas del libro. Si no es muy largo, puede ser aprendido de memoria, de manera que sólo dependa de los propios órganos vitales de uno hasta interiorizarlo. Entonces, se hace portátil: un poema que va por dentro como va por dentro una oración. Ahora bien, hay otro nivel de relaciones, que no es desdeñable en la medida en que el libro como entidad existe. Procuro, al componer un libro, que cada poema aborde el tema general desde una perspectiva distinta a los otros y, entre ellos se hagan guiños formales o temáticos, según los casos, hasta establecer un clima determinado de conjunto.

RO.- El término “conciencia artesanal” es afín a tu oficio de poeta. Quisiera que abundaras sobre este aspecto que parece no sentarle muy bien a ciertos poetas.

FJC.- Lo que yo he aprendido de la tradición es justo eso: la decantación de ciertas formas que cuando se sostienen durante tanto tiempo es porque hay una responsabilidad de fondo sobre ellas. El lenguaje es un instrumento como la música o la pintura. Hay que modelar ese instrumento, poner, como dice Eugenio Montejo, las palabras en su sitio, para que lo que intentemos decir se refleje de algún modo en el poema. No hay una relación automática entre el pensamiento y el lenguaje. Hay que insertar el pensamiento en el lenguaje, incluso el propio lenguaje, cuando se trabaja, te descubre cosas que uno no ha sabido pensar si éste no está bien organizado. Para mí el poema es un cuerpo orgánico, hasta el punto de que, aunque tenga una idea de su contenido, no soy capaz de escribirlo sin haber decidido previamente su forma. Así, su estructura no se queda en un mero soporte rítmico del significado, sino que participa de él.

RO.- Pasemos de la concepción estética del poema a las temáticas. Hay un punto que es recurrente en ti, la enfermedad. Perdóname que me comporte como un inocente, ¿qué pasa con el síntoma recurrente de la enfermedad en tu poesía?

FJC.- Nada como la poesía, en un mundo tan tecnológico y prepotente, nos recuerda nuestra radical indefensión, nuestra precariedad. Paradójicamente, cuanta más conciencia de nuestro desamparo nos dé un poema, más capacidad tiene de acompañarnos y de consolarnos.

RO.- A propósito de la idea del poema como corporeidad, de su autonomía respecto a los otros, en el poema “De vacío”, de Hasta el último hueso, leemos: A veces me entran ganas de escribir un poema/ sin tener el asunto ni la forma./ En verdad, es el cuerpo tan sólo el que desea / decir alguna cosa. (...) Más adelante escribes: El cuerpo siempre aguarda que yo escoja/ la idea... Aquí está la estética y la realidad del oficio, del proceso de escritura de que estabas hablando.
FJC.- Exacto. Como dice Luis Rosales -uno de los grandes poetas que admiro-, se escribe con todo el cuerpo, con el temblor humano, no sólo con el pensamiento. De ahí que, a veces, antes incluso de saber sobre qué deseo escribir, me viene una especie de sensación física que se remueve por dentro y que siento necesidad de reordenar. A veces sólo me quedo en ese amago latente, sin concretar nada. Eso es tremendo, porque uno debería escribir cuando realmente tenga algo qué decir.

(El poeta hace una pausa, y como para reforzar sus palabras nos lee el poema “No me atrevo”:
No me atrevo a intentar ciertos poemas
por el temor a que, tarde o temprano,
sus presagios se cumplan.

Poner el miedo en órbita
es como darle cuerda
a un destino olvidado por la vida.

Los versos que recuerden lo que aún no ha ocurrido
podrían dar ideas
al ogro atolondrado del fututo)

RO.- De verdad, de verdad, poeta, estos versos son perturbadores. Somos tan aprehensivos, a veces, que sentimos un llamado, y no nos atrevemos a escribirlo por no tentar, por no invocar una atmósfera que resulte fatídica, decepcionante; o más claro, por no invadir el campo de la sibila.

FJC.- Te confieso que no he abundado en el tema de la superstición. El poema forma parte de A morir no se aprende (2003), libro que refleja la incertidumbre, la precariedad y el desamparo ante la realidad de la muerte así como la impotencia de no poder acompañar a los seres queridos que se nos van. Ahí trato de encarar a tumba abierta esa realidad, sin reflexiones ni envoltorios metafísicos. En ese escalofrío está también el temor de que lo que uno piensa, tarde o temprano, suceda. Aún así, yo no me considero supersticioso. Más bien, como dice un libro de María Mercedes Carranza, la gran poeta colombiana, Tengo miedo.

RO.- Leo en tu poesía un aire de desamparo por el hermano ausente, es el lamento por alguien que significó mucho en tu vida. Esos recuerdos marcan parte de tu poesía.
FJC.- Mi hermano era dos años menor que yo. Ya de niño padeció una enfermedad irreversible que lo iba paralizando poco a poco. Yo sufría la impotencia de casi no poderlo ayudar. Ni estaba siempre a la altura de su dolor. En ese sentido el remordimiento en mi poesía juega un papel mucho más importante que la superstición.

RO.- “Ante los Toros de Guisando” es un poema que eleva una protesta ante lo que el tiempo erosiona, ante lo que permanece, pero ya no es referencia, sino testamento del olvido. La poesía rescata, devuelve esa mirada del pasado.
FJC.- Me complace tu lectura. Fíjate que ese poema conecta con otros como “Lanza o remo” y “Orfandad”. Ambos muestran objetos expuestos en una vitrina, ya desubicados, por tanto, de la función que cumplían en la realidad cotidiana. A los Toros de Guisando, que fueron animales sagrados de la cultura celtíbera, yo me los encontré a la intemperie, abandonados, desprovistos de toda la aureola mítica que tuvieron antaño. Para insinuar, al menos, lo tosco, lo primitivo y la envergadura física de esas figuras de piedras, imaginé el poema en versos largos, de medida irregular y monorrima asonantada entre ellos.

RO.- Advierto entre tus textos el abordaje del tema infantil. Allí la terrible preocupación del adulto por no tener las respuestas que solicita el niño. Aún cuando nos sentimos impotentes para dar respuestas que satisfagan, con una gran ternura y sencillez, sacas del fondo de la poesía palabras para el deslumbramiento.

FJC.- Trato de no falsear, o falsear lo menos posible, la realidad infantil. A estos poemas sólo les doy la forma rítmica, sin intervenir casi en el contenido con tal de recoger lo más fielmente posible las expresiones y perplejidades de mi hija. Nunca intenté hacer poemas infantiles. Aquí el niño es protagonista, no receptor.

RO.- Para cerrar este diálogo, Francisco José, háblanos un poco acerca de tu experiencia de editor. Gracias a la bondad de Eugenio Montejo conocemos desde hace casi tres lustros Palimpsesto, la revista que editas y que en su oportunidad nos hizo llegar desde Lisboa el poeta. Es gratificante que circule todavía. Entendemos que con ella has consolidado una obra. Veintitrés números ya hacen una historia. ¿Te has sentido holgado en tu labor editorial?

FJC.- No es frecuente que un ayuntamiento de una ciudad pequeña, sin tradición editorial, como es el caso de Carmona, cercana a Sevilla, acepte, de buenas a primeras, la propuesta de publicar una revista dedicada sólo a la poesía, si tenemos en cuenta el general temor a las expresiones minoritarias y la escasa o nula rentabilidad política de las mismas. Además, dicha propuesta planteaba atender a la creación foránea, desmarcándose casi por completo de la local. Sin embargo, el proyecto que mi mujer y yo presentamos al gobierno municipal de 1989, fue aprobado sin mayores reparos. Y el primer número de Palimpsesto apareció en la primavera de 1990. Sentíamos que Palimpsesto debía dedicar casi todas sus páginas a la creación poética, no a la crítica que, con demasiada frecuencia, aporta muy poco, cohíbe nuestro trato directo con los poemas y condiciona su disfrute. Otras cosas son el ensayo -esa tentativa de transmitir el gusto por algo sin estar al servicio de la novedad más pasajera- y, sobre todo, la entrevista -que nos acerca aún más al hombre y su obra-. Nos interesaba la poesía escrita fuera del país, en otras lenguas e, íntimamente, la hispanoamericana, casi desconocida por entonces en España. Nuestra intención ha sido, desde el primer momento, dar número a número una idea aproximada y coherente de la poesía de cada país hispanohablante, hasta comprobar que cada uno ha desarrollado, a partir de un tronco común, su propia tradición poética y que, por consiguiente, la nuestra –después de quinientos años de compartir una lengua- es sólo una de ellas. Así pues, este interés principal por la poesía hispanoamericana viene de la conciencia de que sin su conocimiento, la poesía española languidece. Después de tantos años, Palimpsesto, ha contribuido sin duda alguna a mi madurez como lector.


Publicada en Poda, Revista Latinoamericana de Poesía, (Fundación Fondo Editorial del Caribe, Barcelona, Anzoátegui, Venezuela), año 4, nº 6, junio de 2008.

lunes, 16 de mayo de 2011

HUMBERTO AK'ABAL, LAS PALABRAS DE UN HOMBRE.

Descubrí a Humberto Ak’abal hace siete años en un número de la revista bogotana Casa de Poesía Silva, que dirigía María Mercedes Carranza. Allí leí unos pocos y breves poemas que no me dieron idea, ni siquiera aproximada, de la magnitud de esta obra. Pero la delicadeza y deliberada ingenuidad que encontré en ellos me atrajeron de sobra como para buscar de inmediato a su autor e invitarlo a colaborar en las páginas de Palimpsesto, revista que, desde 1990, mi mujer y yo llevamos en Carmona, ciudad próxima a Sevilla. La gran poeta colombiana me facilitó las señas de Humberto Ak’abal, quien generosamente me contestó a vuelta de correo con algunos libros suyos. Sólo entonces supe que aquellos primeros poemas eran versiones españolas, realizadas por él mismo de su lengua materna, el maya-k’iche’. Al margen de cualquier interés étnico, esos libros me llenaron de emoción y entusiasmo hasta el punto de que, en vez de publicar algunos textos sueltos, decidí preparar una antología para el nº 16 de la colección Palimpsesto, en la que incluí, además de poemas, reflexiones del propio Ak’abal sobre su vida y su escritura.
Sin duda, me daba cuenta de que estaba entrando en un mundo tan personal como intransferible, hecho de esas recurrentes correspondencias que urden la coherencia interna de toda obra auténtica. La antología me confirmó que la fidelidad del poeta guatemalteco a sus registros formales y temáticos es tal que, a diferencia de esos autores que necesitan crear un clima distinto en cada libro, los suyos conforman uno solo, cuyo despliegue es hacia dentro y no hacia adelante, como reflejo de su noción circular de la existencia. Sin embargo, la gama de matices de esos registros –que van del amago humorístico al sentencioso, pasando por el detalle descriptivo y el diálogo directo- lo salvan, sin romper la unidad de fondo, de la monotonía o el estancamiento.

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La condición bilingüe de Ak’abal no se queda en el hecho de que él mismo traduce sus poemas, sino que determina la perspectiva desde donde los escribe. Poemas como “Sombras” o “El viaje” no tendrían sentido en su lengua materna: se atienen a una fórmula verbal híbrida para dar a conocer a quienes no pertenecemos a la cultura maya, el espíritu de imbricación del k’iche’ con los seres naturales, elementos y ámbitos cotidianos. Esta fórmula constituye en el fondo un recurso creativo más para provocar un efecto dado. Poeta, hasta cierto punto, fronterizo entre dos lenguas y dos mundos, toda su poesía, de un modo más o menos soterrado, guarda esta intención y supone, en primera instancia, un tapiz de personajes, costumbres y creencias tan coherente y verazmente tejido, que lo que pudiera parecernos incluso mera superstición, lo aceptamos como signo primordial, heredado de una larga experiencia de esa realidad que el poeta recuerda y vive. Una realidad en la que “todo tiene habla” y encuentra su sentido, adverso o favorable, dentro del flujo temporal que comunica al pasado, al presente y al futuro entre sí.

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La autenticidad de estos poemas nace, en gran medida, de la actitud comprensiva y entrañable -pero no complaciente- con que Ak’abal se refiere a cualquier aspecto de su entorno y, en consecuencia, de la falta de conclusiones o afirmaciones tajantes –salvo salpicados poemas de corte aforístico- que pudieran llevarlo al pintoresquismo o, peor aún, al exotismo de cartón piedra. Ak’abal no opina: presenta hechos, situaciones, sensaciones y personajes, dejando el silencio justo para que lo no dicho flote en lo dicho como un temblor sobreentendido y sugerente. Es este despojamiento el que le da a esta poesía su carácter íntimo e individual. El poeta habla, en última instancia, de su mundo para reconocerse y, a través de esos hábitos y señales ancestrales, hacernos sentir su inquietud y las incertidumbres de su propia vida. Así sucede en poemas como “Tax-tax-tax…”, “Viento de hielo” o “La cuerda del silencio”, donde los espantos –suerte de indicios premonitorios, presencias intuidas o enmascaradas, a la vez físicas e imaginarias- suspenden de súbito el curso normal de las cosas hasta recoger, con la fuerza de una imagen elemental, la inocencia primigenia del miedo. Pero esta misma inocencia –que es simple reconocimiento del misterio de todo- hace de esta poesía un modo atento y acogedor de estar en el mundo, sin imponerse a nada.

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La onomatopeya cumple una función central en esta poesía porque le permite a Ak’abal oír a los seres y a las cosas y, por tanto, entenderlos y atenderlos. La onomatopeya nunca es aquí gratuita: se integra en el fraseo de un poema para completar su sentido, no para reiterarlo, añadiendo una sensación física, como por ejemplo en “Zarabanda”, que las palabras no alcanzan a transmitir. La máxima expresión de este recurso aparece en “La canción del fuego”, poema sostenido enteramente por la regular repetición -con mínimas variantes- de grupos silábicos hasta crear el puro chisporroteo que nos calienta por dentro. Sonido y sentido, pues, como aspiraba Valéry, se funden. Ak’abal no nos cuenta qué dicen las cosas, nos las pone al oído y quizá los poemas onomatopéyicos supongan la total decantación de su espíritu animista.

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Pero esta riqueza espiritual no excluye la conciencia de la pobreza material. Ambas constituyen las dos caras de una moneda, cuyo borde sería la forma breve de casi todos estos poemas. La brevedad casa tanto con el silencio contemplativo o el sentimiento más delicado, como con la evidencia de la precariedad, donde una imagen, en ambos casos, basta para decirlo todo, sin insistencia alguna. Por ejemplo, “La luna en el agua” se acerca a la inasible fulguración de un haiku, mientras que “Solot” a la áspera intemperie de una copla flamenca. Este mismo espíritu de la brevedad –que calla más que afirma, que muestra más que insiste- lo posee, a pesar de su inusual extensión en esta escritura, “La carta”, cuyas dotes narrativas apuntan a la dramática indefensión de algunos relatos de Humberto Ak’abal, y que ya están implícitas en muchos de sus poemas cortos como “El acial”, “Los zapatos”, “Tiburcio”, “Mi vecino”…

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La brevedad y la ingenuidad dan a estos poemas una apariencia de apuntes sin pretensiones, como salidos de un tirón. Pero una y otra son el resultado de un orden expositivo que reparte, con audaz sentido común, los elementos formales y temáticos que conviene resaltar en cada momento para no caer en lo anecdótico. De ahí el frecuente equilibrio estrófico y la sensación de no estar leyendo unos poemas traducidos. Poemas que nacen, según el propio Ak’abal, de “la mirada de un niño en las palabras de un hombre”.


Prólogo a La danza del espanto de Humberto Ak'abal (Artesanales Fz'ukulik, Guatemala, 2007).